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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO CUATRO

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..de leche y miel

7, lunes: Haifa- Nazaret.- Tras un copioso desayuno y con los parabienes de las monjas, cumplidas y cariñosas, me pongo en marcha por el puerto de Haifa hacia la estación local de autobuses. Queda atrás la vista de los jardines Bahaí: una comunidad religiosa de origen iraní y raíz islámica, que busca unificar todos los cultos, como si la verdad fuera producto de la síntesis. Jardineros buenos sí que son, que se ven hermosos los parterres floridos que trepan por las laderas del monte. Conozco a los Bahaí desde hace muchos años: cuando –adolescente aún- distribuía propaganda política en el Rastro madrileño, y tenía por vecino a un persa bastante pesado, que alternaba la venta de frascos de pachulí con la divulgación de folletos de la secta. Ya en la estación, localizo, con alguna dificultad, el autobús que me llevará a Nazaret. Son muchos los habitantes de Haifa de origen ruso: tanto que los carteles de la estación de autobuses están en hebreo, árabe y ruso, no en inglés, y son muy pocos los que se atreven a chapurrear esta última lengua. Hasta para comprar una botella de agua fresca tengo que recurrir al poquísimo alemán que sé, que los rusos suelen entenderlo. En la espera, trabo conversación con quien menos podía pensar: con un muchacho árabe de raza, greco-católico, que se prepara para el sacerdocio en un seminario italiano. Es un tipo educado, con clase. Hablamos de la diferencias teológicas que separaban a latinos y griegos, del famoso filioque, y comprendo de una vez para todas lo que es una cuestión bizantina: tanto es el interés y tanta la pasión que mi amigo pone en argumentar sobre la procedencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Me habla también de sus proyectos: tal y como le permite su rito, él quisiera contraer matrimonio antes de ordenarse, y hasta tiene echado el ojo a una muchacha de su pueblo, pero no se atreve a proponerle relaciones por la carga que le supondría a ella. La vocación de la mujer de un sacerdote es, me dice, tan dura como la del sacerdote: debe vestir con especial modestia, no puede frecuentar lugares públicos, etc. Yo le canto las excelencias del celibato sacerdotal, la conveniencia de que el sacerdote esté siempre disponible, sin las ataduras que supone una familia. Y él las comprende, me dice, pero quiere seguir la tradición de su rito, aunque ello le excluya de la posibilidad de ser algún día obispo, que estos se ordenan sólo entre los célibes. Me habla también del corto sueldo de los sacerdotes, y de la dureza de sacar adelante una familia con pocos posibles: circunstancia, me confiesa, que le llevará a proseguir los estudios de sociología que inició antes de seguir los eclesiásticos. Mayor merma será, le comento, que tenga que compartir su ministerio de sacerdote con el oficio de sociólogo. Me confiesa la aversión que siente  hacia las chicas italianas. Él no se casará con una musulmana, claro, sino con una cristiana árabe, y es que las árabes, mantiene él con ardor, sean de una u otra religión, visten con dignidad y se respetan a sí mismas. Chocante manera de ver las cosas. Nos despedimos a la llegada de nuestros propios autobuses, y parto yo para Nazaret. Dejo atrás, al norte, Séforis, en donde, según la tradición, tuvo lugar el feliz encuentro amoroso de San Joaquín con Santa Ana, de cuyo fruto nacería la Virgen María. Fue en Séforis también, donde el Rey de Jerusalén, Guido de Lusiñán, reunió a sus tropas, cortas de agua y sobradas de impedimenta, para  hacer frente a las huestes de Saladino. Ya en Nazaret me dirijo a la Basílica de la Anunciación, entre una barahúnda de vehículos embotellados y mercachifles ruidosos. Conmueve estar ante los pedruscos que fueron casa de Jesús, María y José. En Tierra Santa, unas iglesias están edificadas sobre los lugares en que realmente sucedieron los hechos, mientras que otras simplemente los conmemoran. El caso de Nazaret es de los primeros. Está documentado que en el antiguo poblado nazaretano se instaló, ya a comienzos del siglo II, una iglesia-sinagoga de la primitiva comunidad judeo-cristiana, y en inscripciones de esa época pueden encontrarse alabanzas a la Virgen en armenio –Bella Señora- y en griego –Ave María, “caire Maria”. 

La inscripción griega "Ave María" y lugar de la columna en que se halla.

Me quedo un buen rato, en el silencio que dispensa la ausencia de peregrinos durante el mediodía. Unos metros más allá, reza, muy recogida, una piadosa y agraciada japonesa, como figura de porcelana. Es lugar de meditar, que fue aquí donde el Verbo se hizo carne. Y menguada tiene la sensibilidad quien aquí no se conmueva. Oigo Misa a la tarde, con unos peregrinos españoles, deplorablemente ruidosos y cortos, a lo que se ve, de receptividad ante la magnitud de lo que tienen oportunidad de presenciar. En las cercanías de la Basílica está el solar sobre el que los musulmanes han extendido sus alfombras y ubicado sus altavoces, reclamando la construcción de una mezquita.

Ante la basílica de la Anunciación, las pancartas que rodean el solar que sirve de pretexto a las reclamaciones de los islamitas..

Se trata, por lo visto, de un problema de especulación inmobiliaria teñido de religión: el alcalde, cristiano, temeroso de perder votos en tiempo de elecciones, no se atrevió a echarles de ese terreno, de propiedad municipal, en el que estaba proyectado un parque, y ha dado así lugar a una situación ingrata y difícil. Aunque las pancartas que rodean el espacio reclamado pregonan, en árabe y en inglés, la buena vecindad y el amor entre los fieles de las dos religiones, la actitud de los islamitas es claramente provocadora e insolente, amenazadora hasta el punto de que, en la procesión de la Navidad pasada, arrojaron piedras contra los cristianos e hirieron a un par de peregrinos, lo que, emulando a los custodios, se soportó con humildad franciscana. Me aposento en el convento de las Hermanas de Nazaret, cómodo y barato. Visito la iglesia que se asienta sobre el solar de la que fue sinagoga de Nazaret, que Jesús frecuentaría, y sobre su tejado; charlo allí con un suizo entrado en años, que ha hecho el mismo camino que yo me propongo: la subida del Tabor. Departo también con un par de florentinas, que viajan corajudamente solas, manteniendo una elegancia que se me antoja botticelliana, en medio de la fatiga, el calor agobiante, la penuria de medios. Trabo luego amistad con un muchacho romano, panadero de oficio, que se está pagando la peregrinación como buenamente puede: trabajando en un sitio y otro, para conseguir unos siclos que le permitan comer y viajar hasta su próximo destino. Mi amigo, me confiesa, tiene un pasado turbio: estuvo enganchado a la droga, trapicheó con heroína, y ha salido del agujero por la pura gracia de un Dios que ama a todos sus hijos, incluso a los que son, me dice, como él. Admirable muchacho, con el que comparto la velada, y un bocadillo de sardinas marroquíes, embutidas en el sabroso pan árabe de pita.  

Agosto del 2000

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