31.
Baalbek, Reirut.-
Mi objetivo es, ahora, viajar hacia el Líbano, para luego volver a entrar
en Siria, con dirección hacia Antioquía. Abandono mi limpia residencia
de los franciscanos damascenos, en la intención de visitar Baalbek, el
monumental complejo de templos de la Ciudad del Sol. No es sencillo ir, y
menos si se considera que todo el camino discurre por el valle de la Bekaa,
encajonado entre las cordilleras del Antilíbano y del Líbano, donde se
encuentran los campamentos de la milicias de Hezbollah y donde están
desplegados buena parte de los treinta y cinco mil soldados que
constituyen el ejército de ocupación sirio. Pero tampoco hay que
exagerar el riesgo: la situación es de equilibrio precario, pero no de
guerra. Lo más seguro es desplazarse en un vehículo sirio, para lo que
me dirijo al estacionamiento Baramke, en donde contrato mi viaje
con un conductor que sólo saldrá cuando encuentre otros cuatro
pasajeros. Al poco rato llega una pareja de mediana edad, ella velada.
Como, según he leído, es gravemente ineducado dirigirse a una mujer a la
que no se conoce, especialmente si lleva velo, me dirijo al varón, en
francés. Él me dice no saber francés, ni inglés, pero me propone que
hable con ella, que es su hermana, que se defiende en aquella lengua y que
es, no él, quien va a viajar hacia el Líbano. Mi intención es que, con
tal de no esperar, paguemos ella y yo las plazas vacías de los otros tres
viajeros que no acaban de llegar, y ella querría hacerlo así, pero no es
posible, que no lo permiten las absurdas reglas del gremio de conductores.
Horita y media, casi dos, bajo un sol tórrido, esperando a que lleguen
nuevos pasajeros, que llegan, al fin. Durante el viaje, continúo la
conversación con mi velada acompañante. Ella es de Baalbek,
precisamente, aunque vive en Siria. Vuelve a su pueblo de origen para
asistir al funeral de su madre, que ha fallecido hace unos días, pocos
meses después de que muriera su padre. Está separada del marido y tiene
un solo hijo, que vive en Chipre. Me habla de sus planes de establecerse
en esa isla y de las dificultades de hacer frente a la vida una mujer
sola, en un país como Siria. La frontera con la república del Líbano
está custodiada por el ejército del Líbano, pero, tras franquearla, a
muy pocos kilómetros, se encuentran ya controles militares sirios. Si no
fuera porque el diablo las carga, nadie tendría recelo de este ejército
de aspecto desaliñado, con uniformes y armamento muy viejos, con cascos a
la usanza británica: los mismos que llevaban los soldados de Montgomery.
Otro control sirio, uno de Hezbollah, con uniformes algo menos añejos,
y ya estamos en Ballbek. El pueblo está bajo el control de las milicias
chiítas, que hasta tienen algo así como un pabellón de propaganda, con
carteles, altavoces, un par de maniquíes de soldados y un misil de
guardarropía, al pie de la entrada de las ruinas, custodiada por
milicianos de aspecto tan feroz como poco marcial. Ballbek es
impresionante. Son colosales las dimensiones de este complejo de templos
que la madre Roma levantó aquí, en los confines de su imperio. Hay que
verlo para creerlo. Y cuesta entender que se hayan podido mover piedras de
las magnitudes de las que estoy viendo, con los medios técnicos de hace
veinte siglos.
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Baalbek:
la grandeza incomprensible de Roma, hoy en el corazón de la milicia
chiíta. |
Muy pocos son los visitantes: entre ellos, una pareja de
españoles, él de Valladolid, ella segoviana, de Carbonero Mayor. -¿Qué
harán aquí estos dos?, me pregunto. -¿Y qué hago yo?, me contesto.
Dejo atrás la iglesia maronita, que por muy controlada que esté la zona
por los musulmanes, permanece abierta al culto, y monto en la furgoneta
que conduce un islamita libanés, con intención de llegar hasta Beirut.
