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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO CUATRO

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.. de leche y miel

Estas páginas son recuerdo de una peregrinación a Tierra Santa, en agosto del 2.000. Una más, entre las de tantos miles de peregrinos, que han peregrinado durante tantos siglos.

Las notas tomadas a lo largo de los días se completaron luego, al regreso, con la memoria fresca y el corazón caliente.


El recuerdo de Jerusalén permanece indeleble en mi espíritu. Es grande el misterio de esta ciudad, en la que, por decirlo de alguna forma, la plenitud del tiempo, se ha hecho plenitud del espacio.

Juan Pablo II. Audiencia General del 29 de marzo del 2.000.


Algunos deciden peregrinar, que no es exactamente lo mismo que viajar a secas, aunque ambas cosas se hagan en tren, avión o autocar, a pie o en bicicleta. Para viajar no se requiere una disposición especial. En cambio, el peregrinar tiene como principio una actitud de fe, y como meta un lugar sagrado. De ahí que peregrinar, en sentido propio, es ir al encuentro de lo transcedente.

Florentino Díez. Del prólogo de su "Guía de Tierra Santa".


Los yacimientos arqueológicos son creación de la Historia y sólo pueden apreciarse debidamente frente a la longe durée del desarrollo de la humanidad.

Barry Cunliffe, en el prólogo a la "Guía Arqueológica de Tierra Santa", de la Universidad de Oxford, de la que es autor Jerome Murphy O´Connor.


Motivaciones de una peregrinación a Tierra Santa:

  • Sentido de la peregrinación.
  • Riqueza del marco geográfico en la vida de Jesús.
  • La Palabra en la vida cristiana.
  • Experiencia de ecumenismo.
  • Urgencia de evangelización.
  • Peregrinación penitencial.

De la introducción a la "Peregrinación a Tierra Santa", de Carlos Sáez, Teodoro López y Ángel Martín.


Irrespective of whether they have ever visited the place or not, it seems everyone has they own perception of just what Israel and the Palestinian Territories are about: it´s a travel agency package of beaches and sun; it´s the Promised Land of the Jews, the "Land of Milk and Honey"; it´s a schismatic time bomb at the heart of the Middle East; it´s the birthplace of Christ and a biblical treasure trove. To some extent, it is all of these things, but it´s much more besides.

Lonely Planet. Paul Hellander, Andrew Humphreys, Neil Tilbury.


Al volver de Tierra Santa, venía con el corazón henchido de recuerdos, vivencias y emociones de los días pasados en el país de Jesús, y con deseos de comunicar mi gozo y alegría a los demás.

Juan María Lumbreras. En el país de Jesús.


Le pèlerin qui part en Terre Sainte sait qu´il ne fait pas un voyage touristique mais qu´il accomplit une démarche chrétienne. Son sohuait est d´abord de mieux retrouver le visage humain de Jésus en visitant les lieux mêmes de son existence terrestre.

Realités d´aujourd´ hui. Responsables: Paul Abéla et Pierre Toulait.


Tanto si las consideramos como la más grandiosa y más romántica de las aventuras cristianas, o como la última de las invasiones de los bárbaros, las Cruzadas constituyen un hecho central de la historia.

Steven Runciman. Historia de las Cruzadas.


El país que conoció Jesús ya no existe. Sin embargo, los santos lugares siguen conservando unos recuerdos vivos que es preciso comprender. ¿Cómo?  Captando el sentido de esta tierra, cuya geografía y cuya historia están abiertas.

Antonio Salas. Guía del País de Jesús.


Gracias a todos. Gracias al padre Teodoro, que guió mis primeros pasos desde Madrid, gracias a Don Vicente Serrano, que me animó, desde su experiencia; a Sigfredo, por su insistencia generosa; a quienes me acogieron con tanto cariño: las hermanas de Nazaret, Carlos y Nadia, los franciscanos, las dominicas de Ras el Amud, sus colaboradores;  gracias a tantos desconocidos, cristianos, judíos y musulmanes que me dieron su apoyo; gracias a quienes me acompañaron: Agostino, mosén Ramón, el padre Eduardo, la hermana Alix, Jean-Pascal, Claudine, el silencioso Didier, Virginia.

Y, sobre todo, gracias a Dios.

José-Ramón


 

5, sábado: Madrid- Tel Aviv– San Juan de Acre.- Desde la furgoneta colectiva que me ha traído del aeropuerto Ben Gurion he podido ver, a lo lejos, las ruinas de Cesárea Marítima, donde tuvo Pilatos su capital, y el Chateau Pelèrin, en Atlit, que fue una de las últimas posiciones de los cruzados. Tanto el terreno como las plantas que hasta ahora he visto recuerdan el levante español: olivos, naranjos, clamorosas buganvillas. El Mediterráneo sigue siendo el mismo, a uno y otro extremo, por más que el sol se ponga aquí sobre las olas. Ahora estoy llegando a la ciudad que los musulmanes llaman Akka, los judíos Akko, y es para mí San Juan de Acre: la vieja Ptolemaida. El conductor me deja a considerable distancia de la ciudad vieja. Me tocará caminar unos kilómetros hasta el lugar que fue puerto de desembarco de San Pablo, a su regreso a Jerusalén, sede natal de la Orden Teutónica, última plaza del Reino Latino. Ya en la calle que bordea el mar, oigo a una pareja de ancianos hablar en la misma lengua que hubiera escuchado en la ciudad mil años atrás: en francés. Les pregunto por el convento de San Francisco y me dan una indicación cordial y precisa. Siguiéndola, me llego hasta la iglesia, en la que está terminando la Misa un fraile doblemente menor, por franciscano y por corta talla. Llego sólo al “amín”: amén en árabe. Entro en la sacristía y me presento: español que peregrina en solitario, unas veces a pie y otras sobre ruedas. El fraile ha venido a celebrar desde Caná, su domicilio, para sustituir a quien ejerce de párroco, Fray Quirico, que está pasando unos días en Italia. Están presentes dos seminaristas, del Camino Neocatecumenal, de los muchos que este verano prestan servicio de apoyo a la Custodia de Tierra Santa. Son Jorge, nicaragüense, de Masaya, que sigue los estudios eclesiásticos en Japón, y Giusseppe, italiano, de Cattolica, que los sigue en Austria. Jorge y Giusseppe me reciben con la mayor amabilidad que cabe imaginar, como si estuvieran esperándome desde siempre. Me invitan a cenar con ellos y a pernoctar en el convento: invitaciones que acepto ufano. En la larga sobremesa hablamos de todo: de la brevedad de la parroquia, de la necesidad de evangelizar, de la presencia de un kibbutz cristiano, Nes Amim, en las cercanías, y del espíritu que debe animar la peregrinación, acerca del cual se extiende Jorge en consideraciones muy atinadas. Buen cura va a ser éste que, siendo seminarista, tiene tal don de consejo. La noche es toledana. No hay quien pegue ojo: el mullido colchón de lana despide un calor insoportable. Decido intentar dormir sobre el embaldosado y, cuando ya lo he conseguido, me despiertan los cantos del muecín, cuyo alminar se encuentra infelizmente muy cercano.

 

6, domingo, fiesta de la Transfiguración del Señor: San Juan de Acre- Haifa- Carmelo.- Diana tempranera, oración en la capilla del convento de San Francisco, acompañada en la lejanía, otra vez, por los jipidos del muecín, descaradamente evocadores del cante flamenco, desayuno, y visita de la ciudad cruzada, en compañía de Giusseppe. Se conserva, casi en su totalidad, la ciudad interior de los cruzados. Para levantar la Akka musulmana, se soterraron las viejas construcciones, edificando encima, de modo que los arqueólogos no han tenido otro trabajo que apuntalar los edificios superiores y extraer los escombros que escondían los inferiores, dando así a la luz salas, dependencias, corredores, galerías y túneles. Sorprende encontrar, todavía, la piedra sepulcral de un caballero del Hospital, fascina hallar, labrada en los capiteles de los que parten los arcos, la flor de lis, que acaso inspiró a San Luis, por más que no sea ésta una de las filigranas favoritas de mi jardín heráldico. Aquí hubo consulado de la ciudad de Barcelona. Quizá por aquí paseó la arrogancia del caballero verde: un español desconocido y encapuchado que osó retar a Saladino. Aquí se defendieron tenazmente los últimos cruzados. Y aquí murieron matando, cuando, incumpliendo lo pactado, los mamelucos osaron afrentar la virtud de las damas francas. Aquí también se cubrió de oprobio el templario napolitano Roger de Flor, cuando, capitán del “Halcón del Temple”, cobró en oro el amparo de los adinerados que pudieron pagárselo, dejando a los pobres desdichados en el muelle, para luego colgar el hábito templario y servir de capitán almogávar a la Corona de Aragón. Visito la iglesia ortodoxa local, me despido, agradecido, de mis amigos y tomo un autobús que me deja en Haifa, al pie del mar. Inicio desde allí el ascenso al monte Carmelo, en una subida que, resultando incómoda por empinada, lo es mucho más por el húmedo calor y la dificultad de encontrar la senda. Se diría que la subida al Carmelo es como un antipático juego de la oca, en el que la menor equivocación conduce de nuevo al pie del monte, desde donde hay que volver e empezar. ¿Sabría esto San Juan de la Cruz? Sorteando unos y otros obstáculos, de los que los jardines Bahaí no es el menor, consigo encaminarme hacia la cumbre, gracias a la ayuda que me presta Pavel, un simpático croata. –Are you catholic? -Me too, son las palabras clave. Una pintarrajeada neoyorquina, entrada en kilos y en años, con cierta facha de drag queen, me da también ánimos, y me brinda amablemente su coche, que rechazo. En la cima, Stella Maris, la basílica que encierra la imagen de la más popular advocación de la Virgen María: el Carmen, situada sobre la cueva en la que la tradición sitúa la estancia del profeta Elías. Flanqueando la imagen de María, referencias plásticas a algunos santos del Carmelo, mis queridos paisanos Teresa y Juan de la Cruz, mi no menos querida y admirada Teresa Benedicta de la Cruz Edith Stein. El Carmelo tiene para mí un significado especial. Carm- es, por lo visto, en las lenguas semitas, jardín: de ahí los cármenes granadinos. Y –El hace referencia a Dios. Jardín de Dios, pues, y qué mejor jardín que su hija, esposa y madre, María. A la salida del templo, me inclino sobre el mirador de la bahía, desde el que se ve, a sus pies, varado, el casco del viejo “Éxodo”, tan célebre por el cine, y se llega a divisar San Juan de Acre, en lontananza. No habiendo posada para mí en el hospicio del Carmelo, encuentro acomodo en el de las Sisters of Nazareth, en donde coincido con un simpático y culto luterano alemán, profesor que ha sido de la facultad de Exactas de la Complutense, que está interesado en trabajar para el Tecnión de Haifa. Nuestra conversación deriva hacia la Teología y se hunde en las profundidades de la noche, en la tranquilidad del acogedor jardín monacal, más allá de lo que la prudencia aconseja a quienes al día siguiente quieren madrugar.

