5.
Alepo, al sur de Osroene, al este del Edén.- Me levanto tempranito,
para ir a comprar unos panes de pita que nos sirvan de desayuno. Mientras
que Astrid toma el sol en el patio de la casa de acogida, lo que yo tomo
es el café con leche que ella tuvo la atención de preparar. Dejo todo
recogidito, me despido de ella y de Barbara y marcho a visitar el museo
local, rico en mosaicos, a orillas del Orontes. Tomo después un autobús
que me llevará hacia Alepo, hacia el Eúfrates, por la vía que discurre
al sur de Osroene. En esta frontera entre Turquía y Siria la hostilidad
recíproca es patente. Antioquia, y con ella todo el país de Hatay,
fueron originalmente de cultura griega y luego árabe, nunca turca; pero
los franceses, por la conveniencia que fuera, entregaron el territorio a
los turcos: entrega que Siria nunca consintió, de modo que todavía hoy sigue considerando Hatay como un Gibraltar
ocupado contra justicia y razón. Los jóvenes parecen ganados por la
cultura turca, pero las personas de cierta edad siguen hablando árabe y
se resisten a la asimilación, y eso provoca una cierta división entre
los cristianos, ya que los ortodoxos siguen utilizando el árabe como
lengua litúrgica, mientras que los católicos, acaso más incorporados a
la vida turca, rezan en esta lengua. La tensión fronteriza se manifiesta
en la enorme tierra de nadie que hay entre unos y otros puestos de
control, en los nidos bien artillados que se encuentran a uno y otro lado,
y hasta en la dificultad de los trámites aduaneros. A mí nadie me
molesta, pero a un par de viejitos que viajan en mi autobús, con sábanas
y lencería, los carabineros sirios les abren todos los bultos que llevan,
les deshacen materialmente el equipaje, les destrozan las maletas, sin
ninguna contemplación. Esperando a que nos den vía libre, veo una escena
que me sorprende: un oficial de la aduana, joven, se acerca a la oficina
central y, en vez de entrar, se queda a unos diez metros, esperando a que
un señor, ya entrado en años, vestido con guardapolvo, se ponga a sus
pies y le cambie los zapatos que hasta ahora llevaba por unas cómodas
babuchas, con las que entra en la oficina. Me parece un gesto bobo de
sumisión, acaso expresión de las diferencias de rango y del punto hasta
el que se llevan en estos pagos. Partimos, y llegamos, al fin, a Alepo. Alepo
es una ciudad considerable, plantada en un secarral, donde viven cerca de
ocho millones de seres humanos, que se nutren del agua benéfica del Eúfrates,
embalsado en la anchurosa presa El Assad. Su ciudadela medieval, circular,
alta y orgullosa, a caballo de una meseta imposible, nunca fue tomada por
los cruzados, y sirvió de base para los golpes y contragolpes de las
cabalgadas de Saladino.
La
ciudadela de Alepo, imbatida por los cruzados |
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Sus zocos son sucios, abigarrados y confusos hasta
lo inextricable. Su barrio cristiano, El Azizie, en algunos
rincones, como un trocito de París. Y crece, crece, con orden, en
edificios de mejor factura, con cierto talento urbanístico. Se levantan
bloques de viviendas, mezquitas, alguna enorme, e iglesias de
considerables proporciones, como la de Mar Yusef, que está a punto
de finalizarse. Me hospedo en una pensión que me han recomendado, que no
resulta demasiada pulcra, a la vera del Hotel Baron, famoso por haber
albergado a Lawrence, a Lindbergh, a Agatha Christie, a Roosevelt y no se
cuántos famosos más, pero que es ahora desaconsejable, y no por los
fantasmas de sus pasados huéspedes.
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El
viejo Hotel Baron, histórico y destartalado |
En la iglesia latina visito al padre
Castellana, un franciscano italiano que lleva aquí la vida entera y que
sabe de Siria como pocos. Es el único occidental que encuentro. Los demás
franciscanos son árabes. Me invita a un café y me cuenta de la
cristiandad de la ciudad, crecida por la inmigración armenia, fugitiva de
las persecuciones turcas. Me da noticia de los trabajos de arqueología
cristiana que ha hecho con el padre Peña y el padre Fernández, y me
pregunta por esa locura de los gobiernos occidentales de albergar a
musulmanes que no llevan ninguna intención de integrarse, sino todo lo
contrario. Éste de la indignada sorpresa por la inmigración a Europa es
un tema que se plantea recurrentemente al hablar con cristianos árabes.
No entienden ellos que se dispense a los musulmanes tan buena acogida,
cuando en los territorios que ellos dominan se posterga y relega a los
cristianos, que viven en una situación ciertamente opresiva, por más que
Siria no sea, para ellos, el peor de los países, ya que otros lo son más,
como Arabia Saudí, la muy querida aliada de los Estados Unidos de América.
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