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San Simeón, las ciudades fantasmas.- Quiero visitar en un solo día
las más importantes construcciones cristianas del norte de Siria, y para
ello no hay transporte posible, de modo que, quiera o no, tengo que
alquilar un coche. En el desayuno he coincidido con unos suizos del Jura,
francoparlantes, que me han aconsejado que lo intente en las cercanías
del hotel Baron, y así lo hago. Después de tantear a unos y a otros, doy
con Faruk, un simpático musulmán cuyo inglés es aproximadamente tan
malo como el mío. Nos entendemos bien, y tras regatear un poco,
concertamos un precio que me parece asequible. Salgo con él hacia lo que
las guías llaman Al Qala´ Shiman, cuando no siendo castillo, sino
monasterio, debería llamarse, como quieren los cristianos de aquí, Deir
Mar Shiman: el monasterio de San Simeón Estilita, que es construcción
verdaderamente imponente. San Simeón nació el 386 en Cilicia y, después
de hacer intentos de vida cenobítica en el monasterio de Teleda y en
Telanissos, huyendo de la curiosidad de los devotos que afluían llamados
tanto por sus proezas de penitente como por la sabiduría de sus consejos,
optó por establecerse en la cúspide de una columna –stilla- en
el año 422, permaneciendo allí hasta su fallecimiento, en el año 459.
Si no es de imitar su vida, sí es de admirar, desde luego. El monasterio
alzado en su memoria, hacia el 476, airoso y de considerables dimensiones,
fue, por lo visto, la primera construcción cristiana en planta de cruz, y
tiene como centro la columna, de la que hoy sólo quedan restos, si bien
hubo quien la vio todavía en pie en el siglo XVII.
Aunque en 985, las tropas de Kar´awia lo tomaron al asalto después
de un asedio de tres días, y mataron a todos los monjes, las arruinadas
piedras han venido siendo, a lo largo de los siglos, un polo de atracción
religiosa, hasta hoy mismo, en que, entre las ruinas del baptisterio,
apartado de lo que fue el complejo monástico, un reducido grupo de
peregrinos italianos está celebrando la Misa.
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San
Simeón y lo que queda de la columna del Estilita, que alcanzaba los
treinta metros, dicen |
Desde San
Simeón, pasando
por otro monasterio arruinado, ni excavado ni guardado, Kirk Biseh,
y por las tumbas romanas de Qatura, llegamos a Kalb Lozeh,
en las cercanías de la muy custodiada frontera turca. Aquí, casi
abandonada, en la inmediaciones de un pueblecito druso, cuyos niños
-pobres niños, roñosos y felices- dan en trepar por las piedras,
menoscabando lo poco que aún subsiste intacto, queda en pie una iglesia,
que según conjeturas estuvo dedicada a los Santos Ángeles, que es de las
mejor conservadas de la arquitectura sirio-bizantina, cuyas simples y
elegantes líneas prefiguran el románico europeo, pese a haber certeza de
haberse levantado incluso antes que Deir Mar Shiman. Cuando en
nuestros pagos estaban estableciéndose penosamente los visigodos, aquí
la cultura cristiana, tallada en piedra, alcanzaba su apogeo. Invito a
comer a mi conductor, en un establecimiento al que él me lleva, en Idlib,
no sobrado de precio ni de higiene. Tampoco hay que pedirle peras al olmo.
Mientras nos sirven la colación, Faruk extiende su esterilla y se pone a
rezar. Le espero y, cuando ha terminado, le enseño mi brujulilla y, haciéndole
ver que no ha rezado cara a la Meca, sino cara al Polo Sur, le pregunto si
tiene alguna devoción a los exploradores polares. Él ríe a carcajadas y
me llama ustaz: profesor. Mientras
comemos le pregunto si él es Haj: si ha hecho la peregrinación a
la Meca. Me dice, ufano, que sí, y yo doy en presumir de haber
peregrinado a Santiago, un pie tras otro, cerca de trescientos kilómetros.
Le dejo admirado, claro. Naturalmente él no sabe nada de Compostela, e
inquiere si para los cristianos es obligación, como para ellos lo es ir a
la Meca. Salimos luego hacia las ciudades muertas. Aunque las hay mayores
y menores, quedan cerca de seiscientos enclaves que fueron cristianos y
que, abandonados por sus habitantes, no han vuelto a ser ocupados, encontrándose
muchos en un sorprendente estado de conservación. De entre ellos, pasamos
por Al Bara, Serjilla y Bauda.
Los tres me impresionan, pero, mas que ninguno, Serjilla.
Hasta las calles trazadas se conservan. Aunque ninguna mantiene la
techumbre, son bastantes las edificaciones que están enteramente en pie.
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Ciudades perdidas, ciudades muertas. Fueron cristianas
y esto es lo que queda de ellas.
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En la soledad de estas urbes fantasmas la imaginación encuentra verosímil
dar con un togado bizantino, o con un legionario, o con un niño vestido
con la praetexta, a la vuelta de cualquier esquina. Mejor o peor
cuidados, se repiten en estas ruinas relieves con el crismón y con la
cruz de cuyos brazos penden el alfa y el omega: ésta exactamente con el
mismo diseño que en los edificios ramirenses de Asturias, exactamente
igual que, por ejemplo, en Santa Cristina de Lena, posterior a esto en
cuatro siglos, eso sí.
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