 

7, lunes: Haifa- Nazaret.- Tras un copioso desayuno y con los parabienes de las monjas, cumplidas y cariñosas, me pongo en marcha por el puerto de Haifa hacia la estación local de autobuses. Queda atrás la vista de los jardines Bahaí: una comunidad religiosa de origen iraní y raíz islámica, que busca unificar todos los cultos, como si la verdad fuera producto de la síntesis. Jardineros buenos sí que son, que se ven hermosos los parterres floridos que trepan por las laderas del monte. Conozco a los Bahaí desde hace muchos años: cuando –adolescente aún- distribuía propaganda política en el Rastro madrileño, y tenía por vecino a un persa bastante pesado, que alternaba la venta de frascos de pachulí con la divulgación de folletos de la secta. Ya en la estación, localizo, con alguna dificultad, el autobús que me llevará a Nazaret. Son muchos los habitantes de Haifa de origen ruso: tanto que los carteles de la estación de autobuses están en hebreo, árabe y ruso, no en inglés, y son muy pocos los que se atreven a chapurrear esta última lengua. Hasta para comprar una botella de agua fresca tengo que recurrir al poquísimo alemán que sé, que los rusos suelen entenderlo. En la espera, trabo conversación con quien menos podía pensar: con un muchacho árabe de raza, greco-católico, que se prepara para el sacerdocio en un seminario italiano. Es un tipo educado, con clase. Hablamos de la diferencias teológicas que separaban a latinos y griegos, del famoso filioque, y comprendo de una vez para todas lo que es una cuestión bizantina: tanto es el interés y tanta la pasión que mi amigo pone en argumentar sobre la procedencia de la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Me habla también de sus proyectos: tal y como le permite su rito, él quisiera contraer matrimonio antes de ordenarse, y hasta tiene echado el ojo a una muchacha de su pueblo, pero no se atreve a proponerle relaciones por la carga que le supondría a ella. La vocación de la mujer de un sacerdote es, me dice, tan dura como la del sacerdote: debe vestir con especial modestia, no puede frecuentar lugares públicos, etc. Yo le canto las excelencias del celibato sacerdotal, la conveniencia de que el sacerdote esté siempre disponible, sin las ataduras que supone una familia. Y él las comprende, me dice, pero quiere seguir la tradición de su rito, aunque ello le excluya de la posibilidad de ser algún día obispo, que estos se ordenan sólo entre los célibes. Me habla también del corto sueldo de los sacerdotes, y de la dureza de sacar adelante una familia con pocos posibles: circunstancia, me confiesa, que le llevará a proseguir los estudios de sociología que inició antes de seguir los eclesiásticos. Mayor merma será, le comento, que tenga que compartir su ministerio de sacerdote con el oficio de sociólogo. Me confiesa la aversión que siente  hacia las chicas italianas. Él no se casará con una musulmana, claro, sino con una cristiana árabe, y es que las árabes, mantiene él con ardor, sean de una u otra religión, visten con dignidad y se respetan a sí mismas. Chocante manera de ver las cosas. Nos despedimos a la llegada de nuestros propios autobuses, y parto yo para Nazaret. Dejo atrás, al norte, Séforis, en donde, según la tradición, tuvo lugar el feliz encuentro amoroso de San Joaquín con Santa Ana, de cuyo fruto nacería la Virgen María. Fue en Séforis también, donde el Rey de Jerusalén, Guido de Lusiñán, reunió a sus tropas, cortas de agua y sobradas de impedimenta, para  hacer frente a las huestes de Saladino. Ya en Nazaret me dirijo a la Basílica de la Anunciación, entre una barahúnda de vehículos embotellados y mercachifles ruidosos. Conmueve estar ante los pedruscos que fueron casa de Jesús, María y José. En Tierra Santa, unas iglesias están edificadas sobre los lugares en que realmente sucedieron los hechos, mientras que otras simplemente los conmemoran. El caso de Nazaret es de los primeros. Está documentado que en el antiguo poblado nazaretano se instaló, ya a comienzos del siglo II, una iglesia-sinagoga de la primitiva comunidad judeo-cristiana, y en inscripciones de esa época pueden encontrarse alabanzas a la Virgen en armenio –Bella Señora- y en griego –Ave María, “caire Maria”. Me quedo un buen rato, en el silencio que dispensa la ausencia de peregrinos durante el mediodía. Unos metros más allá, reza, muy recogida, una piadosa y agraciada japonesa, como figura de porcelana. Es lugar de meditar, que fue aquí donde el Verbo se hizo carne. Y menguada tiene la sensibilidad quien aquí no se conmueva. Oigo Misa a la tarde, con unos peregrinos españoles, deplorablemente ruidosos y cortos, a lo que se ve, de receptividad ante la magnitud de lo que tienen oportunidad de presenciar. En las cercanías de la Basílica está el solar sobre el que los musulmanes han extendido sus alfombras y ubicado sus altavoces, reclamando la construcción de una mezquita. Se trata, por lo visto, de un problema de especulación inmobiliaria teñido de religión: el alcalde, cristiano, temeroso de perder votos en tiempo de elecciones, no se atrevió a echarles de ese terreno, de propiedad municipal, en el que estaba proyectado un parque, y ha dado así lugar a una situación ingrata y difícil. Aunque las pancartas que rodean el espacio reclamado pregonan, en árabe y en inglés, la buena vecindad y el amor entre los fieles de las dos religiones, la actitud de los islamitas es claramente provocadora e insolente, amenazadora hasta el punto de que, en la procesión de la Navidad pasada, arrojaron piedras contra los cristianos e hirieron a un par de peregrinos, lo que, emulando a los custodios, se soportó con humildad franciscana. Me aposento en el convento de las Hermanas de Nazaret, cómodo y barato. Visito la iglesia que se asienta sobre el solar de la que fue sinagoga de Nazaret, que Jesús frecuentaría, y sobre su tejado; charlo allí con un suizo entrado en años, que ha hecho el mismo camino que yo me propongo: la subida del Tabor. Departo también con un par de florentinas, que viajan corajudamente solas, manteniendo una elegancia que se me antoja botticelliana, en medio de la fatiga, el calor agobiante, la penuria de medios. Trabo luego amistad con un muchacho romano, panadero de oficio, que se está pagando la peregrinación como buenamente puede: trabajando en un sitio y otro, para conseguir unos siclos que le permitan comer y viajar hasta su próximo destino. Mi amigo, me confiesa, tiene un pasado turbio: estuvo enganchado a la droga, trapicheó con heroína, y ha salido del agujero por la pura gracia de un Dios que ama a todos sus hijos, incluso a los que son, me dice, como él. Admirable muchacho, con el que comparto la velada, y un bocadillo de sardinas marroquíes, embutidas en el sabroso pan árabe de pita. 

8, martes: Nazaret- Tabor- Tiberíades.- Muy de mañana salgo hacia el Tabor. Curioso monte éste, en el que la bajada, con el sol, resultará mucho más fatigosa que fue la subida, con la fresca. No es ninguna escalada: sólo el esfuerzo final de remontar doce empinadas revueltas, sobre firme de un asfalto que se recalienta según va avanzando el día. Alcanzada la cumbre, tomo el camino de la izquierda, que resulta ser el que conduce a la iglesia ortodoxa griega, cuya entrada preside un gran cartelón rosado en el que se alcanza a leer: ELLHNORJODOXON PATRIARCJION IEROSOLUMON ISRA METAMORFWSEWS TOU SOTEROS, lo que, en el poco griego que recuerdo del bachillerato, debe querer decir algo así como Iglesia Griega Ortodoxa del Patriarcado de Jerusalén de la Metamorfosis del Salvador, o sea, la Transfiguración, vamos. Intento entrar, pero, como lo están casi siempre las iglesias ortodoxas, la encuentro cerrada. Salto una valla, para acercarme a la iglesia católica sin dar gran rodeo, y ello me da oportunidad de pasar por mitad de las ruinas de la fortificación cruzada, donde los benedictinos, que no son orden guerrera, se defendieron valientemente –lanzas, flechas y aceite hirviendo- de los ataques sarracenos. Llegado a la Iglesia Latina, me encuentro con una nutrido grupo de peregrinos del Ecuador, y comparto con ellos la Misa, entre cánticos guitarreros, muchos de ellos candorosamente familiares. En el Evangelio no dice que fuera aquí, pero es añeja la tradición que sitúa en este monte la transfiguración de Jesús, que se mostró en su Divinidad ante sus escogidos. Luego de despedirme de mis efusivos ecuatorianos, un franciscano polaco me señala Naim, donde el Señor resucitó al hijo de la viuda, y me muestra un arbusto de mostaza, ciertamente elevado: enorme respecto de la pequeñez de sus granos, microscópicos. Un muchacho segoviano, que presta servicio a la Custodia, me invita, afable, a un café. Comparamos la Mujer Muerta con el Tabor, y concluimos que gana aquélla en dificultad, pero éste, en majestad. Hace unos días se celebró aquí la romería de la Transfiguración, con asistencia de miles de peregrinos, la inmensa mayoría, cristianos árabes. Son los palestinos amigos de romerías campestres, y suenan en ellas las gaitas, heredadas de los británicos: gaitas escocesas, claro, no gallegas, que esto no es San Andrés de Teixido. Grato lugar: si no es el Tabor el monte en el que el Señor se transfiguró, merecería serlo. Desciendo, y llegado ya a la falda del monte, en el pueblo musulmán de Al Daburiyya, me para un vehículo bastante desvencijado, que conduce un muchacho judío, al que acompaña un napolitano residente en Minessotta. Me ofrecen acercarme hasta Tiberíades, y acepto de grado. Medio en italiano medio en inglés, hacemos comentarios sobre la situación de Israel: tanto al italiano como a mí nos llama la atención la omnipresencia militar. Es ésta una sociedad espartana, verdaderamente militarizada. Tres años de servicio militar para muchachos y muchachas, mas un mes cada año, ellos hasta cumplir los cuarenta y cinco, ellas hasta cumplir los treinta y tres. Y la sorprendente obligación de llevar el arma encima, con un par de cargadores repletos, mientras se encuentren en situación militar, aunque estén de permiso o vayan de paisano. Es chocante, pero ordinario, ver a muchachos y muchachas permanentemente armados, es llamativo ver a piadosos soldados, tocados con la kipá, que llevan el arma en las inmediaciones de la sinagoga, o a minifalderas con zapatos de tacón, que salen de la discoteca local con el fusil de asalto en bandolera. Llevan el uniforme con cierto desaliño, ellos, a veces, con el pelo descaradamente largo, ellas con detalles de coquetería, sin asomo de rigorismo prusiano, pero con ademán jactanciosamente guerrero. Se ven instalaciones militares por doquier, camiones, monumentos, recuerdos inconmovibles de las repetidas contiendas. Y, aunque no se compartan sus razones o sinrazones, es difícil no experimentar cierta admiración hacia esta sociedad marcial, no sentir alguna simpatía hacia la arrogancia de estos-estas soldados, que se saben milicia de vencedores. Menos admirable resulta la, a veces, tácita, pero siempre presente referencia a la protección que le dispensa a Israel el hermano mayor americano: referencia que, a veces, se explicita en la fanfarronería que queda patente en mensajes como el que luce la camiseta que llevan no pocos muchachos judíos: Do´nt worry, America. Israel is behind you: no te preocupes América, tienes a Israel detrás. Ya en Tiberíades, bajo un sol abrasador, en la ribera del lago de Genesaret, no acabo de encontrar el hospicio de los franciscanos, y me dirijo a preguntar en la residencia de la Iglesia de Escocia. Los hermanos separados no resultan ser nada simpáticos, y apenas me dan indicación, pese a que lo de los franciscanos está a apenas cien metros. Gracias a la amabilidad de un judío, encuentro lo que busco. A la entrada me cruzo con la japonesa de porcelana que encontré en Nazaret. Intercambiamos una sonrisa. Quien me atiende en el convento es un catalán, de Blanes, amable e ilustrado, doctor en Semíticas, casado con una también muy agradable joven árabe. Las veladas con ellos serán muy ilustrativas y amenas. Aunque con origen remoto en la visita que, en plena Cruzada, en 1219, hiciera San Francisco a Tierra Santa, la presencia de los franciscanos trae causa del acuerdo que Roberto de Nápoles y Sancha de Mallorca alcanzaran con el Sultán de Egipto, en 1333, desde cuando se instalaron en el Cenáculo y en el Santo Sepulcro, no sin padecer interrupciones, sufrir latrocinios y encontrar martirio. Conocidas las vicisitudes de su presencia en los santos lugares, no hay palabras para agradecer su labor a los franciscanos. Aquel acuerdo de los Reyes de Nápoles, con la asunción de las cargas económicas correspondientes, dio lugar al derecho de patronato, que hizo suyo la corona de Aragón, y luego la de España: patronato que se concretó en el sostenimiento de los santos lugares, a lo largo de muchos siglos, en el que está la razón del título de reyes de Jerusalén que tuvieron por suyo los de España.

