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domingo: Belvoir- San Gerásimo- Jericó.-
La operación dio resultado. Me encuentro repuesto, fresco como una
lechuga. Oigo Misa con la varia y exigua comunidad local, en la iglesia de San
Pedro, que alzaron los cruzados, y desayuno con Juana, mi enfermera. Una vida
atribulada, la suya, que me cuenta con la desvergüenza que propician los
encuentros fortuitos en las encrucijadas de la vida. Profesó monja muy joven,
tuvo que salir del convento, por razones de salud, la malcasaron con un
homosexual que la maltrataba, tardó mucho tiempo en obtener la nulidad conyugal
y, cuando la obtuvo, se casó con otro hombre, militar veterano de cien guerras,
al que quiere con locura, pero que se le está muriendo de puro alcohólico:
desgracias todas sobre las que ha venido y viene pasando con una fe de acero al
vanadio y una piedad de pétalo de rosa. Despidiéndome de quienes dirigen el
hospicio, tomo un autobús, indicando al conductor que me pare en el lugar más
próximo al castillo de Belvoir –Kokhba Yardenit, en hebreo: Estrella
del Jordán. Paso por Degania, el kibutz en el que nació Moshé Dayan, por el
chiringuito bautismal que tienen los protestantes, en un lugar que se encuentra
casi cien kilómetros al norte de donde tuvo lugar el bautismo de Jesús. Hasta
ahora todo el mundo ha sido muy amable conmigo. No lo es, por vez primera, el
conductor de este autobús, quien, pese a mis requerimientos, se niega a pararme
donde le pido, y me apea casi quince kilómetros más allá del lugar desde el
que debía emprender mi ascensión a Belvoir. Mi interés en este castillo no es
otro que su condición de casa maestra de la orden del Hospital. Sé que allí,
en la fortaleza majestuosa, de trazado concéntrico, se defendieron los últimos
caballeros del Hospital, hasta dos años después de la derrota de Hattin. En mi
marcha de aproximación hacia el castillo me asiste espontáneamente un judío
iraquí, que se empeña en darme unos confortadores vasos de agua fresca.
Llegado a las estribaciones de la montaña sobre la que se halla el castillo,
calibro la dificultad de remontarla, sobre todo si, como quiero, voy a continuar
luego mi viaje hacia Jerusalén. Subo sólo hasta media ladera, tomo unas fotos
y me rindo al cansancio, descendiendo de nuevo hacia la carretera, a la espera
de un autobús que me siga llevando por la deprimente depresión del Jordán.
Alcanzo un autobús cargado de soldados, que como el tren correo, va parando en
todas las estaciones. Dos buenas horas me cuesta llegar hasta San Gerásimo, en
los aledaños del puente Allenby, desde donde quiero allegarme al lugar en que
–aquí sí- fue Jesús bautizado por Juan. Me han dicho en Tiberíades, que,
aunque antes estaba terminantemente prohibido, las buenas relaciones con
Jordania permiten ahora que los peregrinos se acerquen a la ermita que recuerda
el acontecimiento. Pero no tengo suerte. Según me acerco a las señales que
indican los campos minados, se dirigen a mí dos soldados que me obligan a
volver por donde vine. Sigo ruta, por el desierto de Judea, hacia Jericó. Estoy
en el límite no delineado de los territorios palestinos, del West Bank, y
no es cosa de andar con bromas. Es éste el punto más bajo del planeta. La
sensación no es ya de calor, sino de sofoco. Me figuro estar marchando por
dentro de un microondas con la ruedilla a tope. El sol hiere, sin que las gafas
protectoras sirvan apenas de nada. Me cuezo en mi salsa: es tal el calor que
hasta las cinchas de mi macuto, negras, se vuelven blancas, de las sales
perdidas con mi sudor. Un musulmán lejano me mira y desaparece, para, al cabo
de un rato, reaparecer ante mí ofreciéndome dos rebanadas de una sandía que
me parece suculenta, y
le agradezco en lo hondo. Unas tres horas he tardado en llegar a Jericó.
Veo policías palestinos, en vehículos españoles. Aquí sí hablan inglés, y
me indican enseguida dónde están el colegio y el convento de los franciscanos.
Tan fatigado como vengo, no le cuesta mucho a un fraile brasileño disuadirme de
mi propósito inicial de subir a Jerusalén por Wadi-el-Kelt. Eso, me dice, es
posible en otra épocas del año. Ahora es, sencillamente, un suicidio. Repuesto
a la sombra conventual, me paseo ante el árbol que dicen de Zaqueo, visito el
palacio de Hisham, me acerco hasta el Monte de las Tentaciones, y convenzo a un
lugareño, para que, cobrándome unos pocos siclos, me acerque a Jerusalén,
retomando la ruta que viene desde Allenby.
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Jibr-al-Qarantal:
el
Monte de la Cuarentena, agobiante y desolado
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Mi conductor me pasa ante el cuartel
general de las que van a ser fuerzas policiales de Arafat. Los reclutas, que
regresan alegres de unas maniobras, visten viejos uniformes de campaña españoles.
Sin duda en agradecimiento, el único jardín de Jericó se llama pomposamente Spanish
Garden. En el camino de Jerusalén, sobre las tiendas beduinas, puedo ver
los asentamientos judíos, instalados estratégicamente, en las alturas y en las
fuentes. Hay, incluso, un asentamiento provocativamente enclavado en la
carretera de Jericó, al lado del que se ha situado, en respuesta, una especie
de blocao en el que ondea la bandera palestina. La espadas están, aquí,
palmariamente en alto. En las cercanías de Ras el Amud, mi conductor descarga a
su pasajero. A un coche árabe no se le permite llegar más allá. Los policías
israelíes me miran como si fuera un marciano y me piden el pasaporte, franqueándome
luego el paso, sin mayor examen de mi mochila. Caminando, pido indicaciones
sobre la Maison d´Abraham: el establecimiento del Secours Catolique francés en
el que tengo propósito de instalarme. No está lejano. Y me esperan. Anuncié
por emilio mi llegada. La acogida es cordial y hasta familiar, que la
mayor parte de las monjas dominicas que lo gestionan son colombianas. Quedo
instalado en un barracón, con una estupenda panorámica de Jerusalén, y me
acerco al comedor, para la cena, que he llegado a punto. En la gestión de este
centro colaboran unos cuantos muchachos que hacen su trabajo voluntariamente,
por la pura satisfacción de servir. Entre ellos, la campechana Florence, de
Toulousse, me pregunta si soy un “père”. Le contesto que sí, sin mentir. Y
surge el malentendido. “Père” sí soy, pero no “prêtre”. “Père”
de dos hermosos hijos. Aclarado el asunto, Florence me llamará, con jovial
sorna, “padre”. A la mesa, un sacerdote peruano, ensotanado y atento, me
dice que al día siguiente tiene reservada hora para celebrar la Misa dentro del
edículo del Santo Sepulcro, y me pregunta si estoy dispuesto a servirle de acólito.
¿Cómo decir no a semejante invitación? Buena suerte tengo, y agradecido le
quedo. Luego, después de la cena, sin haber todavía puesto los pies en la
ciudad vieja, desde la veranda de Ras el Amud, qué hermosa es la vista que
Jerusalén regala.
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Agosto
del 2000
Jornadas:
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