30. Maalula, Seidnaya.- Hoy aspiro a
ir a Maalula, población cristiana. Me levanto muy temprano. Tomo a la carrera
una furgoneta colectiva, que me acerca a la explanada en la que, sin orden
aparente, se amontonan las que salen hacia el norte. Estos vehículos, en los
que caben unas diez personas, salen cuando el conductor juzga que hay ya
pasajeros suficientes como para que le rente el viaje, no antes. Así pues, hay
que localizar uno que vaya al destino que interesa, y aguardar a que se complete
el pasaje. Tengo suerte y unos drusos montan conmigo, de manera que partimos
pronto. Se distingue a los drusos por su porte noble, sus bigotes marciales, sus
abultados pantalones negros, abiertos por detrás y su pañuelo o bonete blanco.
Se sabe poco de sus convicciones, que sólo son reveladas gradualmente, según
el rango que alcancen en su comunidad: seguidores de Al-Hakem, califa egipcio
del siglo XI, creyentes en la reencarnación y enemigos de la poligamia, se
cuenta que entre sus lecturas sagradas están desde los Evangelios hasta el Corán, pasando por las obras de Aristóteles. No son ni
musulmanes, ni cristianos. De su animosidad hacia estos dieron muestra en 1860,
cuando martirizaron a miles de ellos, particularmente en el Líbano.
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Maalula,
cristiana desde siempre, ocre y celeste, último reducto de la lengua
aramea. |
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Donde
yace Tecla, discípula de Pablo. |
Se apean
mis drusos antes de llegar a Maalula y ya aquí, subo monte arriba, bajo un sol
hiriente, con un calor agobiante, por el vallecito que se abre entre dos montes
de color ocre, de cuyas laderas cuelgan casitas de colores blanco y celeste. No
hay apenas calles que puedan llamarse tales. Las casas están construidas
trepando por las montañas, de modo que se acceda a unas por medio de otras y de
tal guisa que, retirando la escalera, quede vedado el acceso a un desconocido o
a un invasor. Viviendo así y protegidos por el desfiladero que se aleja hacia
el monasterio de Mar Sarkis, es fama que han permanecido aquí los
cristianos, sin interrupción, desde los tiempos de la predicación evangélica.
Las monjitas ortodoxas del monasterio de Mar Taklas presumen de ser éste
el primer monasterio y el más antiguo de la cristiandad. Así será si de veras
Santa Tecla, discípula de San Pablo, se asentó aquí, y aquí fue enterrada,
como cuenta la piadosa historia. En la permanencia cristiana ha influido una
chocante superstición islámica, según la cual cualquier musulmán que se
estableciese aquí moriría indefectiblemente, de muerte natural, antes de pasar
un año. La superstición es obviamente falsa, pero los cristianos, por la
cuenta que les trae, jamás han hecho ningún esfuerzo por desmentirla. El
monasterio de Mar Taklas está atendido por unas monjitas guapas y jóvenes,
que atienden a los peregrinos con silenciosa delicadeza. Me enseña la iglesia
una de ellas, pequeñita y con gafas de estudiosa, enlutada y velada a la usanza
griega, dejando ver sólo el óvalo de la cara. Los iconos no parecen antiguos,
pero son ingenuamente airosos, con motivos de la vida de la Virgen María, y
alguno alusivo a la santa local. Me llama la atención uno de ellos, que
describe la intervención intercesora de Nuestra Señora en el juicio final; en
griego,
H ANALHYIS TOU XRISTOU,
el análisis de Cristo: ahí es nada. Subiendo, siempre subiendo, se
llega a la tumba de la santa, en la que una monja entradita en años, haciéndome
ver que piso lugar sagrado, me manda descalzarme. Fluye al lado un manantial,
del que unas musulmanas -comprenda quien pueda- están tomando agua,
piadosamente, que juzgan muy milagrosa. A la salida, sorpresa, encuentro a las
monjas greco ortodoxas rezando el rosario a la usanza más ranciamente latina,
en feliz comunicación interritual. Me alargo hacia el desfiladero que nace aquí
mismo y que, a lo largo de unos kilómetros, me lleva al monasterio greco católico,
melquita, de Mar Sarkis, custodiado por la orden salvatoriana. El
desfiladero es hermoso: aunque seco, tanto o más profundo y angosto que los cañones
de la sierra de Guara, de Huesca, que viene a mi memoria. Está bien poco
cuidado. A las pintadas con las que los eremitas decoraron algunas cuevas en
tiempos remotos se han añadido otras, con spray, recientitas. Algunas
muchachas muy jóvenes, veladas de pies a cabeza, juegan y corretean en
volatines inverosímiles por las laderas inclinadas de algunos parajes. Visito
el monasterio al tiempo que una señora hawaiana, que ha llegado acompañada por
otra, de edad avanzada, musulmana, que se queda a la entrada. Después de ver el
templo, con viejos iconos, con vetustos altares biselados, construidos a imitación
de los paganos, que los usaban así para recoger la sangre de las bestias
sacrificadas, repasamos la historia de Mar Sarkis, o sea, de San Sergio:
un oficial romano, sirio, que, en compañía de su camarada San Bajo, ganó el
martirio durante la persecución de Maximiano, el año 297, en Rusafa,
después llamada Sergiópolis: una ciudad populosa que fue centro de peregrinaje
cristiano y de la que hoy, después de que el sultán Baybars deportara a sus
habitantes, en 1258, sólo quedan ruinas, batidas por el viento del desierto.
