1.-
Harissa, Biblos, Trípoli.- Mis amigos los porteros de los lazaristas no quieren cobrarme por haber
pernoctado en lo suyo, de modo que les dejo una contribución más o menos
equivalente a lo que, en mis cálculos, me habría costado un hotel de
precio medio. Misa en Beirut, copioso desayuno por cuenta de mi amigo, y
parto hacia el norte, en un autobús regular, por la carretera que bordea
el mar, con destino a Jounieh, en donde hace unos años hubo una matanza
de cristianos, al estallar una bomba durante la celebración de la Misa. A
poco de salir de la ciudad, cruzo Nahr el Kalb, el Río del Perro:
un enclave que la Historia ha destinado a ser campo de batalla, en el que
los combatientes han venido dejando testimonio de sus hazañas, desde las
inscripciones antiquísimas de los faraones egipcios, hasta las recientes,
de las milicias del Kataeb libanés, pasando por las que hacen
memoria de las batallas que lidiaron Nabucodonosor, los asirios, los
griegos, Caracalla, los árabes, los franceses, los británicos. Desde
Jounieh subo hasta la hermosa y arbolada montaña en que se levanta la
enorme imagen de Sida María Harissa: la Virgen del Líbano.
Crecí como
un cedro del Líbano, como el ciprés en las laderas del Hermón:
Eclº. 24, 1 - 34.
En la montaña, sobre
Jounieh, en medio del bosque tupido, se alzan el templo y la imagen
de Sida Maria Harissa. |
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Bajo
en el teleférico, con una familia saudí, que hasta aquí, a ver a la
Virgen, se acercan también los musulmanes. No se cuánto cuesta el ticket
del descenso y cuando le pregunto al amigo saudí, en mi árabe suai
suai, él se monda de risa, al escucharme decir flus por
dinero. -¿Dónde has aprendido árabe?, me pregunta. Por lo que parece, flus
se utiliza tan solo en la lengua clásica, y lo que corresponde decir en
tono coloquial es masari. Algo nuevo que he aprendido. Durante el
descenso, en la cabina, indaga mi procedencia: -la remota España. -Qué
lejos. Una furgonetilla me lleva hasta Biblos, Djbeil, en árabe,
la Gebal de la Biblia. Como el vehículo sigue trayecto hacia el
norte, le pido a una pasajera que me diga dónde debo bajar, y así lo
hace, gentil. Biblos es un pueblo veraniego atrayente. Las playas, los
chiringuitos, la gente bañándose, evocan cualquier plaza de veraneo de
la Europa mediterránea.
Biblos:
tumbas fenicias, teatro romano, muelle evocador de singladuras
remotas. |
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Las casas de piedras vetustas, el adoquinado, han
sido cuidadosamente conservados y restaurados, y albergan un moderno y
limpio zoco con cantinas, pizzerías, tiendas de artículos deportivos, naúticos,
de recuerdos. Paso primero por las excavaciones: los vestigios del templo
de Baal, las tumbas de los reyes fenicios –la más importante, la del
rey Hiram, el que suministró a Salomón los cedros para la construcción
del templo de Jerusalén, está en el Museo Nacional de Beirut, el teatro
romano –pequeñito y que tiene como fondo de la escena el muelle desde
el que se embarcarían aquellas naves marineras que llegaron hasta las
Casitérides, pasando por Cartago, y por Cartagena y por Cádiz, claro. Y
entro luego en el imponente castillo que construyó Raimundo de Tolosa,
Conde de San Gil, que domina las ruinas y se alza sobre la bahía. El
castillo está bien conservado, con un complicado juego de escaleras
interiores que, en alguna esquina, traen a la memoria los grabados de
Piranessi.
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Los
pedruscos venerables del castillo que alzó aquí el vencedor de la
remota Toledo. |
Y qué personaje este Raimundo de Tolosa: veterano de la toma
de Toledo, a las órdenes de nuestro Alfonso VI de Castilla, esposo de su
hija, la Infanta Elvira, que madrugó en acudir a la primera cruzada,
vencedor en Dorileo, en las Puertas Cilicianas, en Antioquía, en Trípoli
y aquí, Qué personaje él y qué carácter el de nuestra Doña Elvira,
recia castellana de Laodicea durante las ausencias guerreras de su marido.
Tras girar visita a la iglesia de San Juan Evangelista, una preciosa
capillita románica, que podría estar en cualquier lugar de Europa, me
tomo una pizza con jamón –otro signo de identidad, en estos
pagos- a la sombra de la tiendecita que regentan unos muchachos, que
ocupan así su ocio estival lucrativamente, según me cuentan –fenicios
son- a la espera de que se reabra el curso académico. Una buena caminata
bajo el sol vespertino me lleva hasta la parada de autobuses que me dejarán
en Trípoli, donde está Al Qala´ Sanyel; es decir, el castillo
del conde San Gil, que también alzó el bueno de Don Raimundo, en donde
nació su hijo Alfonso-Jordán, bautizado así en recuerdo de su abuelo,
el rey de Castilla. Aunque no he pasado ninguna frontera, es como si otra
vez hubiera cambiado de época. Trípoli, también víctima de la guerra,
no se ha rehecho. Las casas bombardeadas por doquier, siguen abrigando
población entre sus escombros. Las banderas verdes y negras, que ondean
con lemas del Corán, advierten que esto es otra cosa. Siguiendo las
indicaciones que me han dado, me acerco al llamémosle palacio episcopal,
en donde me recibe un muchacho, seminarista, que se empeña en que espere
al vicario diocesano. Yo lo que quiero es encontrar hotel, pero cualquiera
deja tirado a este chico, tan amable y deseoso de conversación. Llega al
fin el señor vicario, acompañado de su mujer, que para eso es maronita.
Es, para mi, desacostumbrada la situación de que estar charlando con un
sacerdote mientras que su señora evoluciona por la casa, poniendo a punto
la colada. Según me han contado, esto de que se puedan ordenar los
varones casados, como sucede en la iglesia maronita católica, trae
consigo no pocos problemas; y es que si el sacerdote es consecuente, suele
ser padre de bastantes hijos, y para mantenerlos con dignidad, precisa de
unos ingresos, que, si él está dedicado por entero a su labor
sacerdotal, no pueden salir de otra fuente que de las arcas diocesanas, lo
que obliga al obispo a hacer unos equilibrios económicos nada fáciles, y
a disponer de unos fondos que no se llevan nada bien con la pretensión de
que la Iglesia viva en pobreza. Doy con mis huesos en uno de los, al
parecer, más recomendables hoteles de Trípoli. Aunque la energía eléctrica
llega a otros barrios, no al de este hotel, de manera que tengo que cenar
a la luz de un quinqué –al candil, en árabe, que no es nombre
difícil de recordar- y lo hago en compañía del único otro ocupante del
hotel: un japonés al que la ingesta de la cerveza que trajo de Beirut ha
hecho muy simpático y comunicativo. Por la calle pasan furgonetas
descapotadas, con jóvenes barbudos al descubierto, que llevan cintas
verdes rodeando sus cabezas, que agitan armas y dan gritos. Supongo que
celebran algo, pero no logro saber qué. En semejante escenario, cuesta
conciliar el sueño.
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