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jueves: Tiberíades.- Mis
pies se resienten de lo de ayer: las plantas son una pura ampolla. Ardía el
asfalto. ¿Qué hacer, sin poder caminar? Vagabundeo dolorido por Tiberíades,
apenas taconeando sobre los extremos de mis sandalias. Me acerco a la orilla del
lago, cercano, en la esperanza de que mis pies se repongan. Me alargo hasta la
mezquita, muy mal conservada, y hasta la tumba del autor de la “Guía de
Perplejos”, Maimónides. Nacido en la Córdoba califal, huyó del delirio de
los fanáticos almohades, para refugiarse en El Cairo, en donde murió en 1204,
siendo luego enterrado aquí. Es el santotomás de los hebreos, al que llaman
RAMBAM: Rabbeinu Moshe ben Maimon distinguiéndole de RAMBAN: Rabbeinu
Moshe ben Nahjman: Nahjmanides.
”Después de Moshe, nadie como Moshe”, dice el epitafio del cordobés.
Recuerdo el monumento que le levantó en Córdoba el alcalde Anguita. ¡Qué
poca gracia le haría al homenajeado, hostil, como buen judío, a las
representaciones antropomórficas! Aunque fundada por Herodes Antipas, los judíos
contemporáneos de Jesús consideraban impura esta ciudad, Tiberíades, por
haberse alzado sobre un cementerio: razón probable de que Jesús no la
visitara, ni aparezca en el Evangelio, a pesar de estar en el centro de muchos
de sus periplos. Declarada luego pura, fue centro espiritual del judaísmo,
después de la caída de Jerusalén. Capital cruzada de Galilea, guardada por la
Condesa de Trípoli, su socorro fue causa de que se distrajera la caballería de
Reinaldo de Chatillon en la batalla de Hattin, lo que resultó ser una de las
causas de la derrota.
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Céntrica
y abandonada, la mezquita de Tiberíades |
Concedida por Solimán a dos judíos españoles, Don José
Nasi y Doña Beatriz Méndez de Luna, precursores, a su modo, del movimiento
sionista, titulares hoy de dos de las más importantes calles de la población,
dio lugar al asentamiento de una colonia judía que, con dificultades y paréntesis,
se ha mantenido hasta hoy, cuando es una ciudad íntegramente judía, con la
excepción de unos pocos cristianos, bien heterogéneos. De la exigua comunidad,
unos, poquísimos, viven en Tiberíades. Los más son trabajadores o visitantes
ocasionales: un cocinero japonés, una francesa, esposa de un judío, cuatro
filipinas, empleadas domésticas, un admirable profesor judío de filosofía,
entrado en años, que recibió el bautismo hace unos meses, y un corto etcétera.
No es éste el único judío converso de Israel: hay en Jerusalén una comunidad
no numerosa pero sí representativa, de judíos que se han bautizado: más de
doscientos cincuenta asisten a la Misa, me dicen; y no sin tensiones, que
–para salvar la consideración social y no hacer peligrar su puesto de
trabajo- no pocos tienen que llevar a escondidas su condición de cristianos.
Igual que, en la España del XVI, algunos judíos conversos judaizaban, aquí
algunos cristianizan. Hay también, me cuentan, hijos de matrimonios
mixtos, muchos de ellos rusos, algunos hispanoamericanos, que vinieron a Israel
por conveniencia personal, que se declararon judíos, pero que son
criptocristianos: circunstancia ésta que ocasiona no pocos problemas, por
ejemplo, cuando fallecen, que no está claro
qué cementerio debe acoger sus restos, si el judío o el cristiano. Tan
serio es el problema que, por lo visto, el Patriarcado Latino le ha planteado al
Estado de Israel la necesidad de obtener terrenos para sus enterramientos. La fe
cristiana, libre y sinceramente aceptada, no significa, en algunos casos, la pérdida
de las costumbres judías. Se cuenta, no sin humor, la cólera verdaderamente bíblica
de un cura asturiano que, celebrando Misa para judíos conversos, se encontró
con una fiel que se negaba a encender las velas del altar, aduciendo que era sábado.
Están también los que, sin haber abandonado el judaísmo, están tan cerca del
rabí Jesús de Nazaret que son casi cristianos: son los judíos mesiánicos, de
los que hay una colectividad activa en Tiberíades, animadora de un espectáculo
multimedia, la “Experiencia Galilea” que, a pretexto de historia, valora muy
mucho la figura de Jesús. Es muy difícil hilar fino en esta tela que es tierra
de nadie, de judíos que van a Misa, sin dejar de ser judíos, de los que son
devotos de Jesús aunque sin llegar a aceptarle como Hijo de Dios, de los que Le
aceptan pero disimulan por conveniencia., de los que, en fin, Le aceptan sin
reparo ni disimulo alguno, arrostrando problemas familiares y sociales.
Aprovecho el descanso para dar y recibir noticias de la familia desde un
cybercafé. Y me recojo pronto, a la sombra de los franciscanos. Tras la cena,
hablo con Fu´ad, un cristiano árabe de Belén, que me da cuenta de las
dificultades que atraviesan los suyos. No disminuyen los cristianos árabes por
su escasa natalidad, sino porque emigran. Y se entiende que lo hagan, por mucho
que sea el dolor de que los lugares santos queden sin su amparo. La Custodia de
Tierra Santa hace lo que puede, pero es duro asumir la condición de ciudadano
de tercera, ni judío ni musulmán, siendo, como lo son muchos de los
cristianos, gente mejor preparada y con más capacidad, a la que, con el exilio,
se le abrirían mil posibilidades. Fu´ad, padre de cinco guapas hijas, ha
vivido largo tiempo en Arabia Saudí, practicando el cristianismo en la
intimidad de la oración, sin otra relación con la Iglesia que la lectura del
Evangelio en el disco duro de su ordenador, con acceso encriptado, para que
nadie pudiera acusarle de tener un texto “herético” en la tierra sagrada de
la Meca. Eso sí, su fe cristiana no merma un ápice su patriotismo palestino.
Mi amigo tiene muy claro que esta tierra está edificada sobre una falsedad: el
lema “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, que dio pie al
asentamiento de los israelíes no se corresponde con la realidad de que en
aquella tierra había y hay un pueblo, el palestino, al que se le ha despojado.
Como cristiano, no es partidario del exterminio de nadie, pero quiere que los
palestinos recuperen el derecho a ser dueños de sus destinos, liberándose de
la servidumbre de ser ciudadanos de inferior condición en el estado que se ha
edificado sobre su propio territorio. Aludiendo a la increencia, extendida entre
tantos judíos, enfatiza: -No hay mayor escarnio que robarle a un pueblo su
tierra, en nombre de la donación que les hizo a ellos un Dios en el que no
creen. Y es que, según una encuesta reciente entre la población israelí,
realizada por la Doctora Mina Tzjemá, sólo el veinte por ciento de la población
del país se considera religiosa, mientras que el cuarenta y siete por ciento se
dice no religiosa, y el treinta y tres por ciento restante está en el confuso
redil de los que son tradicionalistas pero no religiosos.
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Agosto
del 2000
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