 

9, miércoles: Tiberíades- Magdala- Heptagegon- Cafarnaum.- Salgo caminando, temprano, hacia el norte, por la ribera del mar de Genesaret. Hace un calor enorme, rabioso, tan intenso como húmedo. Aunque el trayecto que quiero hacer no es largo, ni apenas desnivelado, resulta muy fatigoso andar bajo este sol. Rebaso Magdala, la vieja Tarichea: lugar de salazón del pescado, en donde la tradición sitúa el hogar de María Magdalena, y entro en el kibutz Ginnossar, en donde se conserva una barca pesquera del siglo I, que se encontró hace unos años medio enterrada en el suelo del lago, en sus inmediaciones. Nadie dice que fuera la de Pedro, pero bien podría ser y, en cualquier caso, sería la suya igual o parecida a ésta. Exhiben una maqueta, enseñan los trabajos que han hecho para rescatarla indemne y la muestran, sostenida por unas sujeciones metálicas, en un espacio protegido, con temperatura y humedad controladas, en donde sigue, todavía, un largo y delicado proceso de secado. Buen trabajo han hecho los miembros de este kibutz, que se ve, por cierto, limpio, laborioso, ordenadísimo. En los kibutzim, hoy en día, trabajan sólo el tres por ciento de los israelíes, pero de ellos sale el doce por ciento del producto nacional bruto. Sus miembros son considerados como una especie de aristocracia civil, animados, todavía, por el espíritu pionero y entusiasta, están sobrerrepresentados en las instituciones del Estado. Entre sus miembros, me dicen, están los judíos más abiertos y comprensivos, los más favorables a un entendimiento pacífico con los palestinos, los más hostiles a la estrechez de los haredim y a la política de asentamientos. Paso al lado de la estación –más vigilada que un cuartel-  que extrae las aguas de Tiberíades para irrigar la llanura del Sharon y el desierto del Neguev. Esta extracción continua de aguas ha disminuido el caudal del Jordán, hasta el punto de que el nivel del Mar Muerto viene disminuyendo constantemente: tanto que hoy –se ve en las fotos tomadas desde los satélites- se ha dividido en dos, y ha nacido en su zona sur un espacio por el que se podría pasar a pie hasta Jordania. Siendo el agua evaporada del Mar Muerto el origen de las pocas lluvias de la región, si esto no se remedia, acaso estemos en los prolegómenos de una catástrofe ecológica de consecuencias enormes. Otra larga caminata y llego a Tabgha, la antigua Heptagegon -Sietefuentes, le dirían en Castilla- en donde se encuentra la iglesia que custodia el lugar en donde, según la tradición, se multiplicaron los panes y los peces. Allí está el tan conocido mosaico bizantino de los cinco panes y los dos peces, perteneciente al templo que visitó mi conciudadana, la gallega Egeria, en el siglo IV. Se experimenta emoción honda, si bien hacen lo posible por apagarla los grupos de turistas que se suceden, con un aire no mucho más respetuoso que el que guardarían si visitaran Disneylandia. A no muchos metros, Mensa Crhisti, donde se conmemora la primacía de Pedro, al pie de su presunto embarcadero, y una escalera en la que Jesús, dicen, habría puesto el pie. A la orilla del lago, una señora mexicana se mete hasta las rodillas y, santiguándose con el agua, me dice: -pues si esta agua no es bendita, ¿cuál va a serlo? Razón no le falta. Campo a través subo hasta la Basílica del Monte de las Bienaventuranzas, que no está en el monte en que Jesús las pronunció, sino un poco más arriba, en un lugar elegido con criterios puramente estéticos. Bello lugar sí es. Postrado ante el sagrario, se encuentra un numeroso grupo de soldados polacos, adscritos a las fuerzas de la ONU que hacen tarea de interposición en la frontera libanesa. A la salida, una vez más, me encuentro a la piadosa japonesa de siempre. Una monja de Milán, viejita y parlanchina, me indica una senda por la que puedo bajar hasta Cafarnaum, ahorrando camino, a través de unas plataneras, y hasta allí me llego. Me recibe un seminarista hondureño, que bromea sobre si es o no verdad que Pedro negara tres veces al Señor en venganza por haber curado a su suegra, y me enseña las excavaciones, con detenimiento y ciencia. Igual que en Nazaret, hay certeza arqueológica de que esta fue la casa de Pedro. Aquí los primerísimos judeocristianos, los minim, levantaron muy tempranamente una iglesia-sinagoga, sobre cuyos restos se alzó un templo octogonal bizantino. A pocos metros, está la sinagoga alzada sobre el solar de aquélla en la que Jesús predicó. Me saludan un par de canónigos de San Agustín, suizos, que viajan en bicicleta, con los que me he venido cruzando en el camino. Me recibe el superior de los franciscanos de allá, Fray Pedro, montañés, quien me da cuenta de las tribulaciones de la peregrinación que, estrictamente a pie, hizo un sacerdote madrileño, el padre Enrique, y encajo con un grupo de simpáticos catalanes que, en su furgoneta alquilada, me devuelven contento, aunque agotado y maltrecho, al hospicio de Tiberíades.

 

10, jueves: Tiberíades.- Mis pies se resienten de lo de ayer: las plantas son una pura ampolla. Ardía el asfalto. ¿Qué hacer, sin poder caminar? Vagabundeo dolorido por Tiberíades, apenas taconeando sobre los extremos de mis sandalias. Me acerco a la orilla del lago, cercano, en la esperanza de que mis pies se repongan. Me alargo hasta la mezquita, muy mal conservada, y hasta la tumba del autor de la “Guía de Perplejos”, Maimónides. Nacido en la Córdoba califal, huyó del delirio de los fanáticos almohades, para refugiarse en El Cairo, en donde murió en 1204, siendo luego enterrado aquí. Es el santotomás de los hebreos, al que llaman RAMBAM: Rabbeinu Moshe ben Maimon distinguiéndole de RAMBAN: Rabbeinu Moshe ben Nahjman: Nahjmanides. ”Después de Moshe, nadie como Moshe”, dice el epitafio del cordobés. Recuerdo el monumento que le levantó en Córdoba el alcalde Anguita. ¡Qué poca gracia le haría al homenajeado, hostil, como buen judío, a las representaciones antropomórficas! Aunque fundada por Herodes Antipas, los judíos contemporáneos de Jesús consideraban impura esta ciudad, Tiberíades, por haberse alzado sobre un cementerio: razón probable de que Jesús no la visitara, ni aparezca en el Evangelio, a pesar de estar en el centro de muchos de sus periplos. Declarada luego pura, fue centro espiritual del judaísmo, después de la caída de Jerusalén. Capital cruzada de Galilea, guardada por la Condesa de Trípoli, su socorro fue causa de que se distrajera la caballería de Reinaldo de Chatillon en la batalla de Hattin, lo que resultó ser una de las causas de la derrota. Concedida por Solimán a dos judíos españoles, Don José Nasi y Doña Beatriz Méndez de Luna, precursores, a su modo, del movimiento sionista, titulares hoy de dos de las más importantes calles de la población, dio lugar al asentamiento de una colonia judía que, con dificultades y paréntesis, se ha mantenido hasta hoy, cuando es una ciudad íntegramente judía, con la excepción de unos pocos cristianos, bien heterogéneos. De la exigua comunidad, unos, poquísimos, viven en Tiberíades. Los más son trabajadores o visitantes ocasionales: un cocinero japonés, una francesa, esposa de un judío, cuatro filipinas, empleadas domésticas, un admirable profesor judío de filosofía, entrado en años, que recibió el bautismo hace unos meses, y un corto etcétera. No es éste el único judío converso de Israel: hay en Jerusalén una comunidad no numerosa pero sí representativa, de judíos que se han bautizado: más de doscientos cincuenta asisten a la Misa, me dicen; y no sin tensiones, que –para salvar la consideración social y no hacer peligrar su puesto de trabajo- no pocos tienen que llevar a escondidas su condición de cristianos. Igual que, en la España del XVI, algunos judíos conversos judaizaban, aquí algunos cristianizan. Hay también, me cuentan, hijos de matrimonios mixtos, muchos de ellos rusos, algunos hispanoamericanos, que vinieron a Israel por conveniencia personal, que se declararon judíos, pero que son criptocristianos: circunstancia ésta que ocasiona no pocos problemas, por ejemplo, cuando fallecen, que no está claro  qué cementerio debe acoger sus restos, si el judío o el cristiano. Tan serio es el problema que, por lo visto, el Patriarcado Latino le ha planteado al Estado de Israel la necesidad de obtener terrenos para sus enterramientos. La fe cristiana, libre y sinceramente aceptada, no significa, en algunos casos, la pérdida de las costumbres judías. Se cuenta, no sin humor, la cólera verdaderamente bíblica de un cura asturiano que, celebrando Misa para judíos conversos, se encontró con una fiel que se negaba a encender las velas del altar, aduciendo que era sábado. Están también los que, sin haber abandonado el judaísmo, están tan cerca del rabí Jesús de Nazaret que son casi cristianos: son los judíos mesiánicos, de los que hay una colectividad activa en Tiberíades, animadora de un espectáculo multimedia, la “Experiencia Galilea” que, a pretexto de historia, valora muy mucho la figura de Jesús. Es muy difícil hilar fino en esta tela que es tierra de nadie, de judíos que van a Misa, sin dejar de ser judíos, de los que son devotos de Jesús aunque sin llegar a aceptarle como Hijo de Dios, de los que Le aceptan pero disimulan por conveniencia., de los que, en fin, Le aceptan sin reparo ni disimulo alguno, arrostrando problemas familiares y sociales. Aprovecho el descanso para dar y recibir noticias de la familia desde un cybercafé. Y me recojo pronto, a la sombra de los franciscanos. Tras la cena, hablo con Fu´ad, un cristiano árabe de Belén, que me da cuenta de las dificultades que atraviesan los suyos. No disminuyen los cristianos árabes por su escasa natalidad, sino porque emigran. Y se entiende que lo hagan, por mucho que sea el dolor de que los lugares santos queden sin su amparo. La Custodia de Tierra Santa hace lo que puede, pero es duro asumir la condición de ciudadano de tercera, ni judío ni musulmán, siendo, como lo son muchos de los cristianos, gente mejor preparada y con más capacidad, a la que, con el exilio, se le abrirían mil posibilidades. Fu´ad, padre de cinco guapas hijas, ha vivido largo tiempo en Arabia Saudí, practicando el cristianismo en la intimidad de la oración, sin otra relación con la Iglesia que la lectura del Evangelio en el disco duro de su ordenador, con acceso encriptado, para que nadie pudiera acusarle de tener un texto “herético” en la tierra sagrada de la Meca. Eso sí, su fe cristiana no merma un ápice su patriotismo palestino. Mi amigo tiene muy claro que esta tierra está edificada sobre una falsedad: el lema “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, que dio pie al asentamiento de los israelíes no se corresponde con la realidad de que en aquella tierra había y hay un pueblo, el palestino, al que se le ha despojado. Como cristiano, no es partidario del exterminio de nadie, pero quiere que los palestinos recuperen el derecho a ser dueños de sus destinos, liberándose de la servidumbre de ser ciudadanos de inferior condición en el estado que se ha edificado sobre su propio territorio. Aludiendo a la increencia, extendida entre tantos judíos, enfatiza: -No hay mayor escarnio que robarle a un pueblo su tierra, en nombre de la donación que les hizo a ellos un Dios en el que no creen. Y es que, según una encuesta reciente entre la población israelí, realizada por la Doctora Mina Tzjemá, sólo el veinte por ciento de la población del país se considera religiosa, mientras que el cuarenta y siete por ciento se dice no religiosa, y el treinta y tres por ciento restante está en el confuso redil de los que son tradicionalistas pero no religiosos.

