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miércoles: Getsemaní-Dominus Flevit-la Asunción.-
Los
olivos añosos y venerables del huerto de Getsemaní |
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Visito
con detenimiento Getsemaní, el lugar de la agonía. Buen sitio para pensar
sobre la fidelidad al propio deber. Dominus
flevit, luego: el lugar en que, con una cristalera de retablo, tras la que
se contempla lo más bello de la ciudad, se recuerda el dolor de Jesús por
Jerusalén, por la patria que va a abatida en sus pecados. Dolor de patria rota,
que es fácil hacer propio.
Dominus
Flevit: donde Jesús lloró por su patria. |
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En el mismo valle del Cedrón, visito la iglesia de
la Asunción, donde se dice fue depositado el cuerpo dormido de la Virgen María,
de construcción cruzada, hoy en manos de los ortodoxos, que no saben darme razón
del lugar, que busco, de enterramiento de la reina Melisenda, y de los
familiares de Balduino, aunque, por fin, lo encuentro en donde se venera la
memoria de San Joaquín y de Santa Ana. Buena intrigante fue, por cierto,
Melisenda, hija del Rey Balduino II, esposa del Rey Fulko, madre del Rey
Balduino III, del Rey Amalarico I y de Inés de Courtenay, esposa del Rey
Balduino IV. Acaso en esta mujer se personifiquen como en nadie las virtudes y
vicios que aquejaron al reino latino. Aunque también lo busco, no encuentro en
los altares que hacen memoria de San Joaquín y de Santa Ana, llenos de iconos,
una imagen que tengo viva en el recuerdo, que he visto alguna vez en España, en
copia del icono original, y también en la predela de algún retablo medieval,
acaso en el Burgo de Osma, en que se representa a los padres de la Virgen en un
gesto de abrazo amoroso, de evidente y candoroso amor humano, infrecuente en la
imaginería acostumbrada y, sin embargo, bien propio para enaltecer la grandeza
de ese sacramento grande que es el matrimonio. En ausencia del icono, bien por
San Joaquín y Santa Ana, que con semejante abrazo engendraron a la Llena de
Gracia. Entro en la ciudad vieja por la Puerta de Herodes. En las calles de
Jerusalén, los contrastes de colorido, el vaivén de los comerciantes,
compradores y paseantes, el ritmo de la música omnipresente, el olor penetrante
de los perfumes y las especias, son verdaderamente embriagadores. Tanto que se
experimenta, en ocasiones, como una cierta sensación de vértigo. Los títulos
árabes de algunas calles traen a la memoria el nombre español equivalente: el
zoco de los algodoneros, por ejemplo, se llama Suq-al-Qottonim. Como el
eterno bocata de shewarma en un chiringuito árabe, en el que me
encuentro con una pareja de catalanes con los que ya me crucé en Galilea. Mis
simpáticos amigos, muy jóvenes, dejan ver una formación religiosa menos que
deficiente. Y es pena, que estar en Jerusalén sin saber ni creer, es como ser
sordo en un concierto. De algo se enteran estos, pero de poco. Ya a la tarde,
salgo andando hasta Abu Tor, una barriada que está mas allá de donde
Judas perdió el gorro –lo perdió, se supone, en el “Campo del Alfarero”,
donde el torrente Hinnón- en la que busco a unos amigos que no consigo
encontrar. A la vuelta, también a pie, frente a la puerta de Damasco, paso por
el convento francés de las Franciscanas de María. Me franquea la puerta un
muchacho árabe que lleva tatuado en el brazo el signo del corazón de Jesús
que lucieron los combatientes contrarrevolucionarios vendeanos: cosas de la
dulce Francia.
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