9.
De Palmira a Damasco.-
Me lo habían avisado: la mejor manera de ver Palmira no es la que intenté
ayer, bajo el sol abrasador, sino el trote mañanero: darse un buen madrugón,
como a las cuatro y media de la mañana, y salir con la fresca del
desierto, que es efectivamente fresca, diez grados, para pasear sin
agobios por las ruinas. Pongo mi despertador a esa hora y a las cinco
menos cuarto ya estoy saliendo. Sorprendentemente, el vestíbulo de este
nada barato hotel está ocupado por alrededor de una docena de individuos,
que duermen sobre la alfombra. Acaso sea el cortejo de algunos oficiales
que se han hospedado aquí esta noche. Es, desde luego, ese ingrediente de
caos que, cuando menos se espera, condimenta los potajes del Oriente.
Salgo saltando por encima de los cuerpos durmientes y, todavía a la luz
de la luna, me encamino a pie hacia las ruinas. Voy hasta la zona más
lejana, cerca de la loma donde se alza el castillo que, ya arruinada la
ciudad romana, construyó Fakhr ed Din, y me propongo empezar desde
allí el paseo arqueológico. Pero en las cercanías del castillo hay unas
tiendas beduinas de las que me salen un par de perros, sorprendentemente
flacos y amarillos. Y aquí estoy yo, que no tengo ninguna simpatía por
estos animalitos, riéndome de mí mismo y de mi trance, ciertamente
surrealista: arrojando piedras de venerable antigüedad a unos lebreles
raros y enjutos, que me ladran como si fuera un fantasma, a las cinco de
la madrugada, en la desértica soledad del desierto, y escapando en
dirección contraria. Me dejan en paz los chuchos e inicio mi marcha, al
compás de las primeras luces, por el campo de Diocleciano, pasando
revista marcial al inmenso desfile de columnas vacías que llevan hasta el
templo de Baal y que, para mí, sólo para mí, tañen la escala del
amanecer en todos sus tonos. No me canso de ver una y otra vez la ruinas.
Pero el calor, a eso de las ocho y media, ya empieza a ser recio, de modo
que me retiro a mi hotel -de cuyo vestíbulo ya han desaparecido los
inesperados durmientes- para darme una última ducha, desayunar, y buscar
algún medio de transporte que me devuelva a Damasco. No es comparable al
encuentro de Livingstone y Stanley, pero he aquí que, en ese trance de
buscar transporte, me cruzo con otro europeo solitario y mochilero que va
en dirección contraria, hacia la frontera de Irak. –Where are you
from? -From Porto, Portugal. -¡Que alegría, un casi paisano!, ¡y qué
bobo, que se empeña en hablarme en inglés! Le presto el pequeño
servicio de encaminarle hacia el chiringuito en el que paran las
furgonetas que van en su dirección, y tomo la mía, otra vez desierto
adelante, por la pista interminablemente vacía.
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Diana
tempranera y escala de las ruinas en todos los tonos del amanecer. |
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De regreso en Damasco, me
parece que el calor es incluso superior al de Palmira. Aprovecho la tarde
para pasar por el templo de los caldeos, antiguos nestorianos, unidos a
Roma, con sede en lo que hoy es territorio de Irak. Está celebrando la
Misa un cura delgadísimo, al que, de puro flaco, la capa litúrgica no
alcanza a tapar los dos hombros. Aunque no entiendo nada de lo que se
dice, me parece, por los gestos, que su rito difiere bastante del latino:
el ofertorio, por ejemplo, se hace nada más empezar la celebración.
Desde aquí hasta Mar Boulos queda todavía un trecho, y tomo un
taxi. Fijado el precio con el conductor, por el camino me va contando que
él es policía y que conduciendo se gana un necesario sobresueldo. Cuando
estamos llegando, me exige el doble de lo pactado. Tras días de chalaneo,
ya he adquirido soltura y le digo que nones. La conversación sube de tono
y mientras él grita en árabe, yo lo hago en español castizo, hasta
llegar a asirnos de las solapas. Habla de llevarme a la Polis y yo
le animo: -adelante. La cosa acaba en humo, en la puerta de mi destino,
que estas peripecias son tan desagradables como intranscendentes.
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