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27.-
Tres estadios tienen todos los viajes, y conviene pasar los tres con amorosa
intensidad: la preparación, la materialización y la reflexión sobre lo
vivido. Las tres son pena y gozo: el esfuerzo y la ilusión del proyecto, la
incomodidad y la alegría del viaje, la nostalgia y la satisfacción de
recordar. En los preliminares cumple contestar una primera pregunta: -¿a dónde?
Esta vez, a Siria, al Líbano y al sur de Turquía. La razón: la gana de seguir
las huellas de los primeros cristianos, buscar las raíces de mí mismo, de mi
cultura, de mi fe, que si la cuna de la cristiandad es Palestina, estas tierras
son su jardín de infancia. Luego, obtener un billete asequible, lo que Internet
facilita; diseñar el itinerario, consultando guías y mapas, previendo tiempos
y trayectos; establecer contacto, en lo posible, con quien pueda prestar alguna
ayuda, también a través de la Red, o por fax; leer sobre la historia y la
geografía de los pueblos que se quiere visitar y hasta aprender un poquito de
su lengua; sortear los trámites administrativos que, en un juego infantil de
las estampitas, establecen los gobiernos de Levante: dar por perdido el
pasaporte y obtener uno nuevo, para evitar que la embajada siria deniegue el
visado, por tener estampado el cuño de Israel, el país maldito. Y ponerse en
camino. Con todo, lo que se viva en el viaje está siempre mediatizado por el
interés del viajero. Recuerdo haber leído que Hemmingway, para enseñarles París
a los corresponsales de prensa americanos, en los años de la posguerra, les
llevaba a los burdeles, que se ve que es lo que le interesaba. Ciertamente sacarían
sus huéspedes una cierta idea de cierto París, como yo, con distinto interés,
claro, espero sacar la mía de las tierras que visito. 28.
No sale con puntualidad el avión hacia Damasco. Estamos a punto de subir cuando
se frustra nuestro propósito porque, nos dicen, el piloto se encuentra enfermo.
Poco enfermo, que al cabo de nada, nos invitan a embarcar. Sólo conozco a una
persona de nacionalidad siria, una periodista. Y tengo la fortuna de que, por
pura casualidad, viaje en mi mismo avión, acompañada por su hijo. Se me hace
corto el viaje charlando con ellos, recibiendo sus indicaciones tan acertadas,
que me servirán de mucho en los días siguientes. La música que se oye por los
auriculares que nos brinda la azafata pone ya en ambiente: Fairouz, Abdul Wahad
y Sabah Fakhri. Música en general repetitiva, de fondo monocorde, con ritmo
marcado por percusión, roto por una voz solista, que entona una melodía que se
intuye sentimental: alusión frecuente al habibi, al amigo querido, como
en nuestras jarchas medievales. Mi amiga, de Laodicea, Latakya, es
musulmana, habla con soltura el alemán, el francés y el español, y está
orgullosa de su educación en un colegio de monjas. -La educación cristiana
es exigente y rigurosa, y así la quiero yo también para mi hijo, por más que
las cosas ya no son en España como antes eran, me dice, lamentándose.
Hablamos de todo, de política: de la lamentable situación del pueblo
palestino; de historia: ella suspira por la mezquita de Córdoba, como yo
suspiro por la catedral bizantina de Damasco; de las Cruzadas y de Saladino: es
absurdo juzgar con ojos de hoy lo que sucedió hace tanto. A la llegada al
aeropuerto de Damasco le está esperando un amigo libanés, que se brinda a
acercarme al barrio cristiano: Tabbaleh. Lo hace en su BMW, a no menos de
doscientos kilómetros por hora, que aquí no parece haber más límite de
velocidad que el que imponga el propio vehículo. Ya en las cercanías del
barrio cristiano, en donde me han dejado mis amigos, intento entenderme en inglés
y en francés, sin éxito. Mienten las guías. Es poca la gente que habla aquí
otra lengua que no sea la local. Y tengo que recurrir a las poquitas palabras de
árabe que he conseguido aprender. Sin saberlo, estoy enfrente del Memorial
Saint Paul, que regentan los franciscanos, y pregunto en una especie de
tenderete de buñuelos, en el que, ahumada y aromatizada por el aceitazo, luce
una imagen enorme del Sagrado Corazón de Jesús, con bombillitas de colores. Inútiles
nuevamente mis demandas en inglés y en francés. Más por señas que otra cosa,
acabo por enterarme de que el nombre del centro que busco es Mar Boulos,
no Saint Paul, y hacia su puerta me encaminan. En el jardín diminuto, tomando
la fresca -es un decir- están algunas monjas franciscanas y su capellán, el
zamorano abuna Romualdo Fernández, que desde entonces mismo me presta
toda ayuda. Salgo a cenar algo en una tabernilla cercana, en donde, creyéndome
americano, no me tratan demasiado bien. Cuando se enteran de que soy isbani,
cambian las tornas: todo se hace amabilidad y gentileza, tanta que, habiendo
pedido una bebida sin azúcar, que ellos no tienen, salen a escape a un colmado
cercano, para traérmela bien fresquita. He entrado con buen pie. 29.-
Aunque, como en botica, hay de todo, se puede decir que, en general, los sirios
son gente bien plantada. Jóvenes o viejos, todos ellos parecen guardar algún
lejano parentesco con el egipcio-libanés Omar Shariff. Y las sirias son y
parecen guapas: a menudo con tez más clara que la de las españolas, no
raramente rubias y de ojos claros, arregladísimas, aun cuando cubiertas: se
trabajan estas chicas la cosmética. La Misa dominical en Mar Boulos está
concurridísima. Mucho antes de que empiece, ya está la iglesia llena de
fieles, bastantes veinteañeros, que llegan antes, para rezar a coro bien
acompasado un rosario del que sólo entiendo la primera invocación de las
avemarías: wa salama Maria. Los hombres van vestidos a la occidental,
con más o menos elegancia, pero entre las mujeres hay de todo, desde las que,
de puro veladas, se dirían musulmanas, hasta las que pasarían desapercibidas
en cualquier lugar de Europa, si bien muchas de estas se toquen con un pequeño
pañuelito, al estilo del que era usanza en la España de antaño. Algunas
muestras de piedad me resultan tan sencillas como desacostumbradas: no se
conforman con hacer una genuflexión o una reverencia ante el Sagrario, como
mandan los cánones de la urbanidad: se acercan, le dan besitos y hasta
cabezazos; cuando el cura lee el Evangelio, unas cuantas viejucas, alguna
ataviada a la usanza beduina, se echan al suelo, todas largas, y se afierran al
ambón, en un gesto ingenuo y devoto; finalizada la Misa, unos rezan ante el
Sagrario y otros ante el Evangelio, que aunque esté cerrado es también signo
de la presencia divina. Algunos de estos rasgos -en particular, la veneración
al Libro- me han parecido a mí como de inspiración islámica, y así se lo
digo a abuna Romualdo, quien asegura lo contrario: probablemente fueron
los musulmanes los que copiaron a los cristianos sus gestos de devoción a la
Palabra revelada, como también probablemente copiaron nuestras horas canónicas
(las llamadas a la oración del almuédano), y la costumbre de descalzarse en
lugar sagrado (que veré en algunos lugares cristianos y que, por lo que me
dice, conservan los egipcios coptos, que entran siempre descalzos en el
presbiterio). Acabada la Misa, desayuno con una pareja jordana: quieren
peregrinar a Seidnaya, como tantos de los que se hospedan aquí unos días. Yo
visito, lo primero de todo, Bab esh Sharqui, la puerta del Sol de los
romanos, que, aunque reconstruida, guarda la misma traza y se alza sobre los
primitivos sillares de la que aquí se levantaba en tiempo de Augusto, de modo
que es por aquí por donde, con toda humana certeza, entró San Pablo, después
de esa caída que todos imaginamos de un caballo, por más que el Evangelio no
lo diga. Aquí se abre la Vía Recta de la que hablan los Hechos de los
Apóstoles, el antiguo Decumanus romano, hoy calle de dirección única
que, aunque cambiando de nombre en sus diversos tramos –Sharia Esh Sharqui,
Suq Madhat Pachá- sigue la trayectoria directa que une la puerta del oeste
con la del este, Bab Jabyeh. Muy cerca de la Vía Recta, entrando por una
estrecha calle perpendicular, está la capillita franciscana que ocupa el lugar
que una muy rancia y bien asentada tradición ha venido considerando ser la casa
de San Ananías, quien bautizó al judío Saulo de Tarso, sucesivamente
destruida y reconstruida, perdida y recuperada, una y otra vez, por los
cristianos, en cuyas manos permanece interrumpidamente desde 1867 hasta ahora.
La tradición local sitúa también otro enclave paulino en esta zona: la casa
de San Judas, que ocuparía el lugar en que hoy se levanta la mezquita Jakmak
– Cheikh Nabhán, en donde el apóstol se hospedó y en donde en tiempos
de Bizancio se alzó una capillita que lo recordaba. La zona de la ciudad vieja
contigua a Bab Esh Sharqui es, desde siempre, el barrio cristiano, que
llega más o menos hasta la puerta de Santo Tomás, Bab Tuma. Al lado de
la vieja Puerta del Sol está el patriarcado armenio, un poco más allá, el
siriaco-caldeo, más allá el ortodoxo griego, el melquita y el latino. Excepto
la Recta, las calles son estrechitas y laberínticas, con frecuente
iconografía religiosa en las casas y hasta algunas hornacinas con imágenes.
