Un público numeroso, entre el que predominaba el elemento joven,
acudió ayer al Ateneo de Santander, cuya tribuna ocupó el diputado a
Cortes don José Antonio Primo de Rivera. El salón de actos de la
docta casa se vio con este motivo abarrotado de gentes de todas las
clases sociales.
El señor Primo de Rivera fue presentado al auditorio por el
presidente de la Sección de Ciencias Morales y Políticas de¡
Ateneo, señor Nardiz, en un breve y sencillo discurso de bienvenida.
El orador, cuya palabra es concisa, sirviendo a un pensamiento tan
perfilado, se expresa con esa sencillez con que las ideas claras deben
exponerse. Y sus ideas diáfanas son los resultantes de un estudio
filosófico de la Historia, con una adaptación admirable, por su
precisión, al momento actual del mundo.
Hace ya bastantes años –comienza diciendo–, cuando yo empezaba
a deletrear, los tiempos no encerraban preocupaciones, porque no se
venteaba la tragedia. Había llegado el mundo a un estado de febril
impaciencia tal, que se hablaba de lo que iba a ser el año dos mil.
El año dos mil no ha llegado, y el panorama resulta ya totalmente
distinto.
Si bien la verdad es una. No es una ni continua la secuencia; la
Historia marca una curva que va de las edades clásicas a las edades
medias. Las edades clásicas se conocen en su fondo, porque son
aquellas que están conformes a sí mismas, de acuerdo con una
dirección constante. Las edades medias no tienen conformidad consigo
mismas, y durante ellas se registra una constante apetencia de una
norma para el futuro. Entre aquéllas y éstas se produce una
transición que no puede ser por descenso. El descenso de la plenitud
clásica al período medio no es normal, a menos que se interponga una
catástrofe: una invasión de los bárbaros.
El señor Primo de Rivera pone el ejemplo de las antiguas
civilizaciones y se detiene especialmente a estudiar el Imperio romano
en su desarrollo, su plenitud y la llegada de los bárbaros. La
decadencia de Roma había comenzado hacía un siglo, porque el Imperio
había perdido su explicación íntima. Aquel esfuerzo magnífico de
la civilización romana era una cosa perfectamente concluida, y sólo
le quedaba para sobrevivir a la decadencia total el recurso de volver
a la vida interior; pero ¿qué vida interior tenía el ciudadano de
Roma? Poco antes de sobrevenir la ruina total llegó Séneca, que
contempló aquella masa insuperable y se sintió abrumado, buscando
las perspectivas de tanta grandeza en su propio yo interior.
Don Pedro Sainz Rodríguez nos dice que la decadencia de España
comenzó cuando los españoles vimos a España como un objeto de
observación. Pues bien: imaginaos a Séneca, unidas en él las
facultades de filósofo y de español, refugiándose en la
impasibilidad del estoicismo; pero en un estoicismo sin efusión, no
bastante fuerte, porque era pagano, para destruir los cimientos de la
grandeza romana. Hasta que llegó el Cristianismo, que tenía un fondo
oriental ascético, el Cristianismo de los catecúmenos que se
guarecía y crecía en el subsuelo de Roma. Vino y empezó a señalar
la disidencia entre aquella arquitectura de la Roma terminada y la
tragedia interna de cada ciudadano, porque sus virtudes operantes no
podían crear las normas nuevas del futuro.
Resistió a las primeras invasiones de los bárbaros; pero era
necesario que viniera un hecho innegable que pusiera el ex–libris al
magnífico trazado del Imperio. Se cumplía ese principio
incuestionable de que las edades clásicas no caen sin más ni más.
Al derrumbarse una civilización se produce una especie de barbecho
histórico en que comienzan a operar las fuerzas de la edad clásica
del porvenir.
Con la Edad Media surgen los castillos y las grandes catedrales
góticas, y comienza a hablarse de la unidad de las sociedades. Santo
Tomás de Aquino da hechura al sistema filosófico de la Edad Media.
Considera que todo procede de Dios, incluso el poder político, y ve
esto como una consecuencia natural del hombre que vive en sociedad y
necesita agruparse. Santo Tomás coloca la piedra angular del Derecho
en la idea del fin: los que gobiernan, gobiernan para un fin: el bien
de la comunidad.
Ya está todo en orden, y casi se llega a una edad clásica con el
orden establecido entre los hombres. El nuevo Imperio llena el orgullo
de todos nosotros, porque se instaura con el nombre de España.
España en el siglo XVI es el brazo ejecutor de Dios; todo está claro
y se remite a una unidad constante. España sabe que está sirviendo a
una unidad y por eso puede un español ilustre (don Ramiro de Maeztu)
explicarnos cómo los españoles buscaban esta inmensa obra de la
unidad del mundo como un signo completo de que España logró la
plenitud de una edad clásica.
¿Cuándo empieza la descomposición que se inicia con la madurez?
Spengler dice que en 1730. Yo creo que fue treinta años más tarde,
cuando se unieron cuatro cosas como principales elementos disolventes
de la edad clásica: en primer lugar, el pensamiento rousseauniano.
