14.-
lunes: Jerusalén- Santo Sepulcro –Monte del Templo –En Karem.-
No ha salido del todo el sol cuando bajo la cuesta de Getsemaní, cruzo el
torrente Cedrón y entro en Jerusalén por la puerta de San Esteban, para,
siguiendo la Vía Dolorosa, encaminarme hacia el Santo Sepulcro. Acompaño al
sacerdote peruano al que voy a tener la gracia de ayudar a Misa. A hora tan
tempranera, las calles de la ciudad están todavía vanas y mudas. Aunque
requerimos alguna indicación, no se nos hace difícil seguir el laberíntico
itinerario que lleva a nuestra meta. Es imposible entrar sin emoción en el
recinto del Santo Sepulcro, por más que las edificaciones sucesivas hayan
desfigurado por completo su aspecto, por más que unas y otras confesiones
cristianas, que comparten la propiedad del lugar, parezcan haber hecho
competencia para levantar obras interiores a cuál más fea y disonante. Acaso
esta heterogeneidad se pueda ver como reflejo de la multiplicidad de los
cristianos, acaso la oscuridad se pueda ver como característica del estado en
que se encuentra la iglesia militante. Para el poco avisado, resulta bobamente
escandalosa la competencia pueril entre unas y otras confesiones cristianas.
Pero, según me dicen, para mantener la propiedad compartida, son estrictamente
necesarios los gestos que la reafirman. Y de ahí los barridos que cada confesión
hace después de pasar los ministros de la otra, de ahí la división en unas y
otras zonas de las naves, sin poder pisar los fieles de unos los terrenos que
son exclusivos de otros. Se diría que son –somos- niños maleducados, riñendo
neciamente por demostrar quién quiere más a Papá. Terminada la ceremonia que
estaban celebrando los ortodoxos cuando nosotros llegamos, revestido mi amigo en
la sacristía, nos introducimos en el edículo del Santo Sepulcro, casi a gatas,
que la entrada es angosta. Ni él ni yo estamos delgados, y no cabe nadie más.
La emoción es intensa. Celebrada la Misa y dadas gracias, festejamos el evento
desayunando en un figón musulmán, que ha levantado el cierre no hace mucho, en
el que se ofrecen productos más dulzones que lo que preferiría nuestro paladar
y aconsejaría nuestra dieta, servidos con menos pulcritud que la que demandaría
el sentido de la higiene. Pero a buen hambre, no hay pan duro, ni dulce. Y, como
dice el ripio de Campoamor, si quieres ser feliz, como me dices, no analices. Es
de ver la sotana y la teja, en medio de tanto musulmán con kefiah: unos
desayunando té, otros fumando su primer narguileh. Nada desentona en el
mosaico de Jerusalén. Mi acompañante no conoce la ciudad a fondo, pero sí más
que yo, de modo que, para esta primera aproximación, cuento con guía.
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El
sepulcro vacío |
Atravesando
el barrio judío, pasadas las ruinas de la Iglesia cruzada de Santa María de
los Alemanes, llegamos al Muro de las Lamentaciones, que, posiblemente con más
propiedad y menos galicismo, los hispanoamericanos llaman de los Lamentos.
Llegamos en el momento oportuno para asistir a la celebración de varias
ceremonias de Bar-Mitzvá: unas de muchachos askenazim, otras de sefaradim.
¿Fue el Bar Mitzvá del Niño Jesús aquella ocasión que cuenta San
Lucas, cuando leyó la Ley en el Templo, ante los doctores? La fiesta celebra
que el jovencito se convierte en “hijo de los mandamientos”, y tiene algo de
paso a la edad adulta, de reconocimiento del uso de razón, de alguna manera,
como nuestras primeras comuniones. La celebración es la misma en uno y otro
rito, pero el de los sefaradim se siente más nuestro, con tambores, címbalos
y bailes, con melodías que se perciben, aunque lejanamente, familiares.