 

11, viernes: Caná- Cuernos de Hattin.-Tomo un autobús para Kfr Kaná: Caná de Galilea. En el autobús voy pensando que, en los rostros semitas que me encuentro, han de estar, en parte, al menos, los rasgos de la Virgen: en la mirada acogedora y cariñosa de aquella monjita árabe que me atendió en el Carmelo, en los rasgos humildes y serviciales de la muchacha palestina que atiende el cafetín de Tiberíades, en el semblante decidido y valeroso de esta cabo delTsahal, que se sienta junto a la ventanilla de enfrente. Me apeo a alguna distancia del templo franciscano, en donde se conmemora el primer milagro de Jesús, a ruego de esa Madre cuyos rasgos me atrevo a escudriñar. Un paseíto y ya lo alcanzo. En el camino me cruzo con un joven franciscano con el hábito remangado, que –seguidor de Francisco tenía que ser- juega con los niños árabes, montando en una bicicleta de talla considerablemente inferior a la suya. Resulta ser colombiano, aunque residente en un convento de Washington, colaborador temporal de la Custodia. En la Iglesia de Caná se está celebrando la renovación de las promesas matrimoniales de un grupo de cingaleses. Yo renuevo, por lo bajini, las mías propias, y participo de la alegría contagiosa de los de Ceilán, que me invitan alborozados a un vaso de limonada. Al dejar el templo de Caná, me vuelvo a cruzar de nuevo con la japonesa ubicua. Nos reímos francamente, pero no nos atrevemos a saludarnos. Busco la parada de autobús que me ha de retornar a Tiberíades y no encuentro a nadie que no hable otra cosa que no sea hebreo o árabe. Al fin, me entiende en inglés un amable caballero que me pregunta de dónde soy –From Spain, le respondo. -¿Y por qué no hablamos entonces en español?, me dice. Es León, un sefardí nacido en el Tánger del protectorado, que maneja la lengua de Cervantes con soltura y desparpajo. Los judíos no hablan de inmigración, sino de alíah: ascenso a la tierra de los antepasados. Y él, me dice, hizo su alíah en 1950. Un tipo verdaderamente cordial e interesante. No esconde su amor a España, misteriosamente conjugado con el rencor por el destierro. Ni su admiración por Franco, y su dolor por las noticias de España que recibe en los medios de comunicación. Es sorprendentemente contradictorio. Él, me confiesa, es judío de raza y corazón, pero no se pierde por nada del mundo la Misa de Nochebuena. Tiene simpatía a los cristianos, pero le repugna en lo más hondo una costumbre cristiana que nunca a mí me hubiera parecido tan repulsiva: que enterremos los cadáveres vestidos. Eso, me dice León, es un grave pecado. Va contra la Ley. Si desnudos nacimos, desnudos tenemos que volver al seno de la tierra. Para enfrentar sentimientos, no hay palabras. Y yo me conformo con mantener la conversación amable, en la que me cuenta alborozado cómo, en una de esas misas de gallo a las que él acude, en En Karem, tuvo Dios a bien permitirle encontrarse con el fraile que le enseñó sus primeras letras en el lejano Tánger. Que Él le guarde. Desciende el buen amigo del autobús poco antes de que lleguemos a los Cuernos de Hattin: el lugar de la gran derrota de los cruzados. Quiero ver el lugar de la batalla, y recordar a los que cayeron. Veo, a lo lejos, un amplio rebaño de vacas, que me da las dimensiones que debieron tener las monturas. Percibo con la imaginación el Salmo II, que cantarían, como tenían por norma, los caballeros de las Órdenes, antes de entrar en batalla, al asegurar sus monturas para el choque: “Quare fremueront gentes et populi meditati sunt inania?” “¿Por qué se agitan las naciones y los pueblos mascullan planes vanos? Se yerguen los reyes de la tierra, los caudillos conspiran aliados contra Yaveh y contra su Ungido”. ¿Por qué?, cantarían ellos, y me pregunto yo. Aquí tuvo Saladino la habilidad de hacer ceder una de sus alas, para dejar pasar, al galope, a la caballería pesada de Reinaldo de Chatillon, Balian de Ibelin y Reinaldo de Sidón, y para luego cerrarse como tenaza en torno al resto del ejército de Guido de Lusiñán. Aquí murió la flor y nata de la caballería del Hospital y del Temple. Aquí se perdió el madero de la Cruz hallado por Santa Helena, imprudentemente enarbolado como enseña de guerra. Y aquí entregó Saladino los cuellos de los caballeros de las Órdenes al regodeo de sus torturadores sufíes. Aquí también chalaneó el maestre del Temple, Gerardo de Ridfort, canjeando el respeto de su vida por la ignominiosa tarea de colaborar con el vencedor en la rendición de otras plazas. El terreno de la batalla, en el que hay una pequeña estela conmemorativa, pertenece a la Custodia, que acaso lo conserve con vistas a levantar algún día una mejor conmemoración del sacrificio. Dios puede permitir que se pierdan batallas. Pero la victoria final es suya. “Y ahora, reyes, comprended, corregíos, jueces de la tierra. Servid a Yaveh con temor, con temblor besad sus pies, no se irrite y perezcáis en el camino, pues su cólera se inflama de repente. ¡Venturosos los que a él se acogen!”: así termina el célebre Salmo. Vuelto a Tiberíades, tomo un piscolabis, descanso, y, ya a la tarde, me dirijo a un par de judíos hasídicos, explicándoles, en mi mal inglés, mi intención de recibir el shabbat en una sinagoga sefardí. Ellos me dicen que por qué no en la suya. Yo les contesto que, siendo como soy de Sefarad, preferiría la sefardí. Me presentan a uno de los ayudantes del rabino sefardí, que, pese a su condición, por ser oriundo de Argelia, ha perdido por completo el español, y sólo habla hebreo y francés. En francés, me invita a un té y unas pastas, que le agradezco. Y pasamos luego a la sinagoga, en la que, a falta de kipá, me toco con mi sombrerillo de lona. Como varón, entro en la sala principal, mientras que las mujeres sólo acceden a una galería superior, parcialmente cubierta por una celosía. Aunque no entiendo nada –apenas el Shemá Israel-  he tenido la cautela de traerme una Biblia, en la que repaso cuanto en ella se dice sobre el sábado. Los cánticos, sin ser tan próximos como los del muecín, se me antojan también parientes de la música andaluza. Dos horas de celebración, en las que, por cierto, los asistentes se comportan con bastante menos rigor y gravedad que los que mostraría en su parroquia el católico más jaranero. Buena experiencia. Ha sido, para mí, como bucear en el pasado de mi propia fe. Lo que para ellos es actual, es para mí arqueología, pero no exenta de valor, que adoran ellos, entre pompas y tinieblas, al mismo Dios que yo, en espíritu y verdad.