Rousseau fue a refugiarse en la vuelta a la Naturaleza como un alivio
ante aquella masa gigantesca del orden establecido. Y quiso construir
un sistema político que le librase de tanto agobio, refugiándose en
la idea del Contrato Social.
Analiza el pensamiento rousseauniano de la soberanía y dice que el
ginebrino no era un decidido partidario del sufragio universal, es
decir, del imperio de los más sobre los menos, sino que lo aceptaba
como una conjetura de que el deseo de los más era el más justo por
sí mismo, sin sujetarse a normas permanentes.
Luego vienen los economistas con su sistema de fuerzas operantes
que no eran un determinante en la Historia.
El tercer factor es el de una sociedad que perdió la fe en sí
misma y no cobró otra porque todo lo que se le daba como sustituto
era una crítica acerba.
Esa sociedad comenzó ironizándose a sí misma.
Por último, el factor del progreso mecánico. La Humanidad, que
había perdido las referencias permanentes, se creyó fuerte y empezó
a soñar en una perfección material y pensaba ya en lo que sería el
mundo en el año dos mil. Pero no llegó la Arcadia prevista. Llegó
el año 1914 con la guerra, y la guerra aceleró este progreso en la
descomposición de la madurez. Y en este momento el mundo orgulloso de
los siglos XVIII y XIX no encuentra solución a un problema, el
problema social. El incremento del maquinismo creó el problema,
porque cuando los mercados del mundo estaban sin saturar, el mundo se
dedicó al progreso de la máquina y llegó un día en que la
capacidad adquisitiva estaba colmada.
Además se produjo el fenómeno de la proletarización de las
masas.
Trata de la emigración del campesino a la ciudad, donde encontraba
fácil acomodo a su esfuerzo físico, y por qué las gentes del campo
fueron olvidadas por los líderes del socialismo. A los conductores de
la masa proletaria –y esto puede decirse sin salirse de la
objetividad de la crítica– les tenía sin cuidado el campesino. Les
preocupaba más la organización y el estudio de las masas de
proletarios con vistas a la revolución social. Y así Marx y Engels,
a los tres años de publicar su Manifiesto, no tardan en descubrir en
su propia correspondencia la finalidad perseguida, y Engels dice a su
colaborador: ¿Pero qué hace la chusma, que no hace la
revolución?"
Los líderes querían especular con la desesperación de las masas
para llevarlas a la revolución social obrera, y los mismos directores
de los movimientos revolucionarios aprovecharon su dominio para
acelerar la ruina económica del mundo.
Después el señor Primo de Rivera trata del momento presente.
Ahora –dice–, en 1934, nos encontramos con el mundo desorganizado
material y espiritualmente. Ha perdido la fe en los sustitutos del
derecho de gentes y ya nadie cree en la soberanía nacional, ya nadie
cree en los principios de la Revolución francesa.
¿Cómo puede desembocar el mundo en una nueva Edad Media? Para que
empiece necesitamos que se nos presente a la vista una nueva invasión
de los bárbaros.
Rusia está ahí con sus cuatro millones de soldados y lo
suficientemente cerca para intentar un paso por Alemania hacia la
civilización de Occidente. Dice el orador que Alemania puede caer en
el comunismo, y entonces sí que tendríamos a los bárbaros avanzando
por el camino que les señaló la Historia en otras épocas. Y esto es
apremiante y no es una fantasía.
Habla de los experimentos italiano y alemán, estableciendo sus
diferencias esenciales. Italia es lo clásico; aquel experimento está
al servicio de unas normas clásicas, estables, y es a la hora
presente la salvaguarda de los principios occidentales. Lo italiano es
todo razón y pensamiento y programa. Alemania es el experimento
romántico, es el pueblo, la raza que se entrega a un último esfuerzo
desesperado de salvación.
Entonces, preguntamos, ¿es que el mundo va a desaparecer?
Pudiera quedar contestada esta pregunta con la experiencia de la
Historia. Roma está llevando a cabo un esfuerzo con todo sentido,
tendiendo un puente entre los restos de la edad que se derrumba y la
nueva civilización que va a surgir. La invasión de los bárbaros
tiene dentro de sí el fermento de una nueva civilización. En el
comunismo hay muchos ingredientes que no se pueden abolir; pero trae,
además, una fuerza arrolladora de destrucción. Así, pues, si nos
adelantamos a lo que va a ser el nuevo camino del futuro histórico,
podemos tender un puente para empalmar los restos de una civilización
en plena decadencia con los principios de la nueva, construyendo la
arquitectura del nuevo sentido de la vida. Este es el esfuerzo inmenso
que tiene que acometer la Humanidad, recogiendo de la edad futura lo
que traiga de constructivo y salvando de la antigua todos los restos
gloriosos.
Es muy posible –termina diciendo el señor Primo de Rivera– que
a nuestra generación le corresponda una misión dura: la del
regimiento de retirada., que puede hasta perecer en la lucha; pero al
que aguarda la gloria del holocausto.
El orador, que había sido interrumpido numerosas veces durante su
conferencia por los aplausos, recibió, al terminar, una frenética
ovación.
El Diario Montañés, de Santander, 15 de agosto de 1934.