Hay rincones que evocan alguna esquina toledana. Los mercaderes venden antigüedades,
la mayor parte fabricadas anteayer, y las piezas del gusto de los turistas:
cobres, brocados, marquetería, iconos, muchos iconos, y entre ellos, uno
verdaderamente inesperado: representa un santo aureolado que empuña un alfanje
y que tiene a sus pies las cabezas de algunos tipos con turbante. No me lo
quiero creer. Paso a preguntarle al tendero y, justo, lo que suponía: es Mar
Yacoub, o sea, Santiago Matamoros, esta vez de infantería, en el
corazoncito mismo de Damasco. En las paredes del barrio hay pegadas esquelas
mortuorias, con su crucecita y su orla, como las que todavía se ven en los
pueblos de Galicia. Me llego hasta BabTuma. Callejeo por el zoco Al
Hammadye, caluroso, colorista, caótico. Visito la colosal Mezquita de los
Omeyas, cuyo cuerpo central es la nave principal de la catedral bizantina, de la
que los musulmanes se apropiaron. La memoria se me va a mi Córdoba de España,
cuya catedral se alza en el sitio que ocupaba la mezquita, que, a su vez, se
asentó sobre el solar de la iglesia cristiana de San Vicente, y que algún memo
reclama como musulmana, cuando nadie reivindica la de Damasco como cristiana.
Paseo por los aledaños de la ciudadela, que no se puede visitar por dentro, de
pura peligrosa ruina. Entro en la mezquita Takyya al Suleimanyya, muy
bella, que hace funciones de museo militar, en el que se exhiben interesantes
maquetas de castillos cruzados y algunos despojos de enfrentamientos bélicos
con Israel. Y visito el impresionante Museo Nacional: impresionante por sus
piezas, aunque desordenado y algo abandonado. Sentimentalmente, me emocionan los
restos de los cruzados que se han encontrado aquí y allá; pero si alguna cosa
hubiera que recordar, más que ninguna otra, se llevaría el premio la sinagoga
de Dura Europos, cuyas paredes pintadas con escenas bíblicas fueron trasladadas
hasta aquí, al tiempo que la iglesia de la misma población -el más antiguo
templo cristiano conocido como tal- se lo llevaban a los Estados Unidos, ¡y
luego dicen de la plata que los españoles se llevaron de las Américas! 30.-
Hoy aspiro a ir a Maalula, población cristiana. Me levanto muy temprano. Tomo a
la carrera una furgoneta colectiva, que me acerca a la explanada en la que, sin
orden aparente, se amontonan las que salen hacia el norte. Estos vehículos, en
los que caben unas diez personas, salen cuando el conductor juzga que hay ya
pasajeros suficientes como para que le rente el viaje, no antes. Así pues, hay
que localizar uno que vaya al destino que interesa, y aguardar a que se complete
el pasaje. Tengo suerte y unos drusos montan conmigo, de manera que partimos
pronto. Se distingue a los drusos por su porte noble, sus bigotes marciales, sus
abultados pantalones negros, abiertos por detrás y su pañuelo o bonete blanco.
Se sabe poco de sus convicciones, que sólo son reveladas gradualmente, según
el rango que alcancen en su comunidad: seguidores de Al-Hakem, califa egipcio
del siglo XI, creyentes en la reencarnación y enemigos de la poligamia, se
cuenta que entre sus lecturas sagradas están desde los Evangelios hasta el Corán, pasando por las obras de Aristóteles. No son ni
musulmanes, ni cristianos. De su animosidad hacia estos dieron muestra en 1860,
cuando martirizaron a miles de ellos, particularmente en el Líbano. Se apean
mis drusos antes de llegar a Maalula y ya aquí, subo monte arriba, bajo un sol
hiriente, con un calor agobiante, por el vallecito que se abre entre dos montes
de color ocre, de cuyas laderas cuelgan casitas de colores blanco y celeste. No
hay apenas calles que puedan llamarse tales. Las casas están construidas
trepando por las montañas, de modo que se acceda a unas por medio de otras y de
tal guisa que, retirando la escalera, quede vedado el acceso a un desconocido o
a un invasor. Viviendo así y protegidos por el desfiladero que se aleja hacia
el monasterio de Mar Sarkis, es fama que han permanecido aquí los
cristianos, sin interrupción, desde los tiempos de la predicación evangélica.
Las monjitas ortodoxas del monasterio de Mar Taklas presumen de ser éste
el primer monasterio y el más antiguo de la cristiandad. Así será si de veras
Santa Tecla, discípula de San Pablo, se asentó aquí, y aquí fue enterrada,
como cuenta la piadosa historia. En la permanencia cristiana ha influido una
chocante superstición islámica, según la cual cualquier musulmán que se
estableciese aquí moriría indefectiblemente, de muerte natural, antes de pasar
un año. La superstición es obviamente falsa, pero los cristianos, por la
cuenta que les trae, jamás han hecho ningún esfuerzo por desmentirla. El
monasterio de Mar Taklas está atendido por unas monjitas guapas y jóvenes,
que atienden a los peregrinos con silenciosa delicadeza. Me enseña la iglesia
una de ellas, pequeñita y con gafas de estudiosa, enlutada y velada a la usanza
griega, dejando ver sólo el óvalo de la cara. Los iconos no parecen antiguos,
pero son ingenuamente airosos, con motivos de la vida de la Virgen María, y
alguno alusivo a la santa local. Me llama la atención uno de ellos, que
describe la intervención intercesora de Nuestra Señora en el juicio final; en
griego, H ANALHYIS TOU
XRISTOU,
el análisis de Cristo: ahí es nada. Subiendo, siempre subiendo, se
llega a la tumba de la santa, en la que una monja entradita en años, haciéndome
ver que piso lugar sagrado, me manda descalzarme. Fluye al lado un manantial,
del que unas musulmanas -comprenda quien pueda- están tomando agua,
piadosamente, que juzgan muy milagrosa. A la salida, sorpresa, encuentro a las
monjas greco ortodoxas rezando el rosario a la usanza más ranciamente latina,
en feliz comunicación interritual. Me alargo hacia el desfiladero que nace aquí
mismo y que, a lo largo de unos kilómetros, me lleva al monasterio greco católico,
melquita, de Mar Sarkis, custodiado por la orden salvatoriana. El
desfiladero es hermoso: aunque seco, tanto o más profundo y angosto que los cañones
de la sierra de Guara, de Huesca, que viene a mi memoria. Está bien poco
cuidado. A las pintadas con las que los eremitas decoraron algunas cuevas en
tiempos remotos se han añadido otras, con spray, recientitas. Algunas
muchachas muy jóvenes, veladas de pies a cabeza, juegan y corretean en
volatines inverosímiles por las laderas inclinadas de algunos parajes. Visito
el monasterio al tiempo que una señora hawaiana, que ha llegado acompañada por
otra, de edad avanzada, musulmana, que se queda a la entrada. Después de ver el
templo, con viejos iconos, con vetustos altares biselados, construidos a imitación
de los paganos, que los usaban así para recoger la sangre de las bestias
sacrificadas, repasamos la historia de Mar Sarkis, o sea, de San Sergio:
un oficial romano, sirio, que, en compañía de su camarada San Bajo, ganó el
martirio durante la persecución de Maximiano, el año 297, en Rusafa,
después llamada Sergiópolis: una ciudad populosa que fue centro de peregrinaje
cristiano y de la que hoy, después de que el sultán Baybars deportara a sus
habitantes, en 1258, sólo quedan ruinas, batidas por el viento del desierto.
