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viernes: Betania- Betfagé- Domo de la Ascensión- Paternóster- Via Crucis.-
Los espontáneos de Dar Ibrahim, que es como se llama en árabe la
Maison d´Abraham, salimos con la fresca, si es que aquí puede llamarse así a
la mañana temprana, hacia Al Lazariyye, Betania, en un autobús árabe, barato,
algo mugriento, con conductor gentil y obsequioso. Remontamos, andando, un
repechito, hasta el espacio en el que, según la tradición, se ubicó la casa
de Lázaro, Marta y María. La vieja construcción cristiana está hoy ocupada
por una mezquita, vacía y cerrada, y flanqueada por dos iglesias: una católica
y otra ortodoxa, abierta la primera, cerrada la segunda. Se puede bajar hasta el
sepulcro que dicen de Lázaro, enclavado bajo la mezquita, gracias a una
tortuosa escalera que los franciscanos consiguieron abrir hace siglos, pagando
buen precio, y una vez satisfechos unos siclos que cobra la familia musulmana
que cuida de la tumba. Dentro del sepulcro, leemos el evangelio correspondiente,
en español y en francés. Es contagiosa la emoción de mis acompañantes.
Igualmente iremos leyendo el evangelio correspondiente en los diversos sitios
que hoy vayamos visitando, siguiendo, como queremos, los caminos de Jesús. A la
salida, un árabe musulmán se empeña en vendernos rosarios y recuerdos. Me
llama la atención que venda, también, los rosarios de cien cuentas que usan
los musulmanes, y le hago un comentario al respecto. –Son para rezar a un solo
Dios, me dice. –A un Dios todopoderoso –le contesto, a un Dios que, por
tener todo el poder, puede manifestarse por medio de su Hijo. Se enfada, claro,
aunque sin llegar a acalorarse. Le compro una kefiah, que llevaré de
recuerdo. Remontamos una nueva cuesta, bien inclinada y, al cabo de media horita
de caminar bajo un sol ya muy intenso, alcanzamos Betfagé, desde donde el Señor
habría salido el domingo de Ramos, para hacer su entrada en Jerusalén. Guarda
la entrada un árabe lisiado, al que pagamos también unos siclos y, una vez más,
evangelio, oración y continuar camino. Mientras llegamos al domo de la Ascensión,
la simpática amiga de Camerún se nos explaya, comentándonos que es princesa
del pueblo bamuleké. Su padre, nos dice, murió en el animismo, pero ella confía
en que esté en la presencia de Dios, ya que siempre se comportó con arreglo a
la moral natural, amando al Dios único, como un patriarca del Antiguo
Testamento. No seré yo quien se lo discuta. La Ascensión de Jesús tuvo lugar,
según los Hechos de los Apóstoles, en Getsemaní, a la distancia de un camino
sabático. Y ya desde los primeros tiempos se conmemoró en un altozano, sobre
el que se construyó un templo circular, abierto en su centro, alusivo al
acontecimiento. Sustituido el círculo por un octógono, en tiempo de los
cruzados, los musulmanes que les vencieron, creyentes, como los cristianos, en
la ascensión de Sidi Issa, envolvieron el edificio con una fea cúpula,
que hoy permanece, y a la que llegamos. Yo tengo leído que San Ignacio de
Loyola, arribado hasta aquí sin dinero, consiguió entrar dándole al musulmán
que custodiaba la entrada una plumilla de su escritorio, e intento hacer otro
tanto. –May I pay with my pen?, le digo al portero, heredero remoto de
aquella familia a la que Saladino confió la guarda del lugar, y él se me
niega. Nones. O la pluma de San Ignacio era de mejor calidad que mi bolígrafo,
o mucho han cambiado los tiempos. Frustrado el gesto sentimental, pago lo que
cada quisque y entro en el recinto, para, aprovechando la ausencia del
cancerbero, que se ha rezagado en la puerta, disfrutando de una cocacola, leer
el Evangelio del lugar, estar en silencio unos instantes, y besar la piedra en
la que el Señor habría puesto sus pies por última vez.