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El
Muro de los Lamentos, el Monte del Templo y, al fondo, el alminar que se
levanta donde estuvo la Torre Antonia. |
Subimos, a continuación, al Haram
Esh-Sharif, por la rampa que lleva a la
puerta de los mogrebíes. Superado el control exhaustivo que se hace antes del
acceso, a mitad de la rampa, vemos que en la puerta hay cierto revuelo. Unos
musulmanes, un grupo de más edad y otro de menos, la emprenden entre sí a
pedradas, la piedra más pequeña, como una sandía. No es cosa de seguir
avanzando en dirección a la pedrea, incomprensible, por otra parte. El policía
israelí más cercano a la puerta huye a escape. Finalmente el grupo de los de más
edad se retira, para internarse en la mezquita de Al Aqsa. Y ya sin moros en la
costa, entramos en paz. Mientras mi amigo, incumpliendo la prohibición de rezar
que se impone a los no musulmanes, se entrega a la lectura del breviario, yo
paso a visitar El Aqsa, cuyo mayor interés es, para mí, que se ubica en donde
estuvo la casa maestra de la orden del Temple. Las naves, amplísimas, son
completamente nuevas, como también lo son las columnas, de mármol de Carrara,
regaladas por la generosidad de Benito Mussolinni. Como no voy a ser menos
incumplidor que mi amigo peruano, aprovecho para rezar un padrenuestro al Dios
Único, Trinidad de personas. Visito luego el Domo de la Roca, erróneamente
llamado mezquita de Omar. No se si las alfombras de El Aqsa son nuevas, o si las
limpian con mayor pulcritud, pero allí no huele mal, mientras que el Domo de la
Roca, hermoso, por otra parte, despide un tufillo a ácido láctico penetrante e
inolvidable, poderosamente evocador del Cabrales de mi Asturias familiar: no
queda nada de la fragancia de rosas con que es fama que Saladino roció el
edificio cuando arrebató Jerusalén. Esta que está bajo la cúpula del Domo,
¿fue la piedra del sacrificio de Abraham? No lo parece. Sí es, probablemente,
la cueva que estaba en la era que David compró al jebuseo Araunas. Y no es
poco. ¿Estaba el Santo de los Santos del Templo ubicado sobre esta roca? Nadie
lo sabe. Según las conjeturas, el espacio de Haram Esh-Sharif coincidiría,
aproximadamente, con el atrio de los gentiles, mientras que el recinto al que sólo
tenían acceso los israelitas estaría en el centro de aquel espacio, orientado
hacia el Templo propiamente dicho, donde estaban el Santo y el Santo de lo
Santos, y éste daría, más o menos, hacia lo que hoy es el Muro de los
Lamentos. Así pues, si no estaba aquí el Sanctasanctorum, cerca le andaría.
Tan incierto es el asunto, que muchos judíos creen que no deben pisar la
explanada del Templo, para evitar hollar el lugar sagrado. Saliendo de la ciudad
vieja, con la ayuda de un amistoso palestino, tomamos una furgoneta colectiva árabe
que nos conduce a En-Karem: el pueblo en el que, según la tradición, apoyada
en algunos apócrifos, estaba el domicilio de Zacarías e Isabel, donde habría
nacido San Juan Bautista, donde la Virgen se entrevistó con su prima y tuvo
lugar ese elevadísimo diálogo de comadres que recoge San Lucas en la Visitación
y el Magníficat. En el lugar en que se conmemora el nacimiento del Bautista nos
reciben dos franciscanos: uno, argentino, otro, de Orense. En el templo se les
quiere colar un perro, y no es oportuno que un seguidor de San Francisco la
emprenda a palos con un hermano animal, por lo que el paciente fraile gallego se
limita a asustarle golpeando el suelo con una vara, y consigue su propósito.
Tras considerar lo que allí se conmemora, y comprar unos tomates y unas
ciruelas que nos servirán de comida, remontamos la cuesta que sube al otro
templo, en el que se celebra propiamente la Visita. Compartimos la cuesta con
unos peregrinos de Burkina-Fasso, que se ven gratamente satisfechos cuando
descubren que balbucimos algo de francés y que conocemos algo de su país: el
nombre de su capital, por ejemplo. Lo que ellos saben de España no es mucho, ni
atinado: suponen, por ejemplo, que los pastores de Fátima eran españoles. Les
acompaña un sacerdote de su nacionalidad, joven y servicial, que se retrasa en
la cuesta, para acompañar a los de edad más avanzada. Muchas de las peregrinas
visten ropas estampadas con motivos alusivos a su calidad de cristianas. Y
todos, con mayor o menor energía, que hace falta fuelle, acompañan la empinada
subida con cánticos, que –sin comprenderlos- nos parecen medidos y
cadenciosos. Tras la visita, a la puerta del templo nos atiende solícito un
fraile texano, que dice sentirse más mexicano que norteamericano, y que nos da
unas buenas indicaciones sobre cómo regresar a Jerusalén, que se complementan
con otras que nos hace luego un vendedor de helados, que resulta ser sefardí,
procedente de Grecia, y que habla ese hermoso ladino, judeo–español, que
tiene tanto de castellano fósil. Es llamativo, pienso en el viaje de retorno,
que estos judíos, muchos procedentes de Castilla, pero también otros de Cataluña,
hayan conservado como lengua familiar el castellano, pero ninguno el catalán. |
Agosto
del 2000
Jornadas:
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