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sábado: Tiberíades.- Con
la ayuda inestimable de Juana, una linda viejita paraguaya, que se aviene a
acercarse a la farmacia local, para facilitarme un par de remedios, inicio la
operación, dolorosa pero necesaria, de mis pies. Ya se que los médicos no la
aconsejan, pero no puedo esperar a que las ampollas se reabsorban, al cabo de no
se cuántos días, por lo que procedo a vaciármelas e inyectarme Betadine. La
experiencia me dice que esta intervención, aunque no exenta de dolor, es mano
de santo. En mi lacerada inactividad, trabo conversación con Sheila, una culta
judía de origen hispano, madre soltera, izquierdista, que ha pasado varios
heroicos veranos en Calculta, colaborando voluntariamente en el dispensario de
las monjas de Madre Teresa. Mi amiga me dice, con cordialidad, que no me pierda
la visita al Museo del Holocausto, en Jerusalén, que le parece lo más
importante de Israel. Y yo le digo que esa visita no está entre mis
prioridades. En el más cariñoso tono del que soy capaz, le hago la memoria de
alguien muy allegado a mí, que padeció lo indecible en la guerra de España,
que fue torturado cruelmente, y a quien nunca le oí ni una sola palabra de
odio, de reproche, sino de olvido y perdón, por lo que no comprendo que otros
que, sin duda, han sufrido mucho, cimienten su vida personal y colectiva en el
rencor. Sheila es una persona bien educada, pero encaja muy mal mis palabras.
-Recordar, recordar: no perdonar jamás. -Que las culpas caigan sobre los
responsables y sobre sus hijos, de generación en generación. Me enteraré, no
lo sabía, que esta idea de transmisión de la culpa, expresamente condenada por
Jesús, está muy presente en el judaísmo actual.
Así
se comprende que, el martes pasado, el rabino Ovadia Yossef, líder espiritual
del partido Shas, tercera formación política israelí, al tiempo que llamaba
“víboras” a los palestinos, haya afirmado que las víctimas judías de los
nazis eran «la reencarnación de aquellos que habían pecado». Según he leído,
dijo también que «Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones
de infortunados judíos”. Y que “eran la reencarnación de almas que habían
pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer”. La idea de la
transmisión de las culpas no sólo me repugna y me parece dañosa para quienes
son objeto del rencor, sino muy perjudicial también para quienes, anclando su vida en el recuerdo de las afrentas sufridas,
son incapaces de gozar de la dicha de perdonar y amar. Evidencio la superioridad
moral del cristianismo, pero me resulta inútil la argumentación ante una
convicción tan firme. Confío en que no todos los judíos compartan semejante
criterio, o que, al menos, atenúen el vigor con que lo sostiene mi
interlocutora, admirable por otros muchos motivos. Es un feliz hecho que gran número
de israelíes no son consecuentes con algunos de los presupuestos en que se
asienta su sociedad. Uno es, por ejemplo, la grosería. En el afán de no
depender de nadie, de valerse por sí mismos, es opinión muy común que la
cortesía y la urbanidad son impropias del modo de ser judío. “No seas simpático,
sé judío”, se lee en una camiseta que llevan algunos muchachos. Y sin
embargo, muy en contra de eso, yo me he encontrado con multitud de israelíes
muy amables y corteses. Venturosa inobservancia de la regla. |
Agosto
del 2000
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