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sábado: Gallicantu- Latrún- Tel Aviv.-
Celebran Misa en la explanada de la Maison d´Abraham unos peregrinos italianos.
Al fondo, como sublime telón, la ciudad entera de Jerusalén, iluminada por el
primer sol de la mañana. Habla el sacerdote, lleno de razón, de la gracia que
supone celebrar en tan hermoso enclave. Visita luego a San Pedro in Gallicantu,
desde donde se ve, con todo detalle, el valle del Hinnón, y el Campo del
Alfarero, donde se destripó Judas; e impresión honda al estar al lado de las
escaleras por las que –esta vez sí, con toda probabilidad- subió Jesús.
Una
última vista a Jerusalén, desde San Pedro in Gallicantu |
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La
hora se echa encima. Hay que darse prisa para salir hacia el aeropuerto. Volaré
a Madrid con mi amiga chilena, que tiene reservado el mismo vuelo, para seguir
luego a Chile. Despedida de las dominicas, que se empeñan en invitar a un café
de última hora, y viaje hacia Ben Gurion en el coche de un amigo árabe, que
hoy es shabbat. Son muy pocos los vehículos que transitan. A la salida de
Jerusalén, nos cruzamos con un grupo numeroso de judíos hasídicos,
que, al bramido de shabbat, shabbat, hacen gesto de arrojarnos alguna
piedra. El conductor, Dzi´ad, acelera devolviéndoles alguna invectiva que no sé
traducir, pero comprendo y comparto. Curiosa la manera de comportarse de estos haredim,
a los que en Occidente se conoce por ultraortodoxos, pero que son más secta que
ortodoxia israelita. Vestidos no a la usanza tradicional hebrea, sino a la moda
de los judíos polacos del siglo XVIII, con unas levitas negras, unos gorros y
unos sombreros de piel –los strimmel- que agobia verlos, muchos no hacen la
mili, ni pagan impuestos, ni hablan siquiera hebreo, que consideran lengua sólo
apta para lo sagrado, sino yidish: la jerga de las juderías centroeuropeas del
siglo pasado. Por el camino platicamos con nuestro conductor acerca de las
afinidades entre españoles y árabes, de la procedencia arábiga de muchas
palabras y algunas costumbres nuestras. Es Dzi´ad un hombre campechano y
servicial. Nos cuenta que tiene diez hijos, el mayor de los cuales le ayuda en
el negocio del taxi. Sabedor de que no hemos visitado Latrún, tiene la
amabilidad de desviarse y pararnos unos minutos en la que es hoy abadía
cisterciense y fue en sus tiempos iglesia bizantina, y luego cruzada, junto al
Torón de los Caballeros: paraje que visitamos a la carrera.
El nombre de Latrún hace referencia a Dimas, el buen ladrón, al que Jesús
prometió el Reino. Y está enclavado en la antigua población palestina de Emwas,
cuyas casas fueron destruidas y cuyos habitantes fueron deportados en 1967, que
algunos identificaron con la Emaús evangélica, aunque los cruzados la situaran
en Abu Gosh, y los franciscanos, por conjetura sobre distancia y tiempo, la
ubiquen, en la actualidad, en El Qubeybeh. A la llegada al aeropuerto,
los agentes israelíes revisan el coche, de matrícula árabe, con precisión
metódica y quisquillosa, dejándonos al fin pasar, para superar, en la
frontera, un examen personal menos riguroso que el que nos habían precavido. Multo
peregrinantur rare sanctificantur, dijeron los precursores de la Reforma. Y,
en algún sentido, razón llevaban. Tierra Santa no es la Meca: meta de
peregrinación obligatoria para los fieles del Islam. Pero haber seguido los
pasos de Jesús es un obsequio que sería muy injusto no agradecer. Como diría
el buen cura peruano, hemos disfrutado como chanchitos en lodazal. Situar geográficamente
los lugares, recordar los contornos, las tierras, los enclaves, aunque haya sido
mucho lo que han mudado con el tiempo, ayuda a considerar el Evangelio, y
aproxima a Jesús; aunque su presencia más cercana no esté en el viaje, sino
en la Eucaristía, en la Palabra, en los ojos y en las manos de quienes nos
necesitan.
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Agosto
del 2000
Jornadas:
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