Nos atiende uno de los curas melquitas, el padre Rafki, de origen libanés,
joven, culto, atildado, y nos ofrece algo que, en otras latitudes, no sería,
como aquí, un signo de afirmación de las propias convicciones: un vaso de
vino, no malo, por cierto, y fresco, tintorro de la cosecha local. Después de
tan gustosa confesión de fe, nos habla del arameo como lengua viva, que sólo
se conserva en los pueblos de esta zona y -en otro dialecto- en el curso medio
del Eúfrates. Recita ante nosotros el padrenuestro en esa misma lengua en que
lo enseñara Jesús, y sólo retengo una expresión, Abunaj, que vale por
“Padre nuestro”, y que me prometo recordar. Regresando por el camino andado,
no sé encontrar ahora la entrada al desfiladero por el que vine. En aquel
paraje desolado aparecen, en bendito momento, unos chiquillos que me ayudan a
dar con ella, que no es fácil. Vuelvo así a la explanada de Santa Tecla, con
el afán de encontrar algún vehículo que me lleve a Seidnaya. Y es empeño
arduo, que el único transporte que encuentro es el de unos muchachos franceses,
que salen hacia el norte. Hablo con un tendero local, que me declara su
cristianismo santiguándose y me ofrece la
posibilidad de trasladarme a Seidnaya, por poco dinero, en la
furgoneta de su cuñado. Dicho y hecho. Aguardo unos momentos, sentado a la
hospitalidad de mi anfitrión, que me invita a hummus –una pasta espesa
de garbanzos, limón y aceite de sémola, que se come con la mano, untándola en
pan- y, en unos pocos minutos, estoy camino de Seidnaya, por la pista que
atraviesa unos formidables baldíos, sólo surcados por alguna familia beduina. Seidnaya
–Nuestra Señora, en arameo- es un imponente monasterio, elevado sobre un
roquedal, ocupado por monjas greco ortodoxas, de lengua árabe, centro de devoción
a la Virgen, de cuya erección, en el año 547, por orden de Justiniano, hay
constancia documental. En la pequeña y oscura capilla denominada Shangoura
se conservan varios iconos de Santa María, de los siglos VII, VI y V y, el más
venerado, que ocupa el lugar central: el muy honrado icono de Nuestra Señora de
Seidnaya, que es polo que atrae a cristianos de todas las confesiones y lugares:
de Siria, de Jordania, del Irak, y hasta de la remota Europa, en donde los
caballeros del Temple propagaron la devoción bajo el nombre latinizado de
Nuestra Señora de Sardinay. De la intensidad y presencia de esta devoción da
idea el hecho de que, cuando, hace unos años, tres cosmonautas sirios partieron
en una expedición soviética a la estación espacial Mir, antes vinieran
a despedirse de Santa María de Seidnaya, con la promesa de retornar, si volvían
con bien, como efectivamente hicieron, para dejar además una foto con sus
trajes espaciales, que se conserva como pío recuerdo. Al otro lado de la Shangoura,
en la iglesia, se está celebrando una boda. Casi todos van vestidos a la
occidental, pero se desvela el detalle local cuando, finalizada la ceremonia,
las mujeres asistentes ululan ese grito agudo, modulado por la lengua, que
conocemos como tan típico de las árabes. De vuelta a Damasco, no tengo suerte
con el conductor de la furgoneta que tomo. Es un tipo malencarado, que pretende
cobrarme el doble por llevar macuto, a pesar de que lo sostengo sobre mis
piernas. Me niego, y la situación se hace agria. Ni él sabe ninguna lengua que
yo conozca, ni mi árabe da para discusiones comerciales, pero pago lo mío y
sigo adelante, eso sí, a cara de perro. Llegado a Damasco, mi nada simpático
cochero me deja en una esquina que me es perfectamente desconocida, en la que no
hallo ningún cartel que me sirva de indicación, ni siquiera en árabe. Tras
unos momentos de mapa, brújula y desorientada indecisión, paran ante mí unos
repartidores de leche que, viéndome tan despistado, me acercan gratuita y
amablemente a Bab esh Sharqui, desde donde –ya el camino me es
conocido- llegaré andando hasta Mar Boulos. Descanso de mi viaje en el mínimo
jardín, en compañía de las monjas. Una de ellas, la hermana Pascualina,
aunque nacida en Alepo, resulta ser armenia. Hablamos de la antigüedad de esa
nación cristiana: el primer pueblo que abrazó colectivamente el cristianismo,
y del genocidio padecido, de los dos millones de cristianos armenios que han
muerto en este siglo a manos de los turcos, sin que nadie se ocupe de
recordarles, como sí se recuerda con insistencia otro genocidio, no menos
brutal, pero que no excede a éste en salvajismo ni en víctimas. Según me
cuenta la hermana, después de muchos años de huída del solar nacional de
Armenia, que se encontraba en territorio soviético, el desmoronamiento del
comunismo ha dado pie a la repatriación de muchos. Y es hermoso que ese retorno
vaya a coincidir con la visita del Papa y con la inauguración
de una inmensa y bella catedral, que se está ultimando en Erevan.
Bromeamos sobre León II de Armenia, que fue Señor de Madrid, por concesión de
Juan I de Castilla. Esta monja no es nada tonta: sabe mucho, y habla como
idiomas propios el árabe y el armenio y, con igual soltura, el italiano. El
inglés, dice, sólo lo intuye. Ella es quien se encarga de los asuntos de
ordinaria administración de la residencia franciscana. 31.-
Mi objetivo es, ahora, viajar hacia el Líbano, para luego volver a entrar en
Siria, con dirección hacia Antioquía. Abandono mi limpia residencia de los
franciscanos damascenos, en la intención de visitar Baalbek, el monumental
complejo de templos de la Ciudad del Sol. No es sencillo ir, y menos si se
considera que todo el camino discurre por el valle de la Bekaa, encajonado entre
las cordilleras del Antilíbano y del Líbano, donde se encuentran los
campamentos de la milicias de Hezbollah y donde están desplegados buena
parte de los treinta y cinco mil soldados que constituyen el ejército de
ocupación sirio. Pero tampoco hay que exagerar el riesgo: la situación es de
equilibrio precario, pero no de guerra. Lo más seguro es desplazarse en un vehículo
sirio, para lo que me dirijo al estacionamiento Baramke, en donde
contrato mi viaje con un conductor que sólo saldrá cuando encuentre otros
cuatro pasajeros. Al poco rato llega una pareja de mediana edad, ella velada.
Como, según he leído, es gravemente ineducado dirigirse a una mujer a la que
no se conoce, especialmente si lleva velo, me dirijo al varón, en francés. Él
me dice no saber francés, ni inglés, pero me propone que hable con ella, que
es su hermana, que se defiende en aquella lengua y que es, no él, quien va a
viajar hacia el Líbano. Mi intención es que, con tal de no esperar, paguemos
ella y yo las plazas vacías de los otros tres viajeros que no acaban de llegar,
y ella querría hacerlo así, pero no es posible, que no lo permiten las
absurdas reglas del gremio de conductores. Horita y media, casi dos, bajo un sol
tórrido, esperando a que lleguen nuevos pasajeros, que llegan, al fin. Durante
el viaje, continúo la conversación con mi velada acompañante. Ella es de
Baalbek, precisamente, aunque vive en Siria. Vuelve a su pueblo de origen para
asistir al funeral de su madre, que ha fallecido hace unos días, pocos meses
después de que muriera su padre. Está separada del marido y tiene un solo
hijo, que vive en Chipre. Me habla de sus planes de establecerse en esa isla y
de las dificultades de hacer frente a la vida una mujer sola, en un país como
Siria. La frontera con la república del Líbano está custodiada por el ejército
del Líbano, pero, tras franquearla, a muy pocos kilómetros, se encuentran ya
controles militares sirios. Si no fuera porque el diablo las carga, nadie tendría
recelo de este ejército de aspecto desaliñado, con uniformes y armamento muy
viejos, con cascos a la usanza británica: los mismos que llevaban los soldados
de Montgomery. Otro control sirio, uno de Hezbollah, con uniformes algo
menos añejos, y ya estamos en Ballbek. El pueblo está bajo el control de las
milicias chiítas, que hasta tienen algo así como un pabellón de propaganda,
con carteles, altavoces, un par de maniquíes de soldados y un misil de
guardarropía, al pie de la entrada de las ruinas, custodiada por milicianos de
aspecto tan feroz como poco marcial. Ballbek es impresionante. Son colosales las
dimensiones de este complejo de templos que la madre Roma levantó aquí, en los
confines de su imperio. Hay que verlo para creerlo. Y cuesta entender que se
hayan podido mover piedras de las magnitudes de las que estoy viendo, con los
medios técnicos de hace veinte siglos. Muy pocos son los visitantes: entre
ellos, una pareja de españoles, él de Valladolid, ella segoviana, de Carbonero
Mayor. -¿Qué harán aquí estos dos?, me pregunto. -¿Y qué hago yo?, me
contesto. Dejo atrás la iglesia maronita, que por muy controlada que esté la
zona por los musulmanes, permanece abierta al culto, y monto en la furgoneta que
conduce un islamita libanés, con intención de llegar hasta Beirut. Descollada
la elevada cordillera -alta, hermosa, famosa por sus cedros, pocos hoy, salvo en
Bcharré, y tan elevada como para que funcionen aquí, durante meses,
numerosas estaciones de esquí- y superados algunos controles del ejército del
Líbano, que miran con detenimiento la documentación de mi conductor, llegamos
a Beirut. Se tiene sensación de no haber viajado en el espacio, sino en el
tiempo: tal es la diferencia entre las zonas musulmanas y las zonas cristianas.
Beirut, ciudad destrozada por la guerra, está renaciendo como fénix, gracias a
la ayuda internacional y a la acción de Solidère, la Sociedad Libanesa
de Desarrollo y Reconstrucción: un consorcio empresarial privado que se encarga
de replantear, restaurar y reedificar la ciudad. Aunque todavía se vean
edificios destruidos por las bombas, aunque la vida no sea fácil, aunque la
tasa de desempleo sea elevada, aquí el ambiente es otro: las calles están
limpias, los semáforos funcionan, y se percibe una actividad económica e
industrial que en otros sitios no he visto. En algunas zonas de Beirut,
particularmente en las que se encuentran al este de la antaño infranqueable línea
verde, se diría que estamos casi en Europa, salvo porque –en contra de
las informaciones recibidas- son pocos los que hablan francés o inglés. Tengo
propósito de visitar a un amigo, que vive aquí desde hace cinco años, y la
indicación que traigo es la proximidad a l´eglise de Saint Nicolas. Pero
es empeño inútil: nadie la conoce, ni guardias, ni porteros, ni taxistas,
salvo uno, que resulta llamarse Noulah, y que sabe que su nombre, en
francés, equivale a Nicolas. Vamos, que lo que estoy buscando es la Kinise
Mar Noulah. Con este dato, ya consigo atinar con el templo, y con él,
localizo la casa de mi amigo. José-Antonio lleva residiendo en el Líbano cinco
años, trabajando al servicio de una ONG de la Unión Europea, en la tarea de
ayudar a los deportados de la guerra y reconstruir el Líbano. Buen conocedor de
la zona, es interesantísima su conversación. Se apasiona cuando habla de los
árabes: gente de gran corazón, aunque con cierta tendencia al caos. El Líbano
está en trance de recuperación, pero la comunidad cristiana está muy
disminuida por el enorme número de emigrantes. Se comprende que busquen otros
horizontes, pero el equilibrio religioso y hasta político del Líbano requeriría
una sólida presencia cristiana que, de seguir disminuyendo la comunidad, puede
acabar dando lugar a una situación muy difícil. En comparación con otras,
Beirut no goza de muchos atractivos históricos y artísticos, pero es una gran
ciudad, moderna y sede de universidades prestigiosas. Me llevan a pernoctar a
una residencia de los lazaristas, pero, cuando llego, no hay nadie que me acoja,
de modo que me quedo charlando lo poco que se puede charlar con el matrimonio
que ocupa la portería, no sabiendo ella más que una poquitas palabras de inglés
y él sólo árabe. Al rato se nos unen un estudiante norteamericano que está
de paso y otro libanés, que está a punto de terminar Medicina, y que resulta
ser militante del Kataeb: el partido del que fue milicia la Phalange.