 

12, sábado: Tiberíades.- Con la ayuda inestimable de Juana, una linda viejita paraguaya, que se aviene a acercarse a la farmacia local, para facilitarme un par de remedios, inicio la operación, dolorosa pero necesaria, de mis pies. Ya se que los médicos no la aconsejan, pero no puedo esperar a que las ampollas se reabsorban, al cabo de no se cuántos días, por lo que procedo a vaciármelas e inyectarme Betadine. La experiencia me dice que esta intervención, aunque no exenta de dolor, es mano de santo. En mi lacerada inactividad, trabo conversación con Sheila, una culta judía de origen hispano, madre soltera, izquierdista, que ha pasado varios heroicos veranos en Calculta, colaborando voluntariamente en el dispensario de las monjas de Madre Teresa. Mi amiga me dice, con cordialidad, que no me pierda la visita al Museo del Holocausto, en Jerusalén, que le parece lo más importante de Israel. Y yo le digo que esa visita no está entre mis prioridades. En el más cariñoso tono del que soy capaz, le hago la memoria de alguien muy allegado a mí, que padeció lo indecible en la guerra de España, que fue torturado cruelmente, y a quien nunca le oí ni una sola palabra de odio, de reproche, sino de olvido y perdón, por lo que no comprendo que otros que, sin duda, han sufrido mucho, cimienten su vida personal y colectiva en el rencor. Sheila es una persona bien educada, pero encaja muy mal mis palabras. -Recordar, recordar: no perdonar jamás. -Que las culpas caigan sobre los responsables y sobre sus hijos, de generación en generación. Me enteraré, no lo sabía, que esta idea de transmisión de la culpa, expresamente condenada por Jesús, está muy presente en el judaísmo actual. Así se comprende que, el martes pasado, el rabino Ovadia Yossef, líder espiritual del partido Shas, tercera formación política israelí, al tiempo que llamaba “víboras” a los palestinos, haya afirmado que las víctimas judías de los nazis eran «la reencarnación de aquellos que habían pecado». Según he leído, dijo también que «Los nazis no han matado gratuitamente a esos seis millones de infortunados judíos”. Y que “eran la reencarnación de almas que habían pecado y que habían hecho cosas que no había que hacer”. La idea de la transmisión de las culpas no sólo me repugna y me parece dañosa para quienes son objeto del rencor, sino muy perjudicial también para quienes, anclando su vida en el recuerdo de las afrentas sufridas, son incapaces de gozar de la dicha de perdonar y amar. Evidencio la superioridad moral del cristianismo, pero me resulta inútil la argumentación ante una convicción tan firme. Confío en que no todos los judíos compartan semejante criterio, o que, al menos, atenúen el vigor con que lo sostiene mi interlocutora, admirable por otros muchos motivos. Es un feliz hecho que gran número de israelíes no son consecuentes con algunos de los presupuestos en que se asienta su sociedad. Uno es, por ejemplo, la grosería. En el afán de no depender de nadie, de valerse por sí mismos, es opinión muy común que la cortesía y la urbanidad son impropias del modo de ser judío. “No seas simpático, sé judío”, se lee en una camiseta que llevan algunos muchachos. Y sin embargo, muy en contra de eso, yo me he encontrado con multitud de israelíes muy amables y corteses. Venturosa inobservancia de la regla.

 

13, domingo: Belvoir- San Gerásimo- Jericó.- La operación dio resultado. Me encuentro repuesto, fresco como una lechuga. Oigo Misa con la varia y exigua comunidad local, en la iglesia de San Pedro, que alzaron los cruzados, y desayuno con Juana, mi enfermera. Una vida atribulada, la suya, que me cuenta con la desvergüenza que propician los encuentros fortuitos en las encrucijadas de la vida. Profesó monja muy joven, tuvo que salir del convento, por razones de salud, la malcasaron con un homosexual que la maltrataba, tardó mucho tiempo en obtener la nulidad conyugal y, cuando la obtuvo, se casó con otro hombre, militar veterano de cien guerras, al que quiere con locura, pero que se le está muriendo de puro alcohólico: desgracias todas sobre las que ha venido y viene pasando con una fe de acero al vanadio y una piedad de pétalo de rosa. Despidiéndome de quienes dirigen el hospicio, tomo un autobús, indicando al conductor que me pare en el lugar más próximo al castillo de Belvoir –Kokhba Yardenit, en hebreo: Estrella del Jordán. Paso por Degania, el kibutz en el que nació Moshé Dayan, por el chiringuito bautismal que tienen los protestantes, en un lugar que se encuentra casi cien kilómetros al norte de donde tuvo lugar el bautismo de Jesús. Hasta ahora todo el mundo ha sido muy amable conmigo. No lo es, por vez primera, el conductor de este autobús, quien, pese a mis requerimientos, se niega a pararme donde le pido, y me apea casi quince kilómetros más allá del lugar desde el que debía emprender mi ascensión a Belvoir. Mi interés en este castillo no es otro que su condición de casa maestra de la orden del Hospital. Sé que allí, en la fortaleza majestuosa, de trazado concéntrico, se defendieron los últimos caballeros del Hospital, hasta dos años después de la derrota de Hattin. En mi marcha de aproximación hacia el castillo me asiste espontáneamente un judío iraquí, que se empeña en darme unos confortadores vasos de agua fresca. Llegado a las estribaciones de la montaña sobre la que se halla el castillo, calibro la dificultad de remontarla, sobre todo si, como quiero, voy a continuar luego mi viaje hacia Jerusalén. Subo sólo hasta media ladera, tomo unas fotos y me rindo al cansancio, descendiendo de nuevo hacia la carretera, a la espera de un autobús que me siga llevando por la deprimente depresión del Jordán. Alcanzo un autobús cargado de soldados, que como el tren correo, va parando en todas las estaciones. Dos buenas horas me cuesta llegar hasta San Gerásimo, en los aledaños del puente Allenby, desde donde quiero allegarme al lugar en que –aquí sí- fue Jesús bautizado por Juan. Me han dicho en Tiberíades, que, aunque antes estaba terminantemente prohibido, las buenas relaciones con Jordania permiten ahora que los peregrinos se acerquen a la ermita que recuerda el acontecimiento. Pero no tengo suerte. Según me acerco a las señales que indican los campos minados, se dirigen a mí dos soldados que me obligan a volver por donde vine. Sigo ruta, por el desierto de Judea, hacia Jericó. Estoy en el límite no delineado de los territorios palestinos, del West Bank, y no es cosa de andar con bromas. Es éste el punto más bajo del planeta. La sensación no es ya de calor, sino de sofoco. Me figuro estar marchando por dentro de un microondas con la ruedilla a tope. El sol hiere, sin que las gafas protectoras sirvan apenas de nada. Me cuezo en mi salsa: es tal el calor que hasta las cinchas de mi macuto, negras, se vuelven blancas, de las sales perdidas con mi sudor. Un musulmán lejano me mira y desaparece, para, al cabo de un rato, reaparecer ante mí ofreciéndome dos rebanadas de una sandía que me parece suculenta, y  le agradezco en lo hondo. Unas tres horas he tardado en llegar a Jericó. Veo policías palestinos, en vehículos españoles. Aquí sí hablan inglés, y me indican enseguida dónde están el colegio y el convento de los franciscanos. Tan fatigado como vengo, no le cuesta mucho a un fraile brasileño disuadirme de mi propósito inicial de subir a Jerusalén por Wadi-el-Kelt. Eso, me dice, es posible en otra épocas del año. Ahora es, sencillamente, un suicidio. Repuesto a la sombra conventual, me paseo ante el árbol que dicen de Zaqueo, visito el palacio de Hisham, me acerco hasta el Monte de las Tentaciones, y convenzo a un lugareño, para que, cobrándome unos pocos siclos, me acerque a Jerusalén, retomando la ruta que viene desde Allenby. Mi conductor me pasa ante el cuartel general de las que van a ser fuerzas policiales de Arafat. Los reclutas, que regresan alegres de unas maniobras, visten viejos uniformes de campaña españoles. Sin duda en agradecimiento, el único jardín de Jericó se llama pomposamente Spanish Garden. En el camino de Jerusalén, sobre las tiendas beduinas, puedo ver los asentamientos judíos, instalados estratégicamente, en las alturas y en las fuentes. Hay, incluso, un asentamiento provocativamente enclavado en la carretera de Jericó, al lado del que se ha situado, en respuesta, una especie de blocao en el que ondea la bandera palestina. La espadas están, aquí, palmariamente en alto. En las cercanías de Ras el Amud, mi conductor descarga a su pasajero. A un coche árabe no se le permite llegar más allá. Los policías israelíes me miran como si fuera un marciano y me piden el pasaporte, franqueándome luego el paso, sin mayor examen de mi mochila. Caminando, pido indicaciones sobre la Maison d´Abraham: el establecimiento del Secours Catolique francés en el que tengo propósito de instalarme. No está lejano. Y me esperan. Anuncié por emilio mi llegada. La acogida es cordial y hasta familiar, que la mayor parte de las monjas dominicas que lo gestionan son colombianas. Quedo instalado en un barracón, con una estupenda panorámica de Jerusalén, y me acerco al comedor, para la cena, que he llegado a punto. En la gestión de este centro colaboran unos cuantos muchachos que hacen su trabajo voluntariamente, por la pura satisfacción de servir. Entre ellos, la campechana Florence, de Toulousse, me pregunta si soy un “père”. Le contesto que sí, sin mentir. Y surge el malentendido. “Père” sí soy, pero no “prêtre”. “Père” de dos hermosos hijos. Aclarado el asunto, Florence me llamará, con jovial sorna, “padre”. A la mesa, un sacerdote peruano, ensotanado y atento, me dice que al día siguiente tiene reservada hora para celebrar la Misa dentro del edículo del Santo Sepulcro, y me pregunta si estoy dispuesto a servirle de acólito. ¿Cómo decir no a semejante invitación? Buena suerte tengo, y agradecido le quedo. Luego, después de la cena, sin haber todavía puesto los pies en la ciudad vieja, desde la veranda de Ras el Amud, qué hermosa es la vista que Jerusalén regala.

 

