En trance de buscar la mejor policía de Europa para la misión
más delicada, los ojos del canciller Hitler se han fijado en nuestra
Guardia Civil. El Gobierno español ha estimado que no podía
aceptarse el requerimiento de vigilar con guardias civiles el
plebiscito del Sarre. Pero ya el solo hecho de que nuestra Guardia
Civil haya sido invitada a ejercer de Guardia de Euro a tiene que
haber puesto un escalofrío de orgullo bajo los tricornios y parece
llenar a España otra vez –¿desde cuándo?– de un cierto aire
imperial de los mejores días.
A los que dicen que España es incapaz de disciplina, a los que
repiten la vaciedad de que los españoles son perezosos e
individualistas, basta con señalarles, bajo el tricornio, dentro del
capote, a cualquiera de nuestros guardias civiles. No es un hombre ni
un centenar; no han sido entresacados de una clase sujeta a
excepcionales ejercicios; es, sencillamente' una hermandad de
veinticinco mil hombres del pueblo; de éste y de ése y de todos los
pueblos de España. Y cada uno de los veinticinco mil es un archivo de
disciplina cortés, de serenidad humana, de valor, de abnegación y de
laconismo.
Lo que ocurre es que España es demasiado seria para jugar a la
seriedad cuando no tiene nada que hacer. Por eso es indisciplinado
cuando no encuentra digno empleo para su disciplina. Pero si un
español, o veinticinco mil españoles, tienen por delante una tarea
en que merezca soportarse y arrostrarse todo, ninguno le aventaja en
disciplina. Ahí está para demostrarlo, como si tal cosa, en nuestros
caminos y por nuestras sierras, silenciosa y sencilla, esa hermandad
de hombres, de hombres del pueblo, que ha sido requerida, para nuestro
orgullo, como Guardia de Europa.
FE, núm. 8, 1 de marzo de 1934.