El 14 de abril de 1931 se implantó la República en España. No
puede negarse que, casi anulando la melancolía con que no pocos
vieron caer el régimen monárquico secular, se extendía por España
un júbilo lleno de esperanzas. Las esperanzas, de seguro, hallaban su
clave en esto: la República iba a ser el régimen nacional, de todos,
bajo cuyo signo se llevara a cabo la revolución anhelada durante
años y años. Es innegable que la vida de muchos españoles resultaba
–y resulta– inhumana: Andalucía y otras tierras nuestras conocen
la angustia de esas existencias sin sueños, ni dulzura, ni arraigo;
de esas existencias de los braceros que ganan al año setenta míseros
jornales, y a quienes el hambre y la ferocidad acorralan durante los
largos días de ocio. La República prometía remediar todo eso sin
sana y sin odio, segura de sí misma. Hubiera sido un bello alarde de
exactitud el de podar y aun sajar sin que un solo golpe fuera dirigido
por ánimo de represalia, sino por un sentido justiciero de servicio
patrio, de comunidad popular de destino.
Ya era mucho el haber logrado que entraran los socialistas en un
Gobierno que no era de clase, sino que aspiraba a ser Gobierno
nacional. Los socialistas –no hay que ocultarlo– formaban el
partido más serio de cuantos trajeron la República y de cuantos
perdieron la Monarquía; eran tenaces, disciplinados, abnegados muchos
de ellos y casi todos excelentes organizadores. Lo que tiene de
repelente el socialismo –exclusivismo de clase, materialismo,
antinacionalidad –parecía disuelto en la emoción patriótica con
que un pueblo, casi unánime en la alegría, imaginaba zarpar hacia
rumbos mejores. Así, el socialismo infundiría a la República su
profundo contenido de justicia social sin convertirla en República de
clase.
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Desde el 14 de abril de 1931 han corrido tres años. Los
gobernantes de la República se las arreglaron para hacerla pronto
inhospitalaria. Lo que pudo ser un régimen nacional fue achicado por
sus guardianes hasta trocarlo en régimen de secta Fue puesto en uso,
como casacón apolillado, al que se acudía a falta de mejor ropa, el
más rancio anticlericalismo. Y, lo que es aún peor, se empezó a
pagar con trozos de España, traicionando la voz de lo nacional,
servicios prestados a la secta. La que iba a ser República de todos
los españoles ya estaba casi reducida a República de antiespañoles.
Pero, a falta de lo nacional, quedaba lo social todavía. Empresa
incompleta –manca–, pero empresa aún: media empresa al menos.
Hasta que triunf6 en las urnas el Parlamento que ahora tenemos la
felicidad de gozar.
Este Parlamento se compone, en su mayoría, de radicales y
diputados de derecha vicerrepublicana. El partido radical, en otro
tiempo furibundo revolucionario, es hoy un modelo de prudencia; lo que
se llama un verdadero "partido de orden". Y las derechas
vicerrepublicanas no hay que decir. Todo lo que Azaña y los
socialistas llevaron a cabo en el famoso bienio se va a borrar del
mundo: ha terminado la revolución social.
Y en cuanto a lo nacional, mejor es no decir nada. Nunca se ha
visto Parlamento con menos sentido histórico que el Parlamento
presente. Todos los partidos "de orden" más o menos
adheridos al régimen parecen limitar su ambición a que haya
"autoridad es decir, no a que se remedien los profundos motivos
de desesperación popular, sino a que esa desesperación no se
manifieste con demasiado ruido.
Lo que no podía entender nadie es para qué se hizo una
revolución, si las dos vetas de sustancia revolucionaria, la nacional
y la social, iban a abandonarse tan pronto. Ni cuál es la diferencia,
salvo en lo que se ha perdido en lo suntuario, entre la República de
orden que nos han deparado estos republicanos conversos y aquellos
buenos tiempos en que gobernaba el viejo partido conservador.
FE, núm. 10, 12 de abril de 1934.