El programa de su partido, dice él, es “decir la verdad, cualquiera que ella
sea”, y me parece bien, aunque acaso insuficiente. Poco sé de la política
libanesa, pero mi interlocutor se sorprende de que lo sepa: parece que algunos
libaneses tienen el complejo de estar en una orilla apartada del mundo. Mi amigo
teme que, en la nueva situación política, los militantes cristianos que se
oponen a la invasión siria, sean víctimas del propio gobierno libanés,
mediatizado por Siria. Parece que el tiempo le va a dar la razón. Llega al fin
el encargado de la residencia, me asigna un dormitorio y me voy a dormir, muy
cansado. 1.-
Mis amigos los porteros de los lazaristas no quieren cobrarme por haber
pernoctado en lo suyo, de modo que les dejo una contribución más o menos
equivalente a lo que, en mis cálculos, me habría costado un hotel de precio
medio. Misa en Beirut, copioso desayuno por cuenta de mi amigo, y parto hacia el
norte, en un autobús regular, por la carretera que bordea el mar, con destino a
Jounieh, en donde hace unos años hubo una matanza de cristianos, al estallar
una bomba durante la celebración de la Misa. A poco de salir de la ciudad,
cruzo Nahr el Kalb, el Río del Perro: un enclave que la Historia ha
destinado a ser campo de batalla, en el que los combatientes han venido dejando
testimonio de sus hazañas, desde las inscripciones antiquísimas de los
faraones egipcios, hasta las recientes, de las milicias del Kataeb libanés,
pasando por las que hacen memoria de las batallas que lidiaron Nabucodonosor,
los asirios, los griegos, Caracalla, los árabes, los franceses, los británicos.
Desde Jounieh subo hasta la hermosa y arbolada montaña en que se levanta la
enorme imagen de Sida María Harissa: la Virgen del Líbano. Bajo en el
teleférico, con una familia saudí, que hasta aquí, a ver a la Virgen, se
acercan también los musulmanes. No se cuánto cuesta el ticket del descenso y
cuando le pregunto al amigo saudí, en mi árabe suai suai, él se monda
de risa, al escucharme decir flus por dinero. -¿Dónde has aprendido árabe?,
me pregunta. Por lo que parece, flus se utiliza tan solo en la lengua clásica,
y lo que corresponde decir en tono coloquial es masari. Algo nuevo que he
aprendido. Durante el descenso, en la cabina, indaga mi procedencia: -la remota
España. -Qué lejos. Una furgonetilla me lleva hasta Biblos, Djbeil, en
árabe, la Gebal de la Biblia. Como el vehículo sigue trayecto hacia el
norte, le pido a una pasajera que me diga dónde debo bajar, y así lo hace,
gentil. Biblos es un pueblo veraniego atrayente. Las playas, los chiringuitos,
la gente bañándose, evocan cualquier plaza de veraneo de la Europa mediterránea.
Las casas de piedras vetustas, el adoquinado, han sido cuidadosamente
conservados y restaurados, y albergan un moderno y limpio zoco con cantinas,
pizzerías, tiendas de artículos deportivos, naúticos, de recuerdos. Paso
primero por las excavaciones: los vestigios del templo de Baal, las tumbas de
los reyes fenicios –la más importante, la del rey Hiram, el que suministró a
Salomón los cedros para la construcción del templo de Jerusalén, está en el
Museo Nacional de Beirut, el teatro romano –pequeñito y que tiene como fondo
de la escena el muelle desde el que se embarcarían aquellas naves marineras que
llegaron hasta las Casitérides, pasando por Cartago, y por Cartagena y por Cádiz,
claro. Y entro luego en el imponente castillo que construyó Raimundo de Tolosa,
Conde de San Gil, que domina las ruinas y se alza sobre la bahía. El castillo
está bien conservado, con un complicado juego de escaleras interiores que, en
alguna esquina, traen a la memoria los grabados de Piranessi. Y qué personaje
este Raimundo de Tolosa: veterano de la toma de Toledo, a las órdenes de
nuestro Alfonso VI de Castilla, esposo de su hija, la Infanta Elvira, que madrugó
en acudir a la primera cruzada, vencedor en Dorileo, en las Puertas Cilicianas,
en Antioquía, en Trípoli y aquí, Qué personaje él y qué carácter el de
nuestra Doña Elvira, recia castellana de Laodicea durante las ausencias
guerreras de su marido. Tras girar visita a la iglesia de San Juan Evangelista,
una preciosa capillita románica, que podría estar en cualquier lugar de
Europa, me tomo una pizza con jamón –otro signo de identidad, en estos
pagos- a la sombra de la tiendecita que regentan unos muchachos, que ocupan así
su ocio estival lucrativamente, según me cuentan –fenicios son- a la espera
de que se reabra el curso académico. Una buena caminata bajo el sol vespertino
me lleva hasta la parada de autobuses que me dejarán en Trípoli, donde está Al
Qala´ Sanyel; es decir, el castillo del conde San Gil, que también alzó
el bueno de Don Raimundo, en donde nació su hijo Alfonso-Jordán, bautizado así
en recuerdo de su abuelo, el rey de Castilla. Aunque no he pasado ninguna
frontera, es como si otra vez hubiera cambiado de época. Trípoli, también víctima
de la guerra, no se ha rehecho. Las casas bombardeadas por doquier, siguen
abrigando población entre sus escombros. Las banderas verdes y negras, que
ondean con lemas del Corán, advierten que esto es otra cosa. Siguiendo las
indicaciones que me han dado, me acerco al llamémosle palacio episcopal, en
donde me recibe un muchacho, seminarista, que se empeña en que espere al
vicario diocesano. Yo lo que quiero es encontrar hotel, pero cualquiera deja
tirado a este chico, tan amable y deseoso de conversación. Llega al fin el señor
vicario, acompañado de su mujer, que para eso es maronita. Es, para mi,
desacostumbrada la situación de que estar charlando con un sacerdote mientras
que su señora evoluciona por la casa, poniendo a punto la colada. Según me han
contado, esto de que se puedan ordenar los varones casados, como sucede en la
iglesia maronita católica, trae consigo no pocos problemas; y es que si el
sacerdote es consecuente, suele ser padre de bastantes hijos, y para mantenerlos
con dignidad, precisa de unos ingresos, que, si él está dedicado por entero a
su labor sacerdotal, no pueden salir de otra fuente que de las arcas diocesanas,
lo que obliga al obispo a hacer unos equilibrios económicos nada fáciles, y a
disponer de unos fondos que no se llevan nada bien con la pretensión de que la
Iglesia viva en pobreza. Doy con mis huesos en uno de los, al parecer, más
recomendables hoteles de Trípoli. Aunque la energía eléctrica llega a otros
barrios, no al de este hotel, de manera que tengo que cenar a la luz de un
quinqué –al candil, en árabe, que no es nombre difícil de recordar-
y lo hago en compañía del único otro ocupante del hotel: un japonés al que
la ingesta de la cerveza que trajo de Beirut ha hecho muy simpático y
comunicativo. Por la calle pasan furgonetas descapotadas, con jóvenes barbudos
al descubierto, que llevan cintas verdes rodeando sus cabezas, que agitan armas
y dan gritos. Supongo que celebran algo, pero no logro saber qué. En semejante
escenario, cuesta conciliar el sueño. 2.-
No me apasionan los gabachos, pero qué a gusto me siento hoy leyendo un periódico
en francés, que acabo de comprar, gracia del Líbano. No hay noticias de España:
buenas noticias. Hoy me propongo volver a entrar en Siria, y visitar los viejos
castillos cruzados. Y no hay otra manera de hacerlo que tomando un coche. Me
acerco a una oficinilla donde los conductores conciertan sus servicios, y
consigo a buen precio que uno se comprometa a llevarme adonde pretendo. Mi chófer,
esta vez, es cristiano, pero no sabe nada de inglés ni de francés, de modo
que, para entendernos, mis cuatro palabritas de lengua árabe y la universal de
las señas. Rumbo al norte, no tardamos en llegar a la frontera, en donde me
plantean -como lo hicieron en el aeropuerto de Damasco, como al entrar en Líbano,
como lo harán siempre- la eterna cuestión de que por qué los españoles
tenemos dos apellidos –family name- en vez de uno, como el resto de los
humanos, y por qué no coincide exactamente nuestro apellido con el de nuestro
padre, y por qué nuestra mamá no lleva el apellido de nuestro papá. Resuelta
satisfactoriamente tan cardinal cuestión, pasamos sin novedad, para
encaminarnos hacia el Krak des Chevaliers, la vieja fortaleza de los
Hospitalarios que, pese a lo que cuentan, parece que nunca fue ganada en
combate, sino abandonada por los caballeros cuando supieron que no vendrían de
Occidente refuerzos para completar su defensa. El Krak está casi
intacto. Parece que el sultán Baybars lo ocupó por pocos años, de modo que,
cuando se marcharon sus tropas, la población de los alrededores –en muchos
casos viejos mesnaderos de los Hospitalarios- se acogió a sus baluartes, para
morar allí, y así lo hicieron ellos y sus sucesores durante centurias, hasta
que en los años treinta del recién pasado siglo, los franceses les
construyeron a los ocupantes de la fortaleza casas modernas, para facilitar que
la abandonaran y quedara ésta como el soberbio monumento que hoy es. Su
mantenimiento y conservación se debió, pues, a que nunca ha dejado de estar
ocupada. No obstante algunos lienzos y algunas torres estén reconstruidos, se
mantiene la casi totalidad de la obra original, hasta la capilla, que sólo unos
pocos años fue mezquita, y el salón-refectorio de los caballeros: ambos de un
gracioso gótico europeo. No es poca la emoción al ver, todavía, ochocientos años
