"Me levanto temprano, hacia las ocho, lo más tarde. La casa
de Chamartín está deliciosa a esa hora. Por las ventanas entra un
aire limpio y fresco. Tomo mi desayuno, leo los periódicos y empiezo
los primeros trabajos. En la calma de Chamartín es posible aprovechar
el tiempo. Pero hacia las diez y media tengo que irme a Madrid, al
despacho. Y a las once, poco más o menos, empieza el vértigo de
todos los días: visitas, cartas, telefonazos, .consultas... Lo más
temible es que mi tarea no es una tarea determinada, sino un conjunto
de mil cosas distintas, que acaban por volverle a uno loco. Siempre
han dado las dos y media cuando vuelvo a almorzar a Chamartín.
Después de almorzar, otra vez al despacho. Hacia las siete me quedo
solo. De siete a nueve y cuarto o nueve y media es cuando me dejan
trabajar. Y se acabó el día. Pero como se han quedado tareas
pendientes, no hay manera de pensar aún en vacaciones. Tal vez pueda
veranear unos días en octubre; lo mismo que nunca encuentro tiempo
para ir a patinar a la Sierra hasta que se ha fundido la nieve.
¡Veranear! Si pudiera hacerlo sería feliz, no por el descanso, sino
por el orden. Esta será mi aspiración frustrada toda la vida:
veranear en verano, invernar en invierno; no tener más cartas que las
precisas y comer a unas horas razonables."
Estampa, Madrid, 18 de agosto de 1934.