14.- lunes: Jerusalén- Santo Sepulcro –Monte del Templo –En Karem.- No ha salido del todo el sol cuando bajo la cuesta de Getsemaní, cruzo el torrente Cedrón y entro en Jerusalén por la puerta de San Esteban, para, siguiendo la Vía Dolorosa, encaminarme hacia el Santo Sepulcro. Acompaño al sacerdote peruano al que voy a tener la gracia de ayudar a Misa. A hora tan tempranera, las calles de la ciudad están todavía vanas y mudas. Aunque requerimos alguna indicación, no se nos hace difícil seguir el laberíntico itinerario que lleva a nuestra meta. Es imposible entrar sin emoción en el recinto del Santo Sepulcro, por más que las edificaciones sucesivas hayan desfigurado por completo su aspecto, por más que unas y otras confesiones cristianas, que comparten la propiedad del lugar, parezcan haber hecho competencia para levantar obras interiores a cuál más fea y disonante. Acaso esta heterogeneidad se pueda ver como reflejo de la multiplicidad de los cristianos, acaso la oscuridad se pueda ver como característica del estado en que se encuentra la iglesia militante. Para el poco avisado, resulta bobamente escandalosa la competencia pueril entre unas y otras confesiones cristianas. Pero, según me dicen, para mantener la propiedad compartida, son estrictamente necesarios los gestos que la reafirman. Y de ahí los barridos que cada confesión hace después de pasar los ministros de la otra, de ahí la división en unas y otras zonas de las naves, sin poder pisar los fieles de unos los terrenos que son exclusivos de otros. Se diría que son –somos- niños maleducados, riñendo neciamente por demostrar quién quiere más a Papá. Terminada la ceremonia que estaban celebrando los ortodoxos cuando nosotros llegamos, revestido mi amigo en la sacristía, nos introducimos en el edículo del Santo Sepulcro, casi a gatas, que la entrada es angosta. Ni él ni yo estamos delgados, y no cabe nadie más. La emoción es intensa. Celebrada la Misa y dadas gracias, festejamos el evento desayunando en un figón musulmán, que ha levantado el cierre no hace mucho, en el que se ofrecen productos más dulzones que lo que preferiría nuestro paladar y aconsejaría nuestra dieta, servidos con menos pulcritud que la que demandaría el sentido de la higiene. Pero a buen hambre, no hay pan duro, ni dulce. Y, como dice el ripio de Campoamor, si quieres ser feliz, como me dices, no analices. Es de ver la sotana y la teja, en medio de tanto musulmán con kefiah: unos desayunando té, otros fumando su primer narguileh. Nada desentona en el mosaico de Jerusalén. Mi acompañante no conoce la ciudad a fondo, pero sí más que yo, de modo que, para esta primera aproximación, cuento con guía. Atravesando el barrio judío, pasadas las ruinas de la Iglesia cruzada de Santa María de los Alemanes, llegamos al Muro de las Lamentaciones, que, posiblemente con más propiedad y menos galicismo, los hispanoamericanos llaman de los Lamentos. Llegamos en el momento oportuno para asistir a la celebración de varias ceremonias de Bar-Mitzvá: unas de muchachos askenazim, otras de sefaradim. ¿Fue el Bar Mitzvá del Niño Jesús aquella ocasión que cuenta San Lucas, cuando leyó la Ley en el Templo, ante los doctores? La fiesta celebra que el jovencito se convierte en “hijo de los mandamientos”, y tiene algo de paso a la edad adulta, de reconocimiento del uso de razón, de alguna manera, como nuestras primeras comuniones. La celebración es la misma en uno y otro rito, pero el de los sefaradim se siente más nuestro, con tambores, címbalos y bailes, con melodías que se perciben, aunque lejanamente, familiares. Subimos, a continuación, al Haram Esh-Sharif, por la rampa que lleva a la puerta de los mogrebíes. Superado el control exhaustivo que se hace antes del acceso, a mitad de la rampa, vemos que en la puerta hay cierto revuelo. Unos musulmanes, un grupo de más edad y otro de menos, la emprenden entre sí a pedradas, la piedra más pequeña, como una sandía. No es cosa de seguir avanzando en dirección a la pedrea, incomprensible, por otra parte. El policía israelí más cercano a la puerta huye a escape. Finalmente el grupo de los de más edad se retira, para internarse en la mezquita de Al Aqsa. Y ya sin moros en la costa, entramos en paz. Mientras mi amigo, incumpliendo la prohibición de rezar que se impone a los no musulmanes, se entrega a la lectura del breviario, yo paso a visitar El Aqsa, cuyo mayor interés es, para mí, que se ubica en donde estuvo la casa maestra de la orden del Temple. Las naves, amplísimas, son completamente nuevas, como también lo son las columnas, de mármol de Carrara, regaladas por la generosidad de Benito Mussolinni. Como no voy a ser menos incumplidor que mi amigo peruano, aprovecho para rezar un padrenuestro al Dios Único, Trinidad de personas. Visito luego el Domo de la Roca, erróneamente llamado mezquita de Omar. No se si las alfombras de El Aqsa son nuevas, o si las limpian con mayor pulcritud, pero allí no huele mal, mientras que el Domo de la Roca, hermoso, por otra parte, despide un tufillo a ácido láctico penetrante e inolvidable, poderosamente evocador del Cabrales de mi Asturias familiar: no queda nada de la fragancia de rosas con que es fama que Saladino roció el edificio cuando arrebató Jerusalén. Esta que está bajo la cúpula del Domo, ¿fue la piedra del sacrificio de Abraham? No lo parece. Sí es, probablemente, la cueva que estaba en la era que David compró al jebuseo Araunas. Y no es poco. ¿Estaba el Santo de los Santos del Templo ubicado sobre esta roca? Nadie lo sabe. Según las conjeturas, el espacio de Haram Esh-Sharif coincidiría, aproximadamente, con el atrio de los gentiles, mientras que el recinto al que sólo tenían acceso los israelitas estaría en el centro de aquel espacio, orientado hacia el Templo propiamente dicho, donde estaban el Santo y el Santo de lo Santos, y éste daría, más o menos, hacia lo que hoy es el Muro de los Lamentos. Así pues, si no estaba aquí el Sanctasanctorum, cerca le andaría. Tan incierto es el asunto, que muchos judíos creen que no deben pisar la explanada del Templo, para evitar hollar el lugar sagrado. Saliendo de la ciudad vieja, con la ayuda de un amistoso palestino, tomamos una furgoneta colectiva árabe que nos conduce a En-Karem: el pueblo en el que, según la tradición, apoyada en algunos apócrifos, estaba el domicilio de Zacarías e Isabel, donde habría nacido San Juan Bautista, donde la Virgen se entrevistó con su prima y tuvo lugar ese elevadísimo diálogo de comadres que recoge San Lucas en la Visitación y el Magníficat. En el lugar en que se conmemora el nacimiento del Bautista nos reciben dos franciscanos: uno, argentino, otro, de Orense. En el templo se les quiere colar un perro, y no es oportuno que un seguidor de San Francisco la emprenda a palos con un hermano animal, por lo que el paciente fraile gallego se limita a asustarle golpeando el suelo con una vara, y consigue su propósito. Tras considerar lo que allí se conmemora, y comprar unos tomates y unas ciruelas que nos servirán de comida, remontamos la cuesta que sube al otro templo, en el que se celebra propiamente la Visita. Compartimos la cuesta con unos peregrinos de Burkina-Fasso, que se ven gratamente satisfechos cuando descubren que balbucimos algo de francés y que conocemos algo de su país: el nombre de su capital, por ejemplo. Lo que ellos saben de España no es mucho, ni atinado: suponen, por ejemplo, que los pastores de Fátima eran españoles. Les acompaña un sacerdote de su nacionalidad, joven y servicial, que se retrasa en la cuesta, para acompañar a los de edad más avanzada. Muchas de las peregrinas visten ropas estampadas con motivos alusivos a su calidad de cristianas. Y todos, con mayor o menor energía, que hace falta fuelle, acompañan la empinada subida con cánticos, que –sin comprenderlos- nos parecen medidos y cadenciosos. Tras la visita, a la puerta del templo nos atiende solícito un fraile texano, que dice sentirse más mexicano que norteamericano, y que nos da unas buenas indicaciones sobre cómo regresar a Jerusalén, que se complementan con otras que nos hace luego un vendedor de helados, que resulta ser sefardí, procedente de Grecia, y que habla ese hermoso ladino, judeo–español, que tiene tanto de castellano fósil. Es llamativo, pienso en el viaje de retorno, que estos judíos, muchos procedentes de Castilla, pero también otros de Cataluña, hayan conservado como lengua familiar el castellano, pero ninguno el catalán.

 

15, martes, fiesta de la Asunción de la Virgen María: El Cenáculo -la Dormición- el Lithostrotos.- Mi amigo el sacerdote peruano tiene hoy reservada la capilla Ad Caenaculum para celebrar la Misa, y hasta allí le acompaño, con una muchacha chilena que se hospeda también en la Maison de las Dominicas. No está esta capilla en aquel sitio que los bizantinos y los cruzados tuvieron como lugar cierto de la Última Cena -que hoy permanece, como enclave turístico, bajo la guarda descuidada del Estado de Israel, a la vera de una figurada tumba del Rey David- sino en sus inmediaciones. Es, con todo, un sitio altamente emotivo. Aquí, además, celebró su última Misa Don Álvaro del Portillo, el día antes de ser llamado al Cielo. Tras nuestra Misa, asistimos al oficio de la Asunción en la Iglesia de la Dormición de María, de los benedictinos alemanes. Hoy, día de la Asunción, es también fiesta en media España. Aquí, procesión, café y pastas. Si es fama que los benedictinos cuidan bien la liturgia, cómo no lo harán estos que, además, la siguen con precisión germana. Qué bien cantan. Con qué rigor celebran. Y qué bien sigue la celebración el muy heterogéneo pueblo fiel. Callejeando por la ciudad santa, encuentro en su heráldica dos motes que llaman mi interés. Uno es la cruz potenzada roja, emblema del viejo Reino de Jerusalén, que –por pretendida herencia de los reyes napolitanos- figuró entre las armas de la corona de España, y hoy usa como propio la Custodia de Tierra Santa, cuyos extremos forman el octógono que es contorno de tantas construcciones de acá: el Domo de la Ascensión, el Domo de la Roca, la Iglesia de Cafarnaum, la del Monte de las Bienaventuranzas, el primitivo ábside de la de Belén. Otra, el león de Judá: divisa de la ciudad de Jerusalén, rampante y mirando a la derecha, como el del Reino de León. Uno y otro símbolo me son entrañablemente cercanos, enseña de alborotadas correrías juveniles. Deambulando y merodeando, poco antes de llegar a los restos del cardo máximo romano, encontramos las excavaciones que han sacado a la luz algunos lienzos de la ciudad correspondientes al primer templo: el de Salomón, anteriores a la deportación a Babilonia. Cierto que la menos aguda de las sensibilidades ha de experimentar emoción ante tan venerables ruinas. Ya en la explanada del Muro de los Lamentos, topamos con un muchacho argentino, de Mendoza, un mochilero que viene de Grecia y Turquía, y quiere ganar aquí alguna plata, trabajando unos meses, para seguir luego su viaje hacia Egipto. El argentino se pasma cuando nuestra espontánea chilena, sin encomendarse a nadie, clama, en la explanada del Muro, -¡Gloria a Jesús, el Hijo de David! Menos mal que el español no es lengua de uso común, que bien pudiera habernos puesto en un brete. Sin kipá, pero con mi sombrero de ala ancha, me acerco al Muro, y qué voy a rezar allí: pues un padrenuestro y un avemaría, claro; por el pueblo de Israel, por el pueblo de Palestina, por la paz en una santa tierra que sufre desde hace tanto el azote de la guerra, por mi propia tierra, azotada también –he leído en Internet las noticias de los últimos asesinatos de ETA- por el vicio de Caín. Hoy no se puede acceder a la explanada del Templo. Permanece cerrada, por los incidentes de días pasados. Así nos lo explica un policía israelí, rubio, casi albino, que habla un español muy correcto. Unos días antes, el día de la conmemoración de la destrucción del segundo templo, judíos extremistas quisieron asaltar la explanada del Templo, el Haram Esh-Sharif, como había sucedido el año anterior, cuanto, con idéntico motivo, se desencadenó una ensalada de tiros, en la que los más débiles, los palestinos, llevaron la peor parte: diecisiete muertos. Hoy cortan por lo sano, y cierran. De comer, una vez más, Sheawarma y falafel, que es lo más popular y barato que puede encontrarse. El sheawarma es un pan de pita, en cuyo interior se envuelven las rebanadas de una carne cortada en lonchas, a veces de pavo, que se cocina en un rollo vertical, a la vista de los clientes, acompañada de hortalizas y salsas, algunas muy picantes. Los falafel son unas croquetillas de pasta de garbanzos, con ajo y perejil. Ni uno ni otro bocado son desagradables al paladar, pero se comerían con más agrado si no vinieran acompañados de las omnipresentes moscas. Por el arco de Wilson, en el corazón del barrio judío, nos acercamos hasta el Lithostrotos. El pavimento no es el que pisó Jesús, pero las piedras que lo forman sí fueron parte de la Torre Antonia, hasta el punto de que, en alguna de ellas, se aprecian todavía hoy los dibujos del “juego de Rey”, que era frecuente entre los soldados de Roma, y que acaso fuera aquel al que se jugaron sus vestiduras. Ya a la caída de la tarde, la piscina Bethesda, contigua a la iglesia de Santa Ana, levantada cuando el Reino Latino, hoy bajo bandera de Francia, que no tiene escrúpulos republicanos en ejercer su custodia por medio de las amorosas manos de los Padres Blancos.  