después, en uno de los muros, una inscripción latina: Sit tibi copia sit
sapientia formaque detur, inquinat omnia sola superbía, si comitetur. No se
si acertará el latinista que traduce “sean tu gozo la sabiduría y la
belleza, pero guárdate de la soberbia, que puede empañarlo todo”, pero es
hermoso. Como lo es que, al cabo de tanto tiempo de haber abandonado los
caballeros esta plaza, toda la comarca siga siendo cristiana, activamente
cristiana, que pude ver no menos de tres iglesias de la zona en trance de
construcción. No fue inútil el empeño de los peregrinos armados. Entre ellos,
pocos de las Españas, pero los hubo, y significados: los catalanes, Berenguer
Raimundo, conde de Barcelona, Guillén de Cerdaña, Guitardo de Rosellón, los
castellanos Rodrigo González Girón, Juan Gómez, Golfer de las Torres,
Fernando Traba, de Galicia, y más de los que no cabe memoria. Visito Mar
Jirjis, el monasterio greco ortodoxo de San Jorge: el caballero de Capadocia
que tan bien supo plantar cara a la política del dragón, como tan bien supo
explicar Ángel-María Pascual. Paso por Safita, la que fue fortaleza del
Temple, de la que sólo queda la torre del homenaje, hoy usada como iglesia, y
unos pocos lienzos de la muralla, en los que se apoyan algunas construcciones
locales. Igual que en los alrededores del Krak de los Caballeros, Safita
también es mayoritariamente cristiana, desvergonzadamente cristiana, como lo
proclaman los iconos que adornan los bares y las tiendas. Y concluyo el viaje en
Tartus, la vieja Tortosa de los cruzados. Ésta es hoy una población
relativamente moderna, el segundo puerto de Siria, tras Latakya, más o menos
con las comodidades y diversiones de otra playa mediterránea. Gentes que se bañan
–púdicamente cubiertas, eso sí- tenderetes de chucherías, bares –la mayoría
con música habibi, alguno con techno, unos pocos con fumadores
entregándose al colocón del narguile; y, de fondo, los sillares
de la vieja ciudad cruzada haciendo de cimiento de casuchas cutres, de modo que,
donde hubo orgullosos mástiles y vibrantes señeras, hay hoy antenas de
televisión y ropa tendida. Y la que fue catedral de Nuestra Señora de Tortosa
-con sus compactas torres desmochadas, sustituidas por un esmirriado minarete,
alzado cuando el edifico fue mezquita- que sirve hoy de museo local. Dormiré en
el hotel que me recomendaron en Trípoli: el de Daniel, barato y limpio. Me
acomodo y, queriendo usar Internet, el amigo Daniel me indica un establecimiento
de ordenadores en donde tendré acceso, lo que no es fácil, porque el gobierno
sirio tiene la vana pretensión de ponerle puertas al campo y quiere que la
salida a las comunicaciones internacionales se haga a través de un server
propio, al que pomposamente llama safe web. Saludo al encargado de la
tienda informática: -As salama aleikum. Y él, después de contestarme –Wa
aleikum as salam, al cabo de unos instantes de vacilación, se decide a
hacerme lo que, en términos evangélicos, se llamaría una corrección
fraterna: -¿Eres cristiano? –Si, lo soy. –Pues aquí, entre cristianos, no
nos decimos -As salama aleikum: eso queda para cuando hay algún musulmán;
entre nosotros, buenos días y buenas tardes. Aprendo. 3.- El primer nombre con que se conoce Tortosa en la historia es Antarados, llamada así por estar en oposición a Arados: la islita que está tres kilómetros hacia el sur, que fue la última plaza que, bajo el nombre de Ruad, sostuvieron los del Temple en los aledaños de Tierra Santa: allí se mantuvieron hasta 1302. No voy a visitar la isla por el retraso que supondría en mi viaje y porque, al parecer, no queda en ella nada digno de ser visto, salvo la propia roca en que se asentó el viejo baluarte cruzado. Me acerco a la vieja catedral de Tortosa muy temprano: tanto que falta media hora para que se abran oficialmente sus puertas. Pero los empleados, que también han madrugado, valoran el peso de mi macuto, se apenan de mí y me abren las puertas. A la izquierda de la nave hay una estructura rectangular en la que, según se dice, estuvo el venerado icono de Santa María de Tortosa, que, cuando la derrota, los cruzados llevaron consigo primero a Ruad y luego a Chipre, donde se perdió definitivamente. Ni la ausencia del icono añorado ni la condición de museo que tiene ahora el viejo templo impiden rezar allí un avemaría. De camino al lugar donde estacionan los vehículos que pueden llevarme a Laodicea, paso por la iglesia ortodoxa griega. Aunque hoy es viernes, o acaso por serlo, está repleta de fieles, que asisten a la muy pomposa misa griega, aquí celebrada en árabe. Se celebra porque, según me dicen, no es hoy día alitúrgico, que lo son –no sé por qué- los lunes, los martes y los miércoles. Aunque no entiendo el lenguaje –excepto el Kyrie eleison- no me cuesta comprender la celebración, que el rito, con sus diferencias, no es tan lejano. Llegado a Laodicea, dejo el macuto en el hotel y tomo un coche que me acercará hasta las proximidades del castillo de Saône. Fue plaza formidable, pero sólo dos días duró al asalto de Saladino, cuya memoria se perpetua en el nombre con que hoy la denominan los sirios: Al Qala´ Salh ah Din. El coche en que regreso a Laodicea lleva en el salpicadero una reproducción en plasticurri de la Virgen de la Caridad del Cobre, la patrona de Cuba. Pregunto por su origen y me contesta el cochero que es regalo de su cuñado, que estuvo destinado en la isla. No imaginaría Fidel Castro que un soldado de la Fuerza Aérea siria iba a ocupar su tiempo en devociones marianas, pienso. Acaso sea Laodicea la ciudad más abierta del país. No es escasa la presencia cristiana, y la confesión islámica más asentada en la zona es la alauita, a la que pertenece la familia El Assad. Los alauitas son, en el Islam, lo más alejado del fundamentalismo: tanto que celebran la Navidad y la Epifanía, tanto que los sunitas no los tienen por musulmanes. Probablemente ese carácter moderado que les distingue sea motivo del apoyo que, en general, recibe de los cristianos la familia que gobierna el país, con mano nada suave, por cierto. En la iglesia latina de Laodicea vive el padre Tarsicio, un calabrés recio y bueno, animador, por lo visto, de no pocas conversiones: conversiones difíciles, que si alguien aquí decide bautizarse, tiene que abandonar el país. Le ayuda un seminarista de mirada vivaz, que se afana en tener a punto el jardín: Ghassan al Instambuli. Ghassan me habla de la contradicción que les supuso a los cristianos la nacionalización de la enseñanza. El gobierno cedió, eso sí, a que los cristianos tuvieran una clase de catequesis, para lo que hubieron de llegar a un acuerdo entre todos los ritos, pero la historia, la literatura, la filosofía que se enseñan en las escuelas, tienen una fuerte impronta islámica, a la que no se pueden sustraer ni siquiera los profesores cristianos, que los hay y no son pocos. 4.-
Paso para la iglesia para despedirme del padre Tarsicio, que me invita a
desayunar, en su refinada pobreza. Gracias a sus buenos oficios encuentro una
furgoneta que
se aviene a llevarme hasta las cercanías de la frontera turca. El camino es
hermoso. Dejamos atrás la industriosa Latakya, queda a nuestra izquierda Ugarit,
patria del más antiguo alfabeto hasta ahora encontrado, y nos internamos por
sendas de montaña, bajo pinos frondosos. Un cartel indica una población
llamada Majerit, que no es castillo famoso, sino aldea de agricultores. A unos
kilómetros de la frontera, en Kessab, me deja el coche, y me toca seguir
andando. Es un puesto remoto, enclavado en la angostura entre dos montañas
altas, sin apenas tránsito. Paso sin dificultades la aduana siria, y me
encamino hacia la turca, distanciada por una muy ancha tierra de nadie, erizada
de armas y de alambres de espino. Y surge el problema: tengo que pagar diez dólares,
pero se niegan a cambiarme el billete de cien que ofrezco. Tampoco aceptan, por
supuesto, otra moneda. El árabe lo comprendo poco, pero el turco, nada de nada,
de modo que no entiendo las razones que alega el aduanero, muy uniformado y
condecorado, pero nada ducho en lenguas. Una horita de paseos, arriba y abajo,
por la tierra de nadie, intentando sin éxito que alguien me cambie. Y al cabo,
aparece en escena un viejecito cubierto por un guardapolvo azul que, en
aceptable inglés, me explica que lo que no quiere cambiarme es el concreto
billete que le ofrezco, que es de fecha antigua y de dimensiones que no acepta
la mecanización bancaria. Pago con otro billete y consigo al fin pasar el
puesto fronterizo. No es que Turquía sea una maravilla, pero la carretera por
la que iré hasta Antioquia está bien asfaltada, los soldados que se ven en los
acuartelamientos de la zona se arman con el familiar cetme-C, en las calles de
los pueblos hay aceras y farolas y me siento, al menos, en el umbral de la
civilización. Buscando alojamiento en Antioquia, contacté por Internet con un
capuchino, el padre Bertogli, que me avisó de que no iba a estar allí en esas
fechas, pero que daría noticia de mi llegada a una señora. Así, sin más
referencias, yo sé que aquí, en Antioquia, hay una señora que sabe que voy a
llegar. Pero ni sé dónde vive, ni cómo se llama. Preguntando preguntando
llego hasta una iglesia cristiana, que resulta ser ortodoxa. En el patio sobre
