Fui a Alicante. Todo el mundo comentaba cómo el gobernador civil,
Francisco Valdés, carecía de autoridad; cómo los anarquistas eran
los amos; cómo Valdés no se atrevía a moverse de su despacho por
miedo a ser asesinado.
Para conseguir la entrevista es verdad que hubo dificultades.
Valdés me dijo que lo podría ver. El camarada José Prieto, un
ciudadano con mono azul y pistola al cinto, me dijo: "No".
Es el presidente de una famosa Comisión de Orden Público. Sugirió
al gobernador que era un asunto muy delicado.
– Pero Madrid está de acuerdo– le replicó el gobernador.
Se celebró una reunión de la Comisión y se me dijo que
asistiera. Era plenaria y acudieron dos representantes de los partidos
del Frente Popular. Pronuncié un discurso en mal español. ¡Lo
desagradable –apostilla Jay Allen– que sería encontrarse con
estos hombres, imbuidos de ideales de revolución social y de justicia
revolucionaria, con la vida en peligro y la conciencia culpable
El Comité vuelve. El camarada Prieto dice:
– Primo de Rivera está a disposición de nuestro Gobierno de
Madrid; es, por lo tanto, natural que se le guarde seguro e
incomunicado. Sin embargo, si usted consigue que alguien en Madrid
autorice esta "interview", puede, desde luego, hacerla.
Perdónenos; pero en asunto de esta naturaleza toda precaución es
poca
En la prisión
A las nueve de la mañana –Allen debió conseguir el permiso–
la Delegación me viene a buscar. Son los camaradas Prieto, Carmelo
Alberola, Martín Bautista y el comisario José Cases, hasta hace poco
periodista.
Me acompañan a un "auto". Los otros huéspedes del hotel
se miran entre sí y se nota que se alegran de que me haya tocado a
mí y no a ellos.
Las puertas de la cárcel se abren. El director de la prisión
saluda. Pasamos por filas de puertas de celdas. "Los presos
están haciendo ejercicio en el patio", dice el guarda.
La vieja cerradura funciona. Salimos a la luz del sol. Dos hombres
jóvenes, morenos y guapos, en "breeches" blancos, camisas
con el cuello abierto y alpargatas, miran hacia arriba, a nosotros,
con interés. Esta es la primera visita que reciben en meses.
José Antonio, el más delgado de los dos, me da la mano
cortésmente. Encuentra difícil disimular su desilusión al ver que
soy solamente yo. Los cuatro camaradas del Comité están a pocos
pasos.
– ¿No fue hace dos años cuando comimos juntos en el Savoy, de
Madrid, con el príncipe?
Los camaradas escuchan con interés. Digo, muy profesionalmente:
– ¿Seguimos con la "interview"?
Me contesta con una sonrisa encantadora, mirando a los camaradas
que mañana pueden ser sus ejecutores.
– Con gusto –le dice José Antonio–, pero yo no sé nada.
Estoy aquí desde marzo.
Los camaradas se miran. Ya me habían dicho que habían encontrado
dos pistolas y cien cartuchos en las celdas de los hermanos, después
de haber estallado la rebelión, además de mapas que indicaban la
situación de las islas Baleares. Los camaradas se cruzan miradas de
inteligencia. Primo de Rivera es abogado, y de los buenos; pero él es
su única defensa. Yo no debía agravar su situación.
Después de unas cuantas preguntas, prosigue el reportero:
Tenía sus ojos posados en mí. Quería noticias; ardientemente las
deseaba. ¿Qué podía decirle yo? Se me adelantó diciendo:
– ¿Pero qué está pasando ahora? No sé nada. Le dije:
– Estoy seguro que estos amigos no me han traído aquí para
informarle, pero le haré unas preguntas hipotéticas que usted puede
contestar o no.
– ¿Qué pensaría usted si le dijese que yo opino que el
movimiento del general Franco se ha salido de su cauce, cualquiera que
fuese, y que ahora en adelante simplemente la vieja España lucha por
perdidos privilegios?
– Yo no sé nada, pero no creo que sea verdad. Si lo es, es un
error.
– ¿Y si le dijese que sus muchachos están luchando al servicio
de los terratenientes?
– Le diría a usted que no.
Me miró escrutadoramente y dijo:
– ¿Se acuerda de mi posición y de mis discursos en las Cortes?
Y continuó:
– Usted sabe que yo dije que si las derechas, después de octubre
de 1934, se mantenían en su política negativa de represión, Azaña
volvería al Poder muy pronto. Ahora ocurrirá lo mismo. Si lo que
hacen es únicamente retrasar el reloj, están equivocados. No podrán
sujetar a España si sólo hacen esto. Yo defendía algo distinto;
algo positivo. Usted ha leído el programa de nuestro
nacionalsindicalismo, el de reforma agraria y todo lo nuestro. Yo era
sincero. Podría haberme hecho comunista y haber conseguido
popularidad...
Le dije –prosigue Allen:
– Pero sus muchachos ahora...
– Creo y deseo que lo que usted me dice no es verdad. Pero
recuerde que no tenían jefatura después de que fui arrestado y
acuérdese también que había mucha gente empujada a la violencia por
la política provocativa de Casares Quiroga.
Los camaradas se miraban.
Yo dije:
– Pero creo recordar que usted introdujo una política de
pistoleros en Madrid.
– Nadie ha sido capaz de probar eso. Mis muchachos habrán podido
matar, pero después de haber sido atacados.
La charla termina con estos párrafos de José Antonio:
– Yo sé que si este Movimiento gana y resulta que no es nada
más que reaccionario, entonces me retiraré con la Falange y yo...
volveré a ésta o a otra prisión dentro de muy pocos meses.
Les pregunté a los camaradas que me acompañaron:
–¿Qué van hacer ustedes con él?
–Habrá un juicio. Y se cambiaron unas miradas.
Será juzgado no solamente el hombre, sino el falangismo español.
No puedo de ninguna manera imaginarse ninguna circunstancia que pueda
salvar a este joven. Su situación es muy mala. Lo menos que yo puedo
hacer es no agravarla.
Extracto de la entrevista celebrada por el reportero Jay Allen,
para el periódico New Chronicle, de Londres, Edición del 24
de octubre de 1936. La traducción corresponde al capitán Fernández
Silvestre, caído pocos días después en la marcha sobre Madrid.