4.
Hacia el país de Hatay.-
Paso para la iglesia para despedirme del padre Tarsicio, que me invita a
desayunar, en su refinada pobreza. Gracias a sus buenos oficios encuentro
una furgoneta que se
aviene a llevarme hasta las cercanías de la frontera turca. El camino es
hermoso. Dejamos atrás la industriosa Latakya, queda a nuestra izquierda
Ugarit, patria del más antiguo alfabeto hasta ahora encontrado, y nos
internamos por sendas de montaña, bajo pinos frondosos. Un cartel indica
una población llamada Majerit, que no es castillo famoso, sino aldea de
agricultores. A unos kilómetros de la frontera, en Kessab, me deja el
coche, y me toca seguir andando. Es un puesto remoto, enclavado en la
angostura entre dos montañas altas, sin apenas tránsito. Paso sin
dificultades la aduana siria, y me encamino hacia la turca, distanciada
por una muy ancha tierra de nadie, erizada de armas y de alambres de
espino. Y surge el problema: tengo que pagar diez dólares, pero se niegan
a cambiarme el billete de cien que ofrezco. Tampoco aceptan, por supuesto,
otra moneda. El árabe lo comprendo poco, pero el turco, nada de nada, de
modo que no entiendo las razones que alega el aduanero, muy uniformado y
condecorado, pero nada ducho en lenguas. Una horita de paseos, arriba y
abajo, por la tierra de nadie, intentando sin éxito que alguien me
cambie. Y al cabo, aparece en escena un viejecito cubierto por un
guardapolvo azul que, en aceptable inglés, me explica que lo que no
quiere cambiarme es el concreto billete que le ofrezco, que es de fecha
antigua y de dimensiones que no acepta la mecanización bancaria. Pago con
otro billete y consigo al fin pasar el puesto fronterizo. No es que Turquía
sea una maravilla, pero la carretera por la que iré hasta Antioquia está
bien asfaltada, los soldados que se ven en los acuartelamientos de la zona
se arman con el familiar cetme-C, en las calles de los pueblos hay aceras
y farolas y me siento, al menos, en el umbral de la civilización.
Buscando alojamiento en Antioquia, contacté por Internet con un
capuchino, el padre Bertogli, que me avisó de que no iba a estar allí en
esas fechas, pero que daría noticia de mi llegada a una señora. Así,
sin más referencias, yo sé que aquí, en Antioquia, hay una señora que
sabe que voy a llegar. Pero ni sé dónde vive, ni cómo se llama.
Preguntando preguntando llego hasta una iglesia cristiana, que resulta ser
ortodoxa. En el patio sobre el que se abre el atrio hay una señora mayor,
tricotando, que me dice, en el mínimo alemán que soy capaz de entender,
que pregunte por Frau Barbara, y me indica un postigo, por el que paso,
para entrar en un dédalo enmarañado de callejuelas estrechísimas, a
través del que, perfectamente desorientado, voy preguntando a unos y a
otros. De la deriva en aquel laberinto me salva un muchacho con
pendientes, perilla y visera a popa, que aparece inopinadamente cabalgando
una pequeña bicicleta. -¿Buscas a Frau Barbara?, sígueme, me dice en
inglés. Y le sigo, correteando bajo mi macuto tras su bici, hasta llegar
a unas viejas casonas antioquenas, de apariencia exterior ruinosa, en cuyo
patio se encuentran Frau Barbara y su comunidad llamémosle de catecúmenos,
en la que no figuran, desde luego, los más ricos ni los más listos de la
ciudad, pero que tiene un buen aroma de cristiandad primitiva.
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Las
callejuelas laberínticas de Antioquía |
Barbara
lleva muchos años en esta ciudad, hoy de amplísima mayoría islámica,
pero del más rancio abolengo cristiano, que, según los Hechos de los Apóstoles,
aquí es donde empezamos los cristianos a llamarnos con este nombre. Su
labor es el diálogo interreligioso: un diálogo tan afortunadamente apostólico
que no son pocos los musulmanes que se han convertido al cristianismo, por
la gracia de Dios, por supuesto, pero mediante su ejemplo y su palabra.
Como con la comunidad en unas mesas campamentales que tienen instaladas en
el patio, florido y fresco para lo que son las temperaturas de la zona.
Barbara bendice la mesa, partiendo y dando a partir el pan, en un gesto
que, en otras latitudes, me parecería impropio, pero que aquí y en este
trance acaso sea una buena pedagogía preeucarística. Les ayudo a recoger
y limpiar. Por la tarde quiero ir a la vieja cueva en la que se reunía la
primitiva comunidad cristiana, de la que Pedro fue obispo antes de serlo
de Roma. Está a unos cuantos kilómetros, pero no tiene pérdida. Se
halla a media ladera de una montaña desde la que se otea la ciudad. La
cueva-templo, de unas dimensiones solo un poco mayores que la de
Covadonga, tiene todas las características de los primitivos lugares de
reunión judeo cristianos: cierta intimidad y una surgente de agua, que se
filtra por
la montaña. A la entrada un muchacho de buen aspecto, colaborador de
Barbara, se afana en el empeño surrealista de vender crucifijos. Bueno,
si aquí está será porque algunos vende. En la cueva hay un altar con
cruz, alfa y omega, y una pequeña imagen de San Pedro. Aunque aquí ofició
Misa Pablo VI y ocasionalmente se permitan celebraciones, no es de
propiedad cristiana, sino del Estado turco, como señala la bandera roja
con el creciente blanco que ondea a la entrada. No sin cierta emoción,
intento guardar un rato de silencio, que se rompe enseguida por la visita
de un grupo de muchachos y muchachas turcos, que curiosean alegremente,
sin sentido ninguno de lo sagrado del lugar. Una de las chicas me pregunta
en inglés de dónde soy, y si soy cristiano. Contesto y afirmo y me pide
que les explique el lugar y el significado de las letras griegas. Y me veo
balbuciendo doctrina sobre Dios, principio y fin de todas las cosas.
Quiera Él que haya servido de catequesis. Al poco de irse los jóvenes
turcos, aparece en escena una mulatita, muy guapa, tocada con un elegante
turbante, que me pregunta en francés si soy de esa nacionalidad. Niego e
indago la razón de la pregunta. Se entiende, llevo una camiseta de marca
francesa. -Pues no, no soy francés. Ella es argelina, y su novio, turco.
Nueva alusión al alfa y omega y nueva catequesis improvisada, al socaire
de la explicación histórica. Tengo el día.
La
iglesia-cueva en que Pedro tuvo cátedra |
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Al regreso a la ciudad a la
ciudad, paso por la capillita católica, mínima, escondida, donde se está
celebrando la Misa de catecúmenos. Son pocos, la mayor parte, de entre
veinte y treinta años: piadosos, serios. Los más, todavía no
bautizados, no pasan a comulgar, claro. Saludo al cura, un capuchino de
origen italiano que gusta decirse turco. Y vuelvo a casa de Barbara. Con
ella y con Astrid, una maestra de Wiesbaden que la acompaña este verano,
consumo una apetitosa cena, en el restaurante que ellas eligen. Como
buenas alemanas trasiegan cerveza abundante. Contamos chistes e historias.
Y resulta ser una estupenda velada.
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Jornadas:
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