el que se abre el atrio hay una señora mayor, tricotando, que me dice, en el mínimo
alemán que soy capaz de entender, que pregunte por Frau Barbara, y me indica un
postigo, por el que paso, para entrar en un dédalo enmarañado de callejuelas
estrechísimas, a través del que, perfectamente desorientado, voy preguntando a
unos y a otros. De la deriva en aquel laberinto me salva un muchacho con
pendientes, perilla y visera a popa, que aparece inopinadamente cabalgando una
pequeña bicicleta. -¿Buscas a Frau Barbara?, sígueme, me dice en inglés. Y
le sigo, correteando bajo mi macuto tras su bici, hasta llegar a unas viejas
casonas antioquenas, de apariencia exterior ruinosa, en cuyo patio se encuentran
Frau Barbara y su comunidad llamémosle de catecúmenos, en la que no figuran,
desde luego, los más ricos ni los más listos de la ciudad, pero que tiene un
buen aroma de cristiandad primitiva. Barbara lleva muchos años en esta ciudad,
hoy de amplísima mayoría islámica, pero del más rancio abolengo cristiano,
que, según los Hechos de los Apóstoles, aquí es donde empezamos los
cristianos a llamarnos con este nombre. Su labor es el diálogo interreligioso:
un diálogo tan afortunadamente apostólico que no son pocos los musulmanes que
se han convertido al cristianismo, por la gracia de Dios, por supuesto, pero
mediante su ejemplo y su palabra. Como con la comunidad en unas mesas
campamentales que tienen instaladas en el patio, florido y fresco para lo que
son las temperaturas de la zona. Barbara bendice la mesa, partiendo y dando a
partir el pan, en un gesto que, en otras latitudes, me parecería impropio, pero
que aquí y en este trance acaso sea una buena pedagogía preeucarística. Les
ayudo a recoger y limpiar. Por la tarde quiero ir a la vieja cueva en la que se
reunía la primitiva comunidad cristiana, de la que Pedro fue obispo antes de
serlo de Roma. Está a unos cuantos kilómetros, pero no tiene pérdida. Se
halla a media ladera de una montaña desde la que se otea la ciudad. La
cueva-templo, de unas dimensiones solo un poco mayores que la de Covadonga,
tiene todas las características de los primitivos lugares de reunión judeo
cristianos: cierta intimidad y una surgente de agua, que se filtra por la montaña. A la entrada un muchacho de buen aspecto,
colaborador de Barbara, se afana en el empeño surrealista de vender crucifijos.
Bueno, si aquí está será porque algunos vende. En la cueva hay un altar con
cruz, alfa y omega, y una pequeña imagen de San Pedro. Aunque aquí ofició
Misa Pablo VI y ocasionalmente se permitan celebraciones, no es de propiedad
cristiana, sino del Estado turco, como señala la bandera roja con el creciente
blanco que ondea a la entrada. No sin cierta emoción, intento guardar un rato
de silencio, que se rompe enseguida por la visita de un grupo de muchachos y
muchachas turcos, que curiosean alegremente, sin sentido ninguno de lo sagrado
del lugar. Una de las chicas me pregunta en inglés de dónde soy, y si soy
cristiano. Contesto y afirmo y me pide que les explique el lugar y el
significado de las letras griegas. Y me veo balbuciendo doctrina sobre Dios,
principio y fin de todas las cosas. Quiera Él que haya servido de catequesis.
Al poco de irse los jóvenes turcos, aparece en escena una mulatita, muy guapa,
tocada con un elegante turbante, que me pregunta en francés si soy de esa
nacionalidad. Niego e indago la razón de la pregunta. Se entiende, llevo una
camiseta de marca francesa. -Pues no, no soy francés. Ella es argelina, y su
novio, turco. Nueva alusión al alfa y omega y nueva catequesis improvisada, al
socaire de la explicación histórica. Tengo el día. Al regreso a la ciudad a
la ciudad, paso por la capillita católica, mínima, escondida, donde se está
celebrando la Misa de catecúmenos. Son pocos, la mayor parte, de entre veinte y
treinta años: piadosos, serios. Los más, todavía no bautizados, no pasan a
comulgar, claro. Saludo al cura, un capuchino de origen italiano que gusta
decirse turco. Y vuelvo a casa de Barbara. Con ella y con Astrid, una maestra de
Wiesbaden que la acompaña este verano, consumo una apetitosa cena, en el
restaurante que ellas eligen. Como buenas alemanas trasiegan cerveza abundante.
Contamos chistes e historias. Y resulta ser una estupenda velada. 5.-
Me levanto tempranito, para ir a comprar
unos panes de pita que nos sirvan de desayuno. Mientras que Astrid toma el sol
en el patio de la casa de acogida, lo que yo tomo es el café con leche que ella
tuvo la atención de preparar. Dejo todo recogidito, me despido de ella y de
Barbara y marcho a visitar el museo local, rico en mosaicos, a orillas del
Orontes. Tomo después un autobús que me llevará hacia Alepo, hacia el Eúfrates,
por la vía que discurre al sur de Osroene. En esta frontera entre Turquía y
Siria la hostilidad recíproca es patente. Antioquia, y con ella todo el país
de Hatay, fueron originalmente de cultura griega y luego árabe, nunca turca;
pero los franceses, por la conveniencia que fuera, entregaron el territorio a
los turcos: entrega que Siria nunca consintió, de modo que todavía hoy sigue considerando Hatay como un Gibraltar
ocupado contra justicia y razón. Los jóvenes parecen ganados por la cultura
turca, pero las personas de cierta edad siguen hablando árabe y se resisten a
la asimilación, y eso provoca una cierta división entre los cristianos, ya que
los ortodoxos siguen utilizando el árabe como lengua litúrgica, mientras que
los católicos, acaso más incorporados a la vida turca, rezan en esta lengua.
La tensión fronteriza se manifiesta en la enorme tierra de nadie que hay entre
unos y otros puestos de control, en los nidos bien artillados que se encuentran
a uno y otro lado, y hasta en la dificultad de los trámites aduaneros. A mí
nadie me molesta, pero a un par de viejitos que viajan en mi autobús, con sábanas
y lencería, los carabineros sirios les abren todos los bultos que llevan, les
deshacen materialmente el equipaje, les destrozan las maletas, sin ninguna
contemplación. Esperando a que nos den vía libre, veo una escena que me
sorprende: un oficial de la aduana, joven, se acerca a la oficina central y, en
vez de entrar, se queda a unos diez metros, esperando a que un señor, ya
entrado en años, vestido con guardapolvo, se ponga a sus pies y le cambie los
zapatos que hasta ahora llevaba por unas cómodas babuchas, con las que entra en
la oficina. Me parece un gesto bobo de sumisión, acaso expresión de las
diferencias de rango y del punto hasta el que se llevan en estos pagos.
Partimos, y llegamos, al fin, a Alepo. Alepo
es una ciudad considerable, plantada en un secarral, donde viven cerca de ocho
millones de seres humanos, que se nutren del agua benéfica del Eúfrates,
embalsado en la anchurosa presa El Assad. Su ciudadela medieval, circular, alta
y orgullosa, a caballo de una meseta imposible, nunca fue tomada por los
cruzados, y sirvió de base para los golpes y contragolpes de las cabalgadas de
Saladino. Sus zocos son sucios, abigarrados y confusos hasta lo inextricable. Su
barrio cristiano, El Azizie, en algunos rincones, como un trocito de París.
Y crece, crece, con orden, en edificios de mejor factura, con cierto talento
urbanístico. Se levantan bloques de viviendas, mezquitas, alguna enorme, e
iglesias de considerables proporciones, como la de Mar Yusef, que está a
punto de finalizarse. Me hospedo en una pensión que me han recomendado, que no
resulta demasiada pulcra, a la vera del Hotel Baron, famoso por haber albergado
a Lawrence, a Lindbergh, a Agatha Christie, a Roosevelt y no se cuántos famosos
más, pero que es ahora desaconsejable, y no por los fantasmas de sus pasados huéspedes.
En la iglesia latina visito al padre Castellana, un franciscano italiano que
lleva aquí la vida entera y que sabe de Siria como pocos. Es el único
occidental que encuentro. Los demás franciscanos son árabes. Me invita a un
café y me cuenta de la cristiandad de la ciudad, crecida por la inmigración
armenia, fugitiva de las persecuciones turcas. Me da noticia de los trabajos de
arqueología cristiana que ha hecho con el padre Peña y el padre Fernández, y
me pregunta por esa locura de los gobiernos occidentales de albergar a
musulmanes que no llevan ninguna intención de integrarse, sino todo lo
contrario. Éste de la indignada sorpresa por la inmigración a Europa es un
tema que se plantea recurrentemente al hablar con cristianos árabes. No
entienden ellos que se dispense a los musulmanes tan buena acogida, cuando en
los territorios que ellos dominan se posterga y relega a los cristianos, que
viven en una situación ciertamente opresiva, por más que Siria no sea, para
ellos, el peor de los países, ya que otros lo son más, como Arabia Saudí, la
muy querida aliada de los Estados Unidos de América. 6.- Quiero
visitar en un solo día las más importantes construcciones cristianas del norte
de Siria, y para ello no hay transporte posible, de modo que, quiera o no, tengo
que alquilar un coche. En el desayuno he coincidido con unos suizos del Jura,
francoparlantes, que me han aconsejado que lo intente en las cercanías del
hotel Baron, y así lo hago. Después de tantear a unos y a otros, doy con Faruk,
un simpático musulmán cuyo inglés es aproximadamente tan malo como el mío.