Nos atiende uno de los curas melquitas, el padre Rafki, de origen libanés,
joven, culto, atildado, y nos ofrece algo que, en otras latitudes, no sería,
como aquí, un signo de afirmación de las propias convicciones: un vaso de
vino, no malo, por cierto, y fresco, tintorro de la cosecha local. Después de
tan gustosa confesión de fe, nos habla del arameo como lengua viva, que sólo
se conserva en los pueblos de esta zona y -en otro dialecto- en el curso medio
del Eúfrates. Recita ante nosotros el padrenuestro en esa misma lengua en que
lo enseñara Jesús, y sólo retengo una expresión, Abunaj, que vale por
“Padre nuestro”, y que me prometo recordar. Regresando por el camino andado,
no sé encontrar ahora la entrada al desfiladero por el que vine. En aquel
paraje desolado aparecen, en bendito momento, unos chiquillos que me ayudan a
dar con ella, que no es fácil.
El
desfiladero por el que se llega hasta Deir Mar Sarkis, el
monasterio de San Sergio |
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El
antiquísimo altar de San Sergio, con bisel al estilo de los viejos
altares paganos. |
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Vuelvo así a la explanada de Santa Tecla, con
el afán de encontrar algún vehículo que me lleve a Seidnaya. Y es empeño
arduo, que el único transporte que encuentro es el de unos muchachos franceses,
que salen hacia el norte. Hablo con un tendero local, que me declara su
cristianismo santiguándose y me ofrece la
posibilidad de trasladarme a Seidnaya, por poco dinero, en la
furgoneta de su cuñado. Dicho y hecho. Aguardo unos momentos, sentado a la
hospitalidad de mi anfitrión, que me invita a hummus –una pasta espesa
de garbanzos, limón y aceite de sémola, que se come con la mano, untándola en
pan- y, en unos pocos minutos, estoy camino de Seidnaya, por la pista que
atraviesa unos formidables baldíos, sólo surcados por alguna familia beduina. Seidnaya
–Nuestra Señora, en arameo- es un imponente monasterio, elevado sobre un
roquedal, ocupado por monjas greco ortodoxas, de lengua árabe, centro de devoción
a la Virgen, de cuya erección, en el año 547, por orden de Justiniano, hay
constancia documental. En la pequeña y oscura capilla denominada Shangoura
se conservan varios iconos de Santa María, de los siglos VII, VI y V y, el más
venerado, que ocupa el lugar central: el muy honrado icono de Nuestra Señora de
Seidnaya, que es polo que atrae a cristianos de todas las confesiones y lugares:
de Siria, de Jordania, del Irak, y hasta de la remota Europa, en donde los
caballeros del Temple propagaron la devoción bajo el nombre latinizado de
Nuestra Señora de Sardinay.
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Seidnaya. En
arameo, "Nuestra Señora" |
De la intensidad y presencia de esta devoción da
idea el hecho de que, cuando, hace unos años, tres cosmonautas sirios partieron
en una expedición soviética a la estación espacial Mir, antes vinieran
a despedirse de Santa María de Seidnaya, con la promesa de retornar, si volvían
con bien, como efectivamente hicieron, para dejar además una foto con sus
trajes espaciales, que se conserva como pío recuerdo. Al otro lado de la Shangoura,
en la iglesia, se está celebrando una boda. Casi todos van vestidos a la
occidental, pero se desvela el detalle local cuando, finalizada la ceremonia,
las mujeres asistentes ululan ese grito agudo, modulado por la lengua, que
conocemos como tan típico de las árabes. De vuelta a Damasco, no tengo suerte
con el conductor de la furgoneta que tomo. Es un tipo malencarado, que pretende
cobrarme el doble por llevar macuto, a pesar de que lo sostengo sobre mis
piernas. Me niego, y la situación se hace agria. Ni él sabe ninguna lengua que
yo conozca, ni mi árabe da para discusiones comerciales, pero pago lo mío y
sigo adelante, eso sí, a cara de perro. Llegado a Damasco, mi nada simpático
cochero me deja en una esquina que me es perfectamente desconocida, en la que no
hallo ningún cartel que me sirva de indicación, ni siquiera en árabe. Tras
unos momentos de mapa, brújula y desorientada indecisión, paran ante mí unos
repartidores de leche que, viéndome tan despistado, me acercan gratuita y
amablemente a Bab esh Sharqui, desde donde –ya el camino me es
conocido- llegaré andando hasta Mar Boulos. Descanso de mi viaje en el mínimo
jardín, en compañía de las monjas. Una de ellas, la hermana Pascualina,
aunque nacida en Alepo, resulta ser armenia. Hablamos de la antigüedad de esa
nación cristiana: el primer pueblo que abrazó colectivamente el cristianismo,
y del genocidio padecido, de los dos millones de cristianos armenios que han
muerto en este siglo a manos de los turcos, sin que nadie se ocupe de
recordarles, como sí se recuerda con insistencia otro genocidio, no menos
brutal, pero que no excede a éste en salvajismo ni en víctimas. Según me
cuenta la hermana, después de muchos años de huída del solar nacional de
Armenia, que se encontraba en territorio soviético, el desmoronamiento del
comunismo ha dado pie a la repatriación de muchos. Y es hermoso que ese retorno
vaya a coincidir con la visita del Papa y con la inauguración
de una inmensa y bella catedral, que se está ultimando en Erevan.
Bromeamos sobre León II de Armenia, que fue Señor de Madrid, por concesión de
Juan I de Castilla. Esta monja no es nada tonta: sabe mucho, y habla como
idiomas propios el árabe y el armenio y, con igual soltura, el italiano. El
inglés, dice, sólo lo intuye. Ella es quien se encarga de los asuntos de
ordinaria administración de la residencia franciscana.
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