 

16, miércoles: Getsemaní- Dominus Flevit- la Asunción.- Visito con detenimiento Getsemaní, el lugar de la agonía. Buen sitio para pensar sobre la fidelidad al propio deber. Dominus flevit, luego: el lugar en que, con una cristalera de retablo, tras la que se contempla lo más bello de la ciudad, se recuerda el dolor de Jesús por Jerusalén, por la patria que va a abatida en sus pecados. Dolor de patria rota, que es fácil hacer propio. En el mismo valle del Cedrón, visito la iglesia de la Asunción, donde se dice fue depositado el cuerpo dormido de la Virgen María, de construcción cruzada, hoy en manos de los ortodoxos, que no saben darme razón del lugar, que busco, de enterramiento de la reina Melisenda, y de los familiares de Balduino, aunque, por fin, lo encuentro en donde se venera la memoria de San Joaquín y de Santa Ana. Buena intrigante fue, por cierto, Melisenda, hija del Rey Balduino II, esposa del Rey Fulko, madre del Rey Balduino III, del Rey Amalarico I y de Inés de Courtenay, esposa del Rey Balduino IV. Acaso en esta mujer se personifiquen como en nadie las virtudes y vicios que aquejaron al reino latino. Aunque también lo busco, no encuentro en los altares que hacen memoria de San Joaquín y de Santa Ana, llenos de iconos, una imagen que tengo viva en el recuerdo, que he visto alguna vez en España, en copia del icono original, y también en la predela de algún retablo medieval, acaso en el Burgo de Osma, en que se representa a los padres de la Virgen en un gesto de abrazo amoroso, de evidente y candoroso amor humano, infrecuente en la imaginería acostumbrada y, sin embargo, bien propio para enaltecer la grandeza de ese sacramento grande que es el matrimonio. En ausencia del icono, bien por San Joaquín y Santa Ana, que con semejante abrazo engendraron a la Llena de Gracia. Entro en la ciudad vieja por la Puerta de Herodes. En las calles de Jerusalén, los contrastes de colorido, el vaivén de los comerciantes, compradores y paseantes, el ritmo de la música omnipresente, el olor penetrante de los perfumes y las especias, son verdaderamente embriagadores. Tanto que se experimenta, en ocasiones, como una cierta sensación de vértigo. Los títulos árabes de algunas calles traen a la memoria el nombre español equivalente: el zoco de los algodoneros, por ejemplo, se llama Suq-al-Qottonim. Como el eterno bocata de shewarma en un chiringuito árabe, en el que me encuentro con una pareja de catalanes con los que ya me crucé en Galilea. Mis simpáticos amigos, muy jóvenes, dejan ver una formación religiosa menos que deficiente. Y es pena, que estar en Jerusalén sin saber ni creer, es como ser sordo en un concierto. De algo se enteran estos, pero de poco. Ya a la tarde, salgo andando hasta Abu Tor, una barriada que está mas allá de donde Judas perdió el gorro –lo perdió, se supone, en el “Campo del Alfarero”, donde el torrente Hinnón- en la que busco a unos amigos que no consigo encontrar. A la vuelta, también a pie, frente a la puerta de Damasco, paso por el convento francés de las Franciscanas de María. Me franquea la puerta un muchacho árabe que lleva tatuado en el brazo el signo del corazón de Jesús que lucieron los combatientes contrarrevolucionarios de la Vendée: cosas de la dulce Francia.

 

17, jueves: Belén.- Se ha ido formando en la Maison d´Abraham un grupo espontáneo, multirracial, internacional, pluricultural y francamente  irregular. La monja venezolana: postuladora de las causas de los santos, campechana y teóloga; el bretón: pintor de iconos, reverente y taciturno; el provenzal: profesor de música, llano y devoto; el marsellés, tatuado, de salud quebrada y mirar dolorido; la camerunesa: ejecutiva de banca, admirada y extática; la chilena: maestra, ingenua y espontánea; yo mismo. Hoy nos proponemos acompañar al cura peruano a Belén, que tiene reservada hora para celebrar Misa en la Gruta de la Natividad. Como nadie anda sobrado de cuartos, bajamos a pie Getsemaní, para cruzar, una vez más, el Cedrón, atravesar la ciudad y –saliendo por la calle Wad el Tariq, que según Runciman, cuando las Cruzadas, se llamaba calle de los Españoles- ganar la puerta de Damasco, en donde tomaremos un autobús árabe, que nos dejará en Belén, casi al otro extremo de la plaza en donde se encuentra la Basílica. Entramos por la puerta diminuta, sucesivamente estrechada, por efecto de las consecutivas adversidades padecidas por el templo. Cuando llegamos, la Gruta, de propiedad compartida, está ocupada por los ortodoxos, que celebran su liturgia, y luego celebrarán los armenios. Nosotros aprovechamos el intervalo para visitar la iglesia católica contigua, de Santa Catalina, y la cueva en la que es tradición que San Jerónimo llevó a cabo la traducción Vulgata de la Biblia. Y bajamos por fin a la Gruta, en donde los armenios están finalizando su celebración. Los cantos litúrgicos armenios, como los griegos, me parecen, por cierto, más viriles y graves que los que se suelen escuchar en los templos católicos. Acaso reciba mi impresión del hecho de que quienes canten sean varones de voz solemne y no bienintencionadas adolescentes. Nos advierte un franciscano que, antes de nuestra celebración, tendremos que esperar a que se practique el rito de purificación. Y otra vez, como en el Santo Sepulcro, tiene lugar la cabriola pueril de las escobas y los incensarios, para dejar patentes los derechos de cada cuál, que no en vano Gironella consideró escandalosa. Celebrada la Misa, con toda la devoción que permiten los cánticos superpuestos de unas y otras confesiones, y el tránsito, tan tiernamente devoto como inoportunamente alborotador, de graduales hileras de peregrinos, tras unos instantes en el templo vecino, católico exclusivo, mas sosegado, salimos en busca de un almuerzo reparador. Lo hallamos –shewarma y falafel, cómo no- en el boliche de un musulmán, largo de simpatía y corto de pulcritud. Invitamos al celebrante a la económica colación y marchamos hacia la Gruta de la Leche, en donde es tradición que la Sagrada Familia reposó camino de Egipto: llena de imágenes candorosas. Nos saluda, a la salida, el que ejerce de guardián del lugar: un locuaz franciscano neoyorquino. Al regreso, por buen oficio de nuestro amigo bretón, antiguo alumno de los salesianos, subimos a la azotea del centro académico –colegio y escuela técnica- que estos tienen en Belén. Espléndida vista de la ciudad la que desde allí nos enseña un salesiano italiano, cortés y entregado. Y regresamos a Jerusalén, superando los controles de la policía israelí, que se ceba con los vehículos con matrícula árabe. Aprovechamos la tarde para pasar, de nuevo, por el Santo Sepulcro, y reparo en detalles en que no me fijé en mi primera visita: el omfalos: el ombligo del mundo, según los ortodoxos, ubicado a mitad de camino entre el lugar de la crucifixión y el Santo Sepulcro, la capilla de Adán, en donde estuvieron los sarcófagos, en mala hora aventados, de los reyes latinos de Jerusalén, los hermosos mosaicos bizantinos, la capilla copta, el edículo que marca el lugar hasta el que se acercaron las santas mujeres, el “calabozo de Cristo” griego, la capilla de los francos. Me encuentro de nuevo con la delicada japonesa a la que me he venido encontrando en cada rincón de Galilea. Esta vez, tanto ella como yo nos saltamos a la torera nuestros respectivos protocolos nacionales y decidimos presentarnos, naturalmente en inglés -el suyo mucho mejor que el mío. Ella se llama Haarko y es de Nagaano, la ciudad de los juegos olímpicos de invierno; pertenece a una familia de añeja tradición cristiana; es la primera vez que visita Tierra Santa, y ya conoce España, en donde ha peregrinado, en Navarra, el castillo de Javier: tierra, para ella, tan santa como ésta, me dice, que San Francisco Javier fue su padre en la fe. Nos despedimos con corteses reverencias. En la marcha de retorno a nuestro albergue de Ras el Amud, charlo con el amigo bretón, que presume de lengua propia, de gaita y de celtismo. Gato escaldado que soy, me atrevo a prevenirle contra el vicio de subrayar las diferencias regionales, en detrimento de las afinidades que cohesionan la vida de una nación. Maldita la broma del tipismo regionalista, le digo, si acaba convirtiéndose en un campo minado tan grave como el de las Vascongadas. Los bretones, me asegura él, no están en ese caso. A mayor conciencia regional bretona, mayor patriotismo francés. Son los desarraigados, advierte, quienes no sienten su región, los que tampoco aman a su patria grande. Si es así, felices ellos, y lástima que no sea así también en otras latitudes. A la cena, charlo con un matrimonio sudafricano. Son cordiales e ilustrados. Él, de raza negra, ella, blanca. Habrán pasado días duros, imagino, cuando el apartheid. En su país cooperan con el Opus Dei, me confían. Le tomo luego a él, con su cámara, una foto nocturna, con la ciudad de fondo, que hubiera también deseado para mí, si mi cámara fuera de mejor calidad que la que llevo. Le pido que me recuerde cuando vea esta foto, que pronostico buena. No me canso de mirar a la ciudad, desde la estupenda plataforma que es el jardín de la Maison d´Abraham. Una y otra noche paso allí el tiempo, como embobado, acariciando con la mirada la silueta de la ciudad santa. Esta noche me acompaña Khalil, un profesor de la escuela técnica de Nazaret, árabe, cristiano. Y me cuenta, como me contó el amigo de Belén, las dificultades que atraviesan los cristianos de esta tierra. Verdaderamente, es conmovedora su entereza, y es poco el apoyo que se les preste.