Nos entendemos bien, y tras regatear un poco, concertamos un precio que me
parece asequible. Salgo con él hacia lo que las guías llaman Al Qala´
Shiman, cuando no siendo castillo, sino monasterio, debería llamarse, como
quieren los cristianos de aquí, Deir Mar Shiman: el monasterio de San
Simeón Estilita, que es construcción verdaderamente imponente. San Simeón
nació el 386 en Cilicia y, después de hacer intentos de vida cenobítica en el
monasterio de Teleda y en Telanissos, huyendo de la curiosidad de los devotos
que afluían llamados tanto por sus proezas de penitente como por la sabiduría
de sus consejos, optó por establecerse en la cúspide de una columna –stilla-
en el año 422, permaneciendo allí hasta su fallecimiento, en el año 459. Si
no es de imitar su vida, sí es de admirar, desde luego. El monasterio alzado en
su memoria, hacia el 476, airoso y de considerables dimensiones, fue, por lo
visto, la primera construcción cristiana en planta de cruz, y tiene como centro
la columna, de la que hoy sólo quedan restos, si bien hubo quien la vio todavía
en pie en el siglo XVII. Aunque en
985, las tropas de Kar´awia lo tomaron al asalto después de un asedio de tres
días, y mataron a todos los monjes, las arruinadas piedras han venido siendo, a
lo largo de los siglos, un polo de atracción religiosa, hasta hoy mismo, en
que, entre las ruinas del baptisterio, apartado de lo que fue el complejo monástico,
un reducido grupo de peregrinos italianos está celebrando la Misa. Desde San
Simón, pasando por otro monasterio arruinado, ni excavado ni guardado, Kirk
Biseh, y por las tumbas romanas de Qatura, llegamos a Kalb Lozeh,
en las cercanías de la muy custodiada frontera turca. Aquí, casi abandonada,
en la inmediaciones de un pueblecito druso, cuyos niños -pobres niños, roñosos
y felices- dan en trepar por las piedras, menoscabando lo poco que aún subsiste
intacto, queda en pie una iglesia, que según conjeturas estuvo dedicada a los
Santos Ángeles, que es de las mejor conservadas de la arquitectura
sirio-bizantina, cuyas simples y elegantes líneas prefiguran el románico
europeo, pese a haber certeza de haberse levantado incluso antes que Deir Mar
Shiman. Cuando en nuestros pagos estaban estableciéndose penosamente los
visigodos, aquí la cultura cristiana, tallada en piedra, alcanzaba su apogeo.
Invito a comer a mi conductor, en un establecimiento al que él me lleva, en Idlib,
no sobrado de precio ni de higiene. Tampoco hay que pedirle peras al olmo.
Mientras nos sirven la colación, Faruk extiende su esterilla y se pone a rezar.
Le espero y, cuando ha terminado, le enseño mi brujulilla y, haciéndole ver
que no ha rezado cara a la Meca, sino cara al Polo Sur, le pregunto si tiene
alguna devoción a los exploradores polares. Él ríe a carcajadas y me llama ustaz:
profesor. Mientras comemos le
pregunto si él es Haj: si ha hecho la peregrinación a la Meca. Me dice,
ufano, que sí, y yo doy en presumir de haber peregrinado a Santiago, un pie
tras otro, cerca de trescientos kilómetros. Le dejo admirado, claro.
Naturalmente él no sabe nada de Compostela, e inquiere si para los cristianos
es obligación, como para ellos lo es ir a la Meca. Salimos luego hacia las
ciudades muertas. Aunque las hay mayores y menores, quedan cerca de seiscientos
enclaves que fueron cristianos y que, abandonados por sus habitantes, no han
vuelto a ser ocupados, encontrándose muchos en un sorprendente estado de
conservación. De entre ellos, pasamos por Al Bara, Serjilla y Bauda.
Los tres me impresionan, pero, mas que ninguno, Serjilla. Hasta
las calles trazadas se conservan. Aunque ninguna mantiene la techumbre, son
bastantes las edificaciones que están enteramente en pie. En la soledad de
estas urbes fantasmas la imaginación encuentra verosímil dar con un togado
bizantino, o con un legionario, o con un niño vestido con la praetexta,
a la vuelta de cualquier esquina. Mejor o peor cuidados, se repiten en estas
ruinas relieves con el crismón y con la cruz de cuyos brazos penden el alfa y
el omega: ésta exactamente con el mismo diseño que en los edificios ramirenses
de Asturias, exactamente igual que, por ejemplo, en Santa Cristina de Lena,
posterior a esto en cuatro siglos, eso sí. 7.-
Son muy baratos los autobuses, a pesar de la abundancia de personal que hace el
servicio: el conductor, el ayudante, el que pide los billetes, el que los pica,
el que ofrece agua durante el viaje, etc. El autobús que me ha de llevar hasta
Damasco sale de un estacionamiento llamado Naano, que no me cuesta
encontrar. Regreso pasando por Homs, que no llego a visitar. Dejamos a nuestra
derecha Musyaff, el castillo más occidental de los que ocuparon los hashashin,
los asesinos: una secta islámica desgajada del tronco chiíta, que tuvo su sede
en la remota fortaleza de Alamut, al sur del mar Caspio, acaudillada por
un personaje legendario al que, en los años de la Cruzada, se denominó “El
Viejo de la Montaña”. Para los chiítas, la sucesión dinástica de los
imanes terminó en el duodécimo, para los hashashin, en el séptimo. La
práctica de estos de liquidar a sus enemigos a traición, por medio de un
conjurado drogado con haschís, hizo la vida difícil a los cruzados y
también a no pocos caudillos árabes. Con continuidad en el tiempo con el
nombre de ismailitas, su actual cabeza visible, Karim Aga Khan, es quien hospedó
en su palacio de Chantilly al rey Juan Carlos de Borbón, cuando éste visitó
Francia, en este mismo año, para conmemorar el 14 de julio: la fecha en que,
con la toma de la Bastilla, se
inició el proceso de abolición de la monarquía, que culminaría con el
exterminio de los Borbones franceses. Molinetes que da la vida. En Mar Boulos me
tiene preparada habitación la amable Sor Pascualina, y allí descanso un rato,
para salir luego a comer algo: en este caso, el socorrido Farruj, el
pollo, preparado con mayor o menor gracia, pero siempre servido con parsimonia y
lentitud. Prisa y comer son dos conceptos que aquí se llevan mal. Por la tarde
me acerco a una residencia de monjas melquitas, Deir Ibrahim Khalil, con
la esperanza de que Astrid, a quien conocí en Antioquia, haya traído consigo
las gafas de sol que allí me dejé. Astrid sí está; las gafas, no: que las
disfrute quien las tenga. El trayecto de ida y vuelta, como cuarenta minutos de
caminar, discurre por la calle principal del barrio cristiano, en la que es raro
que haya tienda, peluquería, restaurante o botica que no exhiban aparatosamente
imágenes cristianas, quizá no del mejor gusto, pero haciendo gala de una falta
de respetos humanos que yo quisiera para los cristianos españoles y para mí
mismo. En ningún sitio tanto como en los países árabes se percibe que los
cristianos son la gracia y la levadura de la sociedad. Basta comparar países en
los que hay y en los que no hay esa minoría, me apuntará Abuna Romualdo.