Descollada la elevada cordillera -alta, hermosa, famosa por sus cedros,
pocos hoy, salvo en Bcharré, y tan elevada como para que funcionen
aquí, durante meses, numerosas estaciones de esquí- y superados algunos
controles del ejército del Líbano, que miran con detenimiento la
documentación de mi conductor, llegamos a Beirut. Se tiene sensación de
no haber viajado en el espacio, sino en el tiempo: tal es la diferencia
entre las zonas musulmanas y las zonas cristianas. Beirut, ciudad
destrozada por la guerra, está renaciendo como fénix, gracias a la ayuda
internacional y a la acción de Solidère, la Sociedad Libanesa de
Desarrollo y Reconstrucción: un consorcio empresarial privado que se
encarga de replantear, restaurar y reedificar la ciudad. Aunque todavía
se vean edificios destruidos por las bombas, aunque la vida no sea fácil,
aunque la tasa de desempleo sea elevada, aquí el ambiente es otro: las
calles están limpias, los semáforos funcionan, y se percibe una
actividad económica e industrial que en otros sitios no he visto. En
algunas zonas de Beirut, particularmente en las que se encuentran al este
de la antaño infranqueable línea verde, se diría que estamos
casi en Europa, salvo porque –en contra de las informaciones recibidas-
son pocos los que hablan francés o inglés. Tengo propósito de visitar a
un amigo, que vive aquí desde hace cinco años, y la indicación que
traigo es la proximidad a l´eglise de Saint Nicolas. Pero es empeño
inútil: nadie la conoce, ni guardias, ni porteros, ni taxistas, salvo
uno, que resulta llamarse Noulah, y que sabe que su nombre, en
francés, equivale a Nicolas. Vamos, que lo que estoy buscando es
la Kinise Mar Noulah. Con este dato, ya consigo atinar con el
templo, y con él, localizo la casa de mi amigo. José-Antonio lleva
residiendo en el Líbano cinco años, trabajando al servicio de una ONG de
la Unión Europea, en la tarea de ayudar a los deportados de la guerra y
reconstruir el Líbano. Buen conocedor de la zona, es interesantísima su
conversación. Se apasiona cuando habla de los árabes: gente de gran
corazón, aunque con cierta tendencia al caos. El Líbano está en trance
de recuperación, pero la comunidad cristiana está muy disminuida por el
enorme número de emigrantes. Se comprende que busquen otros horizontes,
pero el equilibrio religioso y hasta político del Líbano requeriría una
sólida presencia cristiana que, de seguir disminuyendo la comunidad,
puede acabar dando lugar a una situación muy difícil. En comparación
con otras, Beirut no goza de muchos atractivos históricos y artísticos,
pero es una gran ciudad, moderna y sede de universidades prestigiosas. Me
llevan a pernoctar a una residencia de los lazaristas, pero, cuando llego,
no hay nadie que me acoja, de modo que me quedo charlando lo poco que se
puede charlar con el matrimonio que ocupa la portería, no sabiendo ella más
que una poquitas palabras de inglés y él sólo árabe. Al rato se nos
unen un estudiante norteamericano que está de paso y otro libanés, que
está a punto de terminar Medicina, y que resulta ser militante del Kataeb:
el partido del que fue milicia la Phalange. El programa de su
partido, dice él, es “decir la verdad, cualquiera que ella sea”, y me
parece bien, aunque acaso insuficiente. Poco sé de la política libanesa,
pero mi interlocutor se sorprende de que lo sepa: parece que algunos
libaneses tienen el complejo de estar en una orilla apartada del mundo. Mi
amigo teme que, en la nueva situación política, los militantes
cristianos que se oponen a la invasión siria, sean víctimas del propio
gobierno libanés, mediatizado por Siria. Parece que el tiempo le va a dar
la razón. Llega al fin el encargado de la residencia, me asigna un
dormitorio y me voy a dormir, muy cansado.
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