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martes: Nazaret- Tabor- Tiberíades.-
Muy de mañana salgo hacia el Tabor. Curioso monte éste, en el que la bajada,
con el sol, resultará mucho más fatigosa que fue la subida, con la fresca. No
es ninguna escalada: sólo el esfuerzo final de remontar doce empinadas
revueltas, sobre firme de un asfalto que se recalienta según va avanzando el día.
Alcanzada la cumbre, tomo el camino de la izquierda, que resulta ser el que
conduce a la iglesia ortodoxa griega, cuya entrada preside un gran cartelón
rosado en el que se alcanza a leer: ELLHNORJODOXON
PATRIARCJION IEROSOLUMON ISRA METAMORFWSEWS TOU SOTEROS, lo
que, en el poco griego que recuerdo del bachillerato, debe querer decir algo así
como Iglesia Griega Ortodoxa del Patriarcado de Jerusalén de la Metamorfosis
del Salvador, o sea, la Transfiguración, vamos. Intento entrar, pero, como lo
están casi siempre las iglesias ortodoxas, la encuentro cerrada. Salto una
valla, para acercarme a la iglesia católica sin dar gran rodeo, y ello me da
oportunidad de pasar por mitad de las ruinas de la fortificación cruzada, donde
los benedictinos, que no son orden guerrera, se defendieron valientemente
–lanzas, flechas y aceite hirviendo- de los ataques sarracenos. Llegado a la
Iglesia Latina, me encuentro con una nutrido grupo de peregrinos del Ecuador, y
comparto con ellos la Misa, entre cánticos guitarreros, muchos de ellos
candorosamente familiares. En el Evangelio no dice que fuera aquí, pero es añeja
la tradición que sitúa en este monte la transfiguración de Jesús, que se
mostró en su Divinidad ante sus escogidos.
La
construcción de los cruzados y al fondo, el actual santuario donde se conmemora
la Transfiguración de Jesús.
Luego
de despedirme de mis efusivos ecuatorianos, un franciscano polaco me señala
Naim, donde el Señor resucitó al hijo de la viuda, y me muestra un arbusto de
mostaza, ciertamente elevado: enorme respecto de la pequeñez de sus granos,
microscópicos. Un muchacho segoviano, que presta servicio a la Custodia, me
invita, afable, a un café. Comparamos la Mujer Muerta con el Tabor, y
concluimos que gana aquélla en dificultad, pero éste, en majestad. Hace unos días
se celebró aquí la romería de la Transfiguración, con asistencia de miles de
peregrinos, la inmensa mayoría, cristianos árabes. Son los palestinos amigos
de romerías campestres, y suenan en ellas las gaitas, heredadas de los británicos:
gaitas escocesas, claro, no gallegas, que esto no es San Andrés de Teixido.
Grato lugar: si no es el Tabor el monte en el que el Señor se transfiguró,
merecería serlo. Desciendo, y llegado ya a la falda del monte, en el pueblo
musulmán de Al Daburiyya, me para un vehículo bastante desvencijado,
que conduce un muchacho judío, al que acompaña un napolitano residente en
Minessotta. Me ofrecen acercarme hasta Tiberíades, y acepto de grado. Medio en
italiano medio en inglés, hacemos comentarios sobre la situación de Israel:
tanto al italiano como a mí nos llama la atención la omnipresencia militar. Es
ésta una sociedad espartana, verdaderamente militarizada. Tres años de
servicio militar para muchachos y muchachas, mas un mes cada año, ellos hasta
cumplir los cuarenta y cinco, ellas hasta cumplir los treinta y tres. Y la
sorprendente obligación de llevar el arma encima, con un par de cargadores
repletos, mientras se encuentren en situación militar, aunque estén de permiso
o vayan de paisano. Es chocante, pero ordinario, ver a muchachos y muchachas
permanentemente armados, es llamativo ver a piadosos soldados, tocados con la kipá,
que llevan el arma en las inmediaciones de la sinagoga, o a minifalderas con
zapatos de tacón, que salen de la discoteca local con el fusil de asalto en
bandolera. Llevan el uniforme con cierto desaliño, ellos, a veces, con el pelo
descaradamente largo, ellas con detalles de coquetería, sin asomo de rigorismo
prusiano, pero con ademán jactanciosamente guerrero. Se ven instalaciones
militares por doquier, camiones, monumentos, recuerdos inconmovibles de las
repetidas contiendas. Y, aunque no se compartan sus razones o sinrazones, es difícil
no experimentar cierta admiración hacia esta sociedad marcial, no sentir alguna
simpatía hacia la arrogancia de estos-estas soldados, que se saben milicia de
vencedores. Menos admirable resulta la, a veces, tácita, pero siempre presente
referencia a la protección que le dispensa a Israel el hermano mayor americano:
referencia que, a veces, se explicita en la fanfarronería que queda patente en
mensajes como el que luce la camiseta que llevan no pocos muchachos judíos: Do´nt
worry, America. Israel is behind you: no te preocupes América, tienes a
Israel detrás. Ya en Tiberíades, bajo un sol abrasador, en la ribera del lago
de Genesaret, no acabo de encontrar el hospicio de los franciscanos, y me dirijo
a preguntar en la residencia de la Iglesia de Escocia. Los hermanos separados no
resultan ser nada simpáticos, y apenas me dan indicación, pese a que lo de los
franciscanos está a apenas cien metros. Gracias a la amabilidad de un judío,
encuentro lo que busco. A la entrada me cruzo con la japonesa de porcelana que
encontré en Nazaret. Intercambiamos una sonrisa. Quien me atiende en el
convento es un catalán, de Blanes, amable e ilustrado, doctor en Semíticas,
casado con una también muy agradable joven árabe. Las veladas con ellos serán
muy ilustrativas y amenas. Aunque con origen remoto en la visita que, en plena
Cruzada, en 1219, hiciera San Francisco a Tierra Santa, la presencia de los
franciscanos trae causa del acuerdo que Roberto de Nápoles y Sancha de Mallorca
alcanzaran con el Sultán de Egipto, en 1333, desde cuando se instalaron en el
Cenáculo y en el Santo Sepulcro, no sin padecer interrupciones, sufrir
latrocinios y encontrar martirio. Conocidas las vicisitudes de su presencia en
los santos lugares, no hay palabras para agradecer su labor a los franciscanos.
Aquel acuerdo de los Reyes de Nápoles, con la asunción de las cargas económicas
correspondientes, dio lugar al derecho de patronato, que hizo suyo la corona de
Aragón, y luego la de España: patronato que se concretó en el sostenimiento
de los santos lugares, a lo largo de muchos siglos, en el que está la razón
del título de reyes de Jerusalén que tuvieron por suyo los de España.
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Agosto
del 2000
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