Y es cierto: el talante cristiano imprime un sello de libertad que beneficia a
todo el cuerpo social, sea cual sea el signo político del régimen. Por la
tarde, me doy a vagabundear por el zoco. La experiencia del zoco merece vivirse:
la muchedumbre multicolor, los tufos penetrantes, el ruido incomprensible, el
chalaneo, el aparente caos: Pero, para una vez, o muy de vez en cuando. Cuando
se ha regateado en unas cuantas ocasiones, se averigua que el precio es tan fijo
como en cualquier almacén occidental, si bien, para determinarlo, se precise
perder bobamente el tiempo en un tira y afloja al que no le encuentro ninguna
gracia. 8.-
Palmira es el milagro de una ciudad colosal levantada en el corazón del
desierto, en los confines de los partos; es la historia de la radiante reina
Zenobia, viuda del regidor romano Odenato, levantada en armas contra Roma,
victoriosa y, al fin, vencida, sometida y encadenada en oro; es el corazón de una
cultura original, con su propia lengua y su arte peculiar; es la plaza alejada
que escogió Fakhr ed Din para instruir a sus ejércitos; es el oasis
beduino, rara vez regado por las aguas de un cauce al que un socarrón bautizó
con un nombre de resonancias andaluzas: el río grande, Wad al Kebir. Palmira
es el mito evocador que ha puesto en movimiento a tantos viajeros curiosos. Y
hacia Palmira me voy, en una tartana no demasiado incómoda, adentrándome casi
trescientos kilómetros en el corazón del desierto de Es Sham. Palmira
es también, a estas alturas del año, un horno: cincuenta y dos grados centígrados,
a mi llegada, y un crisol, por el reflejo del sol sobre las piedras, que reduce
considerablemente la utilidad protectora del sombrero. Lejos de las ruinas,
contrato a un beduino para que ambos nos acerquemos en camello a pasarles una
primera revista. Acaso sea bello il passo del camello, pero no es cómodo,
y menos con semejante solanera, de modo que, dada una primera gira, me acojo a
la menguada sombra del viejo serrallo, que hace de museo etnográfico, en donde
su hospitalario director me ofrece un té reconfortante, a la espera de que
llegue el custodio que permite el acceso al templo de Bel-Shamin. Visita hoy
también las ruinas una muchacha rellenita y coloradota, de Vancouver, que
trabaja en un hospital de Abu-Dabi. Encontrar a un occidental es casi como dar
con alguien de la familia, de modo que trabamos una conversación amena y
divertida. Mi amiga canadiense se interesa por mi salud y se empeña en que me
tome una naranja, que devoro, por más que no esté nada fresquita, para reponer
azúcares. El templo, grande, pero no tanto como el que se alzó en el Haram
esh Sharif de Jerusalén, lo recuerda, por la columnata cuadrada y la
edificación central, aunque hubiera diferencias sustanciales. Asombra que,
pasados tantos siglos, quede aquí tanto en pie. Huyendo del calor abrasador, ya
mediada la tarde, me dirijo a un chiringuito en el que venden objetos beduinos,
más o menos artísticos, y ofrecen algo de comer. Cuando estoy terminando, se
sientan en una mesa contigua como media docena de muchachos a los que mi aspecto
llama la atención. Al poco, uno de ellos, más resuelto, me pregunta si hablo
inglés. Le contesto que lo chapurreo, y trabamos una conversación, que se
extiende casi dos horas. En este infierno de calor, además de las ruinas y los
beduinos, hay dos cosas que no están a la vista: una base aérea y una cárcel
de alta seguridad que, a lo que me parece, debe ser la antesala del averno. Mis
interlocutores, me cuentan, son hijos de oficiales de la base. Son chicos
educados, acaso más que la generalidad de los españolitos de su misma edad.
Casi todos quieren estudiar carreras técnicas, y todos tienen puestos sus ojos
en emigrar a Occidente. Yo les procuro desencantar, que ni es oro todo lo que
reluce, ni en Occidente se atan los perros con longaniza; que lo que corresponde
es levantar la propia patria, no emigrar a la ajena. Pero no hay manera: las imágenes
remotas de un paraíso alcanzable –entre ellas, el recuerdo acariciado de Al
Andalus, la conciencia de las propias carencias y limitaciones, la certeza
de que Europa es un campo feraz propicio a ser arado y sembrado por el labrador
que más se esfuerce- pueden más que cualquier razonamiento. Se tienta como en
ningún otro sitio lo que es ese efecto llamada del que hablan los políticos,
la piedra imán que atrae a una inmigración imparable. Me despido de mis
amables contertulios y me voy, por primera y única vez en este periplo, a un
hotel de calidad. Uniformada recepcionista que habla buen inglés, ascensor que
sube y baja –en otros hoteles también los había, pero varados en la planta
baja- y una habitación muy digna, con aire acondicionado, baño limpio y
televisión por satélite. Hoy me voy a dar el gustazo de dormir cómodamente,
para levantarme muy a primera hora. 9.-
Me lo habían avisado: la mejor manera de ver Palmira no es la que intenté
ayer, bajo el sol abrasador, sino el trote mañanero: darse un buen madrugón,
como a las cuatro y media de la mañana, y salir con la fresca del desierto, que
es efectivamente fresca, diez grados, para pasear sin agobios por las ruinas.
Pongo mi despertador a esa hora y a las cinco menos cuarto ya estoy saliendo.
Sorprendentemente, el vestíbulo de este nada barato hotel está ocupado por
alrededor de una docena de individuos, que duermen sobre la alfombra. Acaso sea
el cortejo de algunos oficiales que se han hospedado aquí esta noche. Es, desde
luego, ese ingrediente de caos que, cuando menos se espera, condimenta los
potajes del Oriente. Salgo saltando por encima de los cuerpos durmientes y,
todavía a la luz de la luna, me encamino a pie hacia las ruinas. Voy hasta la
zona más lejana, cerca de la loma donde se alza el castillo que, ya arruinada
la ciudad romana, construyó Fakhr ed Din, y me propongo empezar desde
allí el paseo arqueológico. Pero en las cercanías del castillo hay unas
tiendas beduinas de las que me salen un par de perros, sorprendentemente flacos
y amarillos. Y aquí estoy yo, que no tengo ninguna simpatía por estos
animalitos, riéndome de mí mismo y de mi trance, ciertamente surrealista:
arrojando piedras de venerable antigüedad a unos lebreles raros y enjutos, que
me ladran como si fuera un fantasma, a las cinco de la madrugada, en la desértica
soledad del desierto, y escapando en dirección contraria. Me dejan en paz los
chuchos e inicio mi marcha, al compás de las primeras luces, por el campo de
Diocleciano, pasando revista marcial al inmenso desfile de columnas vacías que
llevan hasta el templo de Baal y que, para mí, sólo para mí, tañen la escala
del amanecer en todos sus tonos. No me canso de ver una y otra vez la ruinas.
Pero el calor, a eso de las ocho y media, ya empieza a ser recio, de modo que me
retiro a mi hotel -de cuyo vestíbulo ya han desaparecido los inesperados
durmientes- para darme una última ducha, desayunar, y buscar algún medio de
transporte que me devuelva a Damasco. No es comparable al encuentro de
Livingstone y Stanley, pero he aquí que, en ese trance de buscar transporte, me
cruzo con otro europeo solitario y mochilero que va en dirección contraria,
hacia la frontera de Irak. –Where are you from? -From Porto, Portugal. -¡Que
alegría, un casi paisano!, ¡y qué bobo, que se empeña en hablarme en inglés!
Le presto el pequeño servicio de encaminarle hacia el chiringuito en el que
paran las furgonetas que van en su dirección, y tomo la mía, otra vez desierto
adelante, por la pista interminablemente vacía. De regreso en Damasco, me
parece que el calor es incluso superior al de Palmira. Aprovecho la tarde para
pasar por el templo de los caldeos, antiguos nestorianos, unidos a Roma, con
sede en lo que hoy es territorio de Irak. Está celebrando la Misa un cura
delgadísimo, al que, de puro flaco, la capa litúrgica no alcanza a tapar los
dos hombros. Aunque no entiendo nada de lo que se dice, me parece, por los
gestos, que su rito difiere bastante del latino: el ofertorio, por ejemplo, se
hace nada más empezar la celebración. Desde aquí hasta Mar Boulos
queda todavía un trecho, y tomo un taxi. Fijado el precio con el conductor, por
el camino me va contando que él es policía y que conduciendo se gana un
necesario sobresueldo. Cuando estamos llegando, me exige el doble de lo pactado.
Tras días de chalaneo, ya he adquirido soltura y le digo que nones. La
conversación sube de tono y mientras él grita en árabe, yo lo hago en español
castizo, hasta llegar a asirnos de las solapas. Habla de llevarme a la Polis
y yo le animo: -adelante. La cosa acaba en humo, en la puerta de mi destino, que
estas peripecias son tan desagradables como intranscendentes. 10.- No hay hoy en Damasco más que un franciscano español, pero la vida de esta comunidad está ligada a España por un fuerte lazo de sangre: la que generosamente derramaron los padres Ruiz, Colta, Escanio, Solar, Alberca, Binazo, Fernández y Calanda, martirizados la noche del 10 de julio de 1860. Me cuesta decir adiós a los frailes y a las monjas que tan bien me han tratado. Y a algunos huéspedes, como Pascal, un ingeniero agrónomo francés, hijo de parisina y togolés, que trabaja en Costa de Marfil, en donde conoció a una guapa siria, con la que se va a casar dentro de unos días. Aventuro matrimonio feliz, que se ve que es ella quien manda. Me despido también, con pena, del efusivo Thomas: un sudanés altísimo, de sonrisa cordialmente deslumbrante, que hace de portero nocturno de la residencia, compatibilizando su oficio con el estudio. La familia, el pueblo, de Thomas han sido aniquilados por los musulmanes. Y tratar con él, sabiendo de la tragedia injustamente olvidada que sufren los cristianos del Sudán, es como tratar con alguien que se libró de la persecución de Diocleciano. Me he olvidado de que hoy es viernes, fiesta de guardar para los musulmanes, y me va a ser difícil hacer unas cuantas compras de última hora que me propongo. Salgo a la calle, pregunto, y un cualquiera del barrio se empeña en acompañarme, por la zona cristiana, preguntando de almacén en almacén. Tanta amabilidad abochorna. Ya macuto al hombro, contrato un coche, regateando, una vez, más, para que me lleve al aeropuerto. Con apreciarlos mucho, ni el país ni el paisaje me han impresionado tanto como el paisanaje cristiano de estas tierras: marginado, pero militante, dividido, pero ecuménico, de vida difícil, pero fiel. Regreso por medio bastante más cómodo y rápido que el que usó mi amiga Egeria, la monja andariega, señoritinga, audaz y escribidora, que vino desde Galicia el año 383. No parece que le faltara razón cuando, en el trance de su retorno, dejó una nota en la que pedía: “permítame Dios darle siempre gracias por lo mucho y bueno que se ha dignado darme a mí, indigna que nada merezco, pues sin mérito alguno he recorrido todos aquellos santos lugares. Nunca podré agradecer bastante a todos aquellos santos que se dignaron recibir a mi insignificante persona”. -o O o- |