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Publica la Asociación Cultural "Rastro de la Historia".

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El Rastro de la Historia. NÚMERO OCHO

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entre el Jordán y el Eúfrates:

notas de un viaje por Levante, entre julio y agosto del 2001


4. Hacia el país de Hatay.- Paso para la iglesia para despedirme del padre Tarsicio, que me invita a desayunar, en su refinada pobreza. Gracias a sus buenos oficios encuentro una furgoneta que se aviene a llevarme hasta las cercanías de la frontera turca. El camino es hermoso. Dejamos atrás la industriosa Latakya, queda a nuestra izquierda Ugarit, patria del más antiguo alfabeto hasta ahora encontrado, y nos internamos por sendas de montaña, bajo pinos frondosos. Un cartel indica una población llamada Majerit, que no es castillo famoso, sino aldea de agricultores. A unos kilómetros de la frontera, en Kessab, me deja el coche, y me toca seguir andando. Es un puesto remoto, enclavado en la angostura entre dos montañas altas, sin apenas tránsito. Paso sin dificultades la aduana siria, y me encamino hacia la turca, distanciada por una muy ancha tierra de nadie, erizada de armas y de alambres de espino. Y surge el problema: tengo que pagar diez dólares, pero se niegan a cambiarme el billete de cien que ofrezco. Tampoco aceptan, por supuesto, otra moneda. El árabe lo comprendo poco, pero el turco, nada de nada, de modo que no entiendo las razones que alega el aduanero, muy uniformado y condecorado, pero nada ducho en lenguas. Una horita de paseos, arriba y abajo, por la tierra de nadie, intentando sin éxito que alguien me cambie. Y al cabo, aparece en escena un viejecito cubierto por un guardapolvo azul que, en aceptable inglés, me explica que lo que no quiere cambiarme es el concreto billete que le ofrezco, que es de fecha antigua y de dimensiones que no acepta la mecanización bancaria. Pago con otro billete y consigo al fin pasar el puesto fronterizo. No es que Turquía sea una maravilla, pero la carretera por la que iré hasta Antioquia está bien asfaltada, los soldados que se ven en los acuartelamientos de la zona se arman con el familiar cetme-C, en las calles de los pueblos hay aceras y farolas y me siento, al menos, en el umbral de la civilización. Buscando alojamiento en Antioquia, contacté por Internet con un capuchino, el padre Bertogli, que me avisó de que no iba a estar allí en esas fechas, pero que daría noticia de mi llegada a una señora. Así, sin más referencias, yo sé que aquí, en Antioquia, hay una señora que sabe que voy a llegar. Pero ni sé dónde vive, ni cómo se llama. Preguntando preguntando llego hasta una iglesia cristiana, que resulta ser ortodoxa. En el patio sobre el que se abre el atrio hay una señora mayor, tricotando, que me dice, en el mínimo alemán que soy capaz de entender, que pregunte por Frau Barbara, y me indica un postigo, por el que paso, para entrar en un dédalo enmarañado de callejuelas estrechísimas, a través del que, perfectamente desorientado, voy preguntando a unos y a otros. De la deriva en aquel laberinto me salva un muchacho con pendientes, perilla y visera a popa, que aparece inopinadamente cabalgando una pequeña bicicleta. -¿Buscas a Frau Barbara?, sígueme, me dice en inglés. Y le sigo, correteando bajo mi macuto tras su bici, hasta llegar a unas viejas casonas antioquenas, de apariencia exterior ruinosa, en cuyo patio se encuentran Frau Barbara y su comunidad llamémosle de catecúmenos, en la que no figuran, desde luego, los más ricos ni los más listos de la ciudad, pero que tiene un buen aroma de cristiandad primitiva.

Las callejuelas laberínticas de Antioquía

Barbara lleva muchos años en esta ciudad, hoy de amplísima mayoría islámica, pero del más rancio abolengo cristiano, que, según los Hechos de los Apóstoles, aquí es donde empezamos los cristianos a llamarnos con este nombre. Su labor es el diálogo interreligioso: un diálogo tan afortunadamente apostólico que no son pocos los musulmanes que se han convertido al cristianismo, por la gracia de Dios, por supuesto, pero mediante su ejemplo y su palabra. Como con la comunidad en unas mesas campamentales que tienen instaladas en el patio, florido y fresco para lo que son las temperaturas de la zona. Barbara bendice la mesa, partiendo y dando a partir el pan, en un gesto que, en otras latitudes, me parecería impropio, pero que aquí y en este trance acaso sea una buena pedagogía preeucarística. Les ayudo a recoger y limpiar. Por la tarde quiero ir a la vieja cueva en la que se reunía la primitiva comunidad cristiana, de la que Pedro fue obispo antes de serlo de Roma. Está a unos cuantos kilómetros, pero no tiene pérdida. Se halla a media ladera de una montaña desde la que se otea la ciudad. La cueva-templo, de unas dimensiones solo un poco mayores que la de Covadonga, tiene todas las características de los primitivos lugares de reunión judeo cristianos: cierta intimidad y una surgente de agua, que se filtra  por la montaña. A la entrada un muchacho de buen aspecto, colaborador de Barbara, se afana en el empeño surrealista de vender crucifijos. Bueno, si aquí está será porque algunos vende. En la cueva hay un altar con cruz, alfa y omega, y una pequeña imagen de San Pedro. Aunque aquí ofició Misa Pablo VI y ocasionalmente se permitan celebraciones, no es de propiedad cristiana, sino del Estado turco, como señala la bandera roja con el creciente blanco que ondea a la entrada. No sin cierta emoción, intento guardar un rato de silencio, que se rompe enseguida por la visita de un grupo de muchachos y muchachas turcos, que curiosean alegremente, sin sentido ninguno de lo sagrado del lugar. Una de las chicas me pregunta en inglés de dónde soy, y si soy cristiano. Contesto y afirmo y me pide que les explique el lugar y el significado de las letras griegas. Y me veo balbuciendo doctrina sobre Dios, principio y fin de todas las cosas. Quiera Él que haya servido de catequesis. Al poco de irse los jóvenes turcos, aparece en escena una mulatita, muy guapa, tocada con un elegante turbante, que me pregunta en francés si soy de esa nacionalidad. Niego e indago la razón de la pregunta. Se entiende, llevo una camiseta de marca francesa. -Pues no, no soy francés. Ella es argelina, y su novio, turco. Nueva alusión al alfa y omega y nueva catequesis improvisada, al socaire de la explicación histórica. Tengo el día.

La iglesia-cueva en que Pedro tuvo cátedra

Al regreso a la ciudad a la ciudad, paso por la capillita católica, mínima, escondida, donde se está celebrando la Misa de catecúmenos. Son pocos, la mayor parte, de entre veinte y treinta años: piadosos, serios. Los más, todavía no bautizados, no pasan a comulgar, claro. Saludo al cura, un capuchino de origen italiano que gusta decirse turco. Y vuelvo a casa de Barbara. Con ella y con Astrid, una maestra de Wiesbaden que la acompaña este verano, consumo una apetitosa cena, en el restaurante que ellas eligen. Como buenas alemanas trasiegan cerveza abundante. Contamos chistes e historias. Y resulta ser una estupenda velada.

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