Con ostentosa publicidad, los cabecillas del socialismo lanzan a
diario sus amenazas de revolución. Con la misma publicidad, por lo
menos, ha de ser lícito a todos dar la señal de alarma.
Descontando lo que hay de bravata inocua en las baladronadas
socialistas, sería insensato quien quisiera ignorar el peligro
verdadero que el socialismo representa. Dos años de gobierno
omnímodo han convertido las Casas del Pueblo en arsenales y han
permitido al socialismo conocer libremente los resortes con que el
Estado cuenta para defenderse. Hasta la penetración en esos resortes
ha sido intentada y, en parte, conseguida por el socialismo.
Este, ahora, queriendo que se le perdonen las injusticias que hizo
sufrir cuando mangoneaba, a las demás agrupaciones obreras, lanza a
los cuatro vientos la invitación al "frente único". Todos
los obreros –dicen los socialistas– han de unirse para llevar a
cabo la revolución social.
Puestas así las cosas, los primeros a quienes hay el deber de
avisar es a los obreros. ¡Cuidado, obreros, con los apóstoles de la
"revolución social"! ¡En guardia contra los
políticos!" Todo el que quiera movilizar las masas sindicales
para fines políticos debe ser mirado como sospechoso. Los Sindicatos
son los instrumentos de ataque y de defensa del proletariado en tanto
no concluya la lucha de clases. Pero los que invitan a los Sindicatos
a salirse de su cauce propio aspiran a encaramarse sobre los
trabajadores organizados con propósitos bien ajenos a la clase
obrera. Piensen los obreros cuánto mejor avenidos han estado los
ministros socialistas con los grandes monopolios y con la alta banca,
que diligentes en deparar a los mismos obreros las ventajas prometidas
cuando solicitaron sus votos.
Pero las que necesitan, en esta hora, más apremiante advertencia
son las clases acomodadas.
¡Ay de ellas si no saben separar estas dos cosas: movimiento
obrerista e intento revolucionario!
En cuanto a lo primero, queda todavía muchísimo por hacer. No es
tolerable que nadie viva en paz mientras para millones de semejantes
nuestros la vida elemental, mínima, puramente el pan y el mísero
albergue, es poco menos que un azar, puesto en peligro casi cada
jornada. Debemos ir pensando en que una comunidad bien regida no puede
considerar a los obreros como una clase con la cual se regatea desde
el Poder, sino como una de las unidades integrantes del común destino
de la Patria. Antes que nada, de una vez, hay que proporcionar a todos
cuantos conviven en un pueblo un mínimum humano y digno de
existencia. Y esto no por limar las uñas al peligro revolucionario,
sino porque es profundamente justo.
Mas la revolución que tenemos