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El
domo de la Ascensión |
Bajando desde el domo,
a la izquierda, encontramos la antigua basílica Eleona, que visitó la paisana
Egeria, allá en el IV. Hoy es un convento de monjas carmelitas, bajo jurisdicción
francesa, erigido en tiempos de Napoleón III por la devoción de la duquesa de
la Tour d´Auvergne, última sucesora de Godofredo de Bouillon. En sus paredes
figura el padrenuestro en todas las lenguas imaginables, incluido el bable. Y en
la cripta, en donde, según piadosa tradición, enseñó Jesús la oración, nos
encontramos con un grupo numeroso de soldados colombianos, que prestan servicio,
como fuerzas de Naciones Unidas, en el desierto del Sinaí. La monja, que no
desperdicia ocasión, convierte lo que acaso hubiera sido simple gira turística
en rato de oración. Exhorta a los soldados para que, al rezar el padrenuestro,
recuerden a sus madres, a sus mujeres, a sus novias, y como esta monja hila
fino, viendo que llevan algunos folletos de propaganda protestante, que alguien
les dio no sé dónde, les previene que no se vayan a dejar cambiar la fe, y les
invita a rezar también un avemaría, tomándoles el compromiso de que rezarán
ambas oraciones con frecuencia. Seguimos adelante por el camino que hiciera Jesús
a su entrada en Jerusalén, dejando atrás la tumba que dicen del profeta Malaquías,
deteniéndonos en la iglesia de Dominus Flevit, acaso la mejor panorámica
de la ciudad, y en la de Getsemaní, para luego bajar hasta el torrente Cedrón,
subir la cuesta de la puerta de los Leones, por la que probablemente entró Jesús
en Su pasión, y dirigirnos a la Vía Dolorosa, donde los franciscanos inician
su Vía Crucis cada viernes.
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La
basílica de las Naciones, en Getsemaní |
Jerusalén está fundada como ciudad bien compacta:
no hay más que ver los pedruscos colosales sobre los que se asienta. Y allí
suben las tribus del Señor: la de los francos, la de los anglos, la de los
hispanos, en la que me integro alegremente. Como hay algo de tiempo, la monja y
yo hacemos una escapadita para reponernos con un bocata de Schewarma, uno
más, mientras que los demás, más recios y más piadosos, aguantan el ayuno
que se han impuesto. Me encuentro fortuitamente con Don Bernardo, cura amigo, y
espero a que los frailes comiencen la oración, aprovechando para contemplar,
una vez más, el Haram Esh-Sharif, desde una ventana enrrejada que se
abre encima del lugar en donde se congregan los fieles, adonde igualmente se
acercan unas monjitas filipinas, alguna de las que se esfuerza en chapurrear
unas palabritas de español. Y empieza el Vía Crucis. Se reza en árabe, en
inglés y en italiano. Y se sigue la marcha por las callejas, aceptando con
humildad franciscana la indiferencia y la antipatía. He leído en alguna parte
que esta Vía no es otra cosa que recuerdo amoroso, falto de fidelidad histórica.
En el mejor de los casos, estaríamos caminando, más o menos, en la misma
dirección en que lo hizo Jesús, pero unos diez metros más arriba, que es
mucho lo edificado desde entonces. Pero sin embargo, la propia ciudad, el
ambiente despreciativo u hostil, no hacen difícil acompañarle en su camino de
la cruz con la cabeza y con el corazón, aunque no se escuchen ni se lleguen a
entender las palabras que se pronuncian en cada parada. Ya en el Santo Sepulcro,
tienen lugar las últimas estaciones, y se extiende el ejercicio con una procesión
interna, en la que los franciscanos hacen gala de todo el rigor y la
majestuosidad de la liturgia romana, en competencia con la bizantina, que no le
va a la zaga.
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Agosto
del 2000
Jornadas:
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