 

18, viernes: Betania- Betfagé- Domo de la Ascensión- Paternóster- Via Crucis.- Los espontáneos de Dar Ibrahim, que es como se llama en árabe la Maison d´Abraham, salimos con la fresca, si es que aquí puede llamarse así a la mañana temprana, hacia Al Lazariyye, Betania, en un autobús árabe, barato, algo mugriento, con conductor gentil y obsequioso. Remontamos, andando, un repechito, hasta el espacio en el que, según la tradición, se ubicó la casa de Lázaro, Marta y María. La vieja construcción cristiana está hoy ocupada por una mezquita, vacía y cerrada, y flanqueada por dos iglesias: una católica y otra ortodoxa, abierta la primera, cerrada la segunda. Se puede bajar hasta el sepulcro que dicen de Lázaro, enclavado bajo la mezquita, gracias a una tortuosa escalera que los franciscanos consiguieron abrir hace siglos, pagando buen precio, y una vez satisfechos unos siclos que cobra la familia musulmana que cuida de la tumba. Dentro del sepulcro, leemos el evangelio correspondiente, en español y en francés. Es contagiosa la emoción de mis acompañantes. Igualmente iremos leyendo el evangelio correspondiente en los diversos sitios que hoy vayamos visitando, siguiendo, como queremos, los caminos de Jesús. A la salida, un árabe musulmán se empeña en vendernos rosarios y recuerdos. Me llama la atención que venda, también, los rosarios de cien cuentas que usan los musulmanes, y le hago un comentario al respecto. –Son para rezar a un solo Dios, me dice. –A un Dios todopoderoso –le contesto, a un Dios que, por tener todo el poder, puede manifestarse por medio de su Hijo. Se enfada, claro, aunque sin llegar a acalorarse. Le compro una kefiah, que llevaré de recuerdo. Remontamos una nueva cuesta, bien inclinada y, al cabo de media horita de caminar bajo un sol ya muy intenso, alcanzamos Betfagé, desde donde el Señor habría salido el domingo de Ramos, para hacer su entrada en Jerusalén. Guarda la entrada un árabe lisiado, al que pagamos también unos siclos y, una vez más, evangelio, oración y continuar camino. Mientras llegamos al domo de la Ascensión, la simpática amiga de Camerún se nos explaya, comentándonos que es princesa del pueblo bamuleké. Su padre, nos dice, murió en el animismo, pero ella confía en que esté en la presencia de Dios, ya que siempre se comportó con arreglo a la moral natural, amando al Dios único, como un patriarca del Antiguo Testamento. No seré yo quien se lo discuta. La Ascensión de Jesús tuvo lugar, según los Hechos de los Apóstoles, en Getsemaní, a la distancia de un camino sabático. Y ya desde los primeros tiempos se conmemoró en un altozano, sobre el que se construyó un templo circular, abierto en su centro, alusivo al acontecimiento. Sustituido el círculo por un octógono, en tiempo de los cruzados, los musulmanes que les vencieron, creyentes, como los cristianos, en la ascensión de Sidi Issa, envolvieron el edificio con una fea cúpula, que hoy permanece, y a la que llegamos. Yo tengo leído que San Ignacio de Loyola, arribado hasta aquí sin dinero, consiguió entrar dándole al musulmán que custodiaba la entrada una plumilla de su escritorio, e intento hacer otro tanto. –May I pay with my pen?, le digo al portero, heredero remoto de aquella familia a la que Saladino confió la guarda del lugar, y él se me niega. Nones. O la pluma de San Ignacio era de mejor calidad que mi bolígrafo, o mucho han cambiado los tiempos. Frustrado el gesto sentimental, pago lo que cada quisque y entro en el recinto, para, aprovechando la ausencia del cancerbero, que se ha rezagado en la puerta, disfrutando de una cocacola, leer el Evangelio del lugar, estar en silencio unos instantes, y besar la piedra en la que el Señor habría puesto sus pies por última vez. Bajando desde el domo, a la izquierda, encontramos la antigua basílica Eleona, que visitó la paisana Egeria, allá en el IV. Hoy es un convento de monjas carmelitas, bajo jurisdicción francesa, erigido en tiempos de Napoleón III por la devoción de la duquesa de la Tour d´Auvergne, última sucesora de Godofredo de Bouillon. En sus paredes figura el padrenuestro en todas las lenguas imaginables, incluido el bable. Y en la cripta, en donde, según piadosa tradición, enseñó Jesús la oración, nos encontramos con un grupo numeroso de soldados colombianos, que prestan servicio, como fuerzas de Naciones Unidas, en el desierto del Sinaí. La monja, que no desperdicia ocasión, convierte lo que acaso hubiera sido simple gira turística en rato de oración. Exhorta a los soldados para que, al rezar el padrenuestro, recuerden a sus madres, a sus mujeres, a sus novias, y como esta monja hila fino, viendo que llevan algunos folletos de propaganda protestante, que alguien les dio no sé dónde, les previene que no se vayan a dejar cambiar la fe, y les invita a rezar también un avemaría, tomándoles el compromiso de que rezarán ambas oraciones con frecuencia. Seguimos adelante por el camino que hiciera Jesús a su entrada en Jerusalén, dejando atrás la tumba que dicen del profeta Malaquías, deteniéndonos en la iglesia de Dominus Flevit, acaso la mejor panorámica de la ciudad, y en la de Getsemaní, para luego bajar hasta el torrente Cedrón, subir la cuesta de la puerta de los Leones, por la que probablemente entró Jesús en Su pasión, y dirigirnos a la Vía Dolorosa, donde los franciscanos inician su Vía Crucis cada viernes. Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta: no hay más que ver los pedruscos colosales sobre los que se asienta. Y allí suben las tribus del Señor: la de los francos, la de los anglos, la de los hispanos, en la que me integro alegremente. Como hay algo de tiempo, la monja y yo hacemos una escapadita para reponernos con un bocata de Schewarma, uno más, mientras que los demás, más recios y más piadosos, aguantan el ayuno que se han impuesto. Me encuentro fortuitamente con Don Bernardo, cura amigo, y espero a que los frailes comiencen la oración, aprovechando para contemplar, una vez más, el Haram Esh-Sharif, desde una ventana enrrejada que se abre encima del lugar en donde se congregan los fieles, adonde igualmente se acercan unas monjitas filipinas, alguna de las que se esfuerza en chapurrear unas palabritas de español. Y empieza el Vía Crucis. Se reza en árabe, en inglés y en italiano. Y se sigue la marcha por las callejas, aceptando con humildad franciscana la indiferencia y la antipatía. He leído en alguna parte que esta Vía no es otra cosa que recuerdo amoroso, falto de fidelidad histórica. En el mejor de los casos, estaríamos caminando, más o menos, en la misma dirección en que lo hizo Jesús, pero unos diez metros más arriba, que es mucho lo edificado desde entonces. Pero sin embargo, la propia ciudad, el ambiente despreciativo u hostil, no hacen difícil acompañarle en su camino de la cruz con la cabeza y con el corazón, aunque no se escuchen ni se lleguen a entender las palabras que se pronuncian en cada parada. Ya en el Santo Sepulcro, tienen lugar las últimas estaciones, y se extiende el ejercicio con una procesión interna, en la que los franciscanos hacen gala de todo el rigor y la majestuosidad de la liturgia romana, en competencia con la bizantina, que no le va a la zaga.

 

19 sábado: Gallicantu- Latrún- Tel Aviv.- Celebran Misa en la explanada de la Maison d´Abraham unos peregrinos italianos. Al fondo, como sublime telón, la ciudad entera de Jerusalén, iluminada por el primer sol de la mañana. Habla el sacerdote, lleno de razón, de la gracia que supone celebrar en tan hermoso enclave. Visita luego a San Pedro in Gallicantu, desde donde se ve, con todo detalle, el valle del Hinnón, y el Campo del Alfarero, donde se destripó Judas; e impresión honda al estar al lado de las escaleras por las que –esta vez sí, con toda probabilidad- subió Jesús. La hora se echa encima. Hay que darse prisa para salir hacia el aeropuerto. Volaré a Madrid con mi amiga chilena, que tiene reservado el mismo vuelo, para seguir luego a Chile. Despedida de las dominicas, que se empeñan en invitar a un café de última hora, y viaje hacia Ben Gurion en el coche de un amigo árabe, que hoy es shabbat. Son muy pocos los vehículos que transitan. A la salida de Jerusalén, nos cruzamos con un grupo numeroso de judíos hasídicos, que, al bramido de shabbat, shabbat, hacen gesto de arrojarnos alguna piedra. El conductor, Dzi´ad, acelera devolviéndoles alguna invectiva que no sé traducir, pero comprendo y comparto. Curiosa la manera de comportarse de estos haredim, a los que en Occidente se conoce por ultraortodoxos, pero que son más secta que ortodoxia israelita. Vestidos no a la usanza tradicional hebrea, sino a la moda de los judíos polacos del siglo XVIII, con unas levitas negras, unos gorros y unos sombreros de piel –los strimmel- que agobia verlos, muchos no hacen la mili, ni pagan impuestos, ni hablan siquiera hebreo, que consideran lengua sólo apta para lo sagrado, sino yidish: la jerga de las juderías centroeuropeas del siglo pasado. Por el camino platicamos con nuestro conductor acerca de las afinidades entre españoles y árabes, de la procedencia arábiga de muchas palabras y algunas costumbres nuestras. Es Dzi´ad un hombre campechano y servicial. Nos cuenta que tiene diez hijos, el mayor de los cuales le ayuda en el negocio del taxi. Sabedor de que no hemos visitado Latrún, tiene la amabilidad de desviarse y pararnos unos minutos en la que es hoy abadía cisterciense y fue en sus tiempos iglesia bizantina, y luego cruzada, junto al Torón de los Caballeros: paraje que visitamos a la carrera.  El nombre de Latrún hace referencia a Dimas, el buen ladrón, al que Jesús prometió el Reino. Y está enclavado en la antigua población palestina de Emwas, cuyas casas fueron destruidas y cuyos habitantes fueron deportados en 1967, que algunos identificaron con la Emaús evangélica, aunque los cruzados la situaran en Abu Gosh, y los franciscanos, por conjetura sobre distancia y tiempo, la ubiquen, en la actualidad, en El Qubeybeh. A la llegada al aeropuerto, los agentes israelíes revisan el coche, de matrícula árabe, con precisión metódica y quisquillosa, dejándonos al fin pasar, para superar, en la frontera, un examen personal menos riguroso que el que nos habían precavido. Multo peregrinantur rare sanctificantur, dijeron los precursores de la Reforma. Y, en algún sentido, razón llevaban. Tierra Santa no es la Meca: meta de peregrinación obligatoria para los fieles del Islam. Pero haber seguido los pasos de Jesús es un obsequio que sería muy injusto no agradecer. Como diría el buen cura peruano, hemos disfrutado como chanchitos en lodazal. Situar geográficamente los lugares, recordar los contornos, las tierras, los enclaves, aunque haya sido mucho lo que han mudado con el tiempo, ayuda a considerar el Evangelio, y aproxima a Jesús; aunque su presencia más cercana no esté en el viaje, sino en la Eucaristía, en la Palabra, en los ojos y en las manos de quienes nos necesitan.