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viernes: Caná- Cuernos de Hattin.-Tomo
un autobús para Kfr Kaná: Caná de Galilea. En el autobús voy pensando que,
en los rostros semitas que me encuentro, han de estar, en parte, al menos, los
rasgos de la Virgen: en la mirada acogedora y cariñosa de aquella monjita árabe
que me atendió en el Carmelo, en los rasgos humildes y serviciales de la
muchacha palestina que atiende el cafetín de Tiberíades, en el semblante
decidido y valeroso de esta cabo delTsahal, que se sienta junto a la
ventanilla de enfrente. Me apeo a alguna distancia del templo franciscano, en
donde se conmemora el primer milagro de Jesús, a ruego de esa Madre cuyos
rasgos me atrevo a escudriñar. Un paseíto y ya lo alcanzo. En el camino me
cruzo con un joven franciscano con el hábito remangado, que –seguidor de
Francisco tenía que ser- juega con los niños árabes, montando en una
bicicleta de talla considerablemente inferior a la suya. Resulta ser colombiano,
aunque residente en un convento de Washington, colaborador temporal de la
Custodia. En la Iglesia de Caná se está celebrando la renovación de las
promesas matrimoniales de un grupo de cingaleses. Yo renuevo, por lo bajini, las
mías propias, y participo de la alegría contagiosa de los de Ceilán, que me
invitan alborozados a un vaso de limonada. Al dejar el templo de Caná, me
vuelvo a cruzar de nuevo con la japonesa ubicua. Nos reímos francamente, pero
no nos atrevemos a saludarnos. Busco la parada de autobús que me ha de retornar
a Tiberíades y no encuentro a nadie que no hable otra cosa que no sea hebreo o
árabe. Al fin, me entiende en inglés un amable caballero que me pregunta de dónde
soy –From Spain, le respondo. -¿Y por qué no hablamos entonces en
español?, me dice. Es León, un sefardí nacido en el Tánger del protectorado,
que maneja la lengua de Cervantes con soltura y desparpajo. Los judíos no
hablan de inmigración, sino de alíah: ascenso a la tierra de los
antepasados. Y él, me dice, hizo su alíah en 1950. Un tipo
verdaderamente cordial e interesante. No esconde su amor a España,
misteriosamente conjugado con el rencor por el destierro. Ni su admiración por
Franco, y su dolor por las noticias de España que recibe en los medios de
comunicación. Es sorprendentemente contradictorio. Él, me confiesa, es judío
de raza y corazón, pero no se pierde por nada del mundo la Misa de Nochebuena.
Tiene simpatía a los cristianos, pero le repugna en lo más hondo una costumbre
cristiana que nunca a mí me hubiera parecido tan repulsiva: que enterremos los
cadáveres vestidos. Eso, me dice León, es un grave pecado. Va contra la Ley.
Si desnudos nacimos, desnudos tenemos que volver al seno de la tierra. Para
enfrentar sentimientos, no hay palabras. Y yo me conformo con mantener la
conversación amable, en la que me cuenta alborozado cómo, en una de esas misas
de gallo a las que él acude, en En Karem, tuvo Dios a bien permitirle
encontrarse con el fraile que le enseñó sus primeras letras en el lejano Tánger.
Que Él le guarde. Desciende el buen amigo del autobús poco antes de que
lleguemos a los Cuernos de Hattin: el lugar de la gran derrota de los cruzados.
Quiero ver el lugar de la batalla, y recordar a los que cayeron. Veo, a lo
lejos, un amplio rebaño de vacas, que me da las dimensiones que debieron tener
las monturas.
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El
solar de los
Cuernos de Hattin:
no menos árido que cuando la derrota de los cruzados. |
Percibo con la imaginación el Salmo II, que cantarían, como tenían
por norma, los caballeros de las Órdenes, antes de entrar en batalla, al
asegurar sus monturas para el choque: “Quare fremueront gentes et populi
meditati sunt inania?” “¿Por qué se agitan las naciones y los pueblos
mascullan planes vanos? Se yerguen los reyes de la tierra, los caudillos
conspiran aliados contra Yaveh y contra su Ungido”. ¿Por qué?, cantarían
ellos, y me pregunto yo. Aquí tuvo Saladino la habilidad de hacer ceder una de
sus alas, para dejar pasar, al galope, a la caballería pesada de Reinaldo de
Chatillon, Balian de Ibelin y Reinaldo de Sidón, y para luego cerrarse como
tenaza en torno al resto del ejército de Guido de Lusiñán. Aquí murió la
flor y nata de la caballería del Hospital y del Temple. Aquí se perdió el
madero de la Cruz hallado por Santa Helena, imprudentemente enarbolado como enseña
de guerra. Y aquí entregó Saladino los cuellos de los caballeros de las Órdenes
al regodeo de sus torturadores sufíes. Aquí también chalaneó el maestre del
Temple, Gerardo de Ridfort, canjeando el respeto de su vida por la ignominiosa
tarea de colaborar con el vencedor en la rendición de otras plazas. El terreno
de la batalla, en el que hay una pequeña estela conmemorativa, pertenece a la
Custodia, que acaso lo conserve con vistas a levantar algún día una mejor
conmemoración del sacrificio. Dios puede permitir que se pierdan batallas. Pero
la victoria final es suya. “Y ahora, reyes, comprended, corregíos, jueces
de la tierra. Servid a Yaveh con temor, con temblor besad sus pies, no se irrite
y perezcáis en el camino, pues su cólera se inflama de repente. ¡Venturosos
los que a él se acogen!”: así termina el célebre Salmo. Vuelto a
Tiberíades,
tomo un piscolabis, descanso, y, ya a la tarde, me dirijo a un par de judíos
hasídicos, explicándoles, en mi mal inglés, mi intención de recibir el
shabbat en una sinagoga sefardí. Ellos me dicen que por qué no en la suya. Yo
les contesto que, siendo como soy de Sefarad, preferiría la sefardí. Me
presentan a uno de los ayudantes del rabino sefardí, que, pese a su condición,
por ser oriundo de Argelia, ha perdido por completo el español, y sólo habla
hebreo y francés. En francés, me invita a un té y unas pastas, que le
agradezco. Y pasamos luego a la sinagoga, en la que, a falta de kipá, me toco
con mi sombrerillo de lona. Como varón, entro en la sala principal, mientras
que las mujeres sólo acceden a una galería superior, parcialmente cubierta por
una celosía. Aunque no entiendo nada –apenas el Shemá Israel-
he tenido la cautela de traerme una Biblia, en la que repaso cuanto en
ella se dice sobre el sábado. Los cánticos, sin ser tan próximos como los del
muecín, se me antojan también parientes de la música andaluza. Dos horas de
celebración, en las que, por cierto, los asistentes se comportan con bastante
menos rigor y gravedad que los que mostraría en su parroquia el católico más
jaranero. Buena experiencia. Ha sido, para mí, como bucear en el pasado de mi
propia fe. Lo que para ellos es actual, es para mí arqueología, pero no exenta
de valor, que adoran ellos, entre pompas y tinieblas, al mismo Dios que yo, en
espíritu y verdad. |
Agosto
del 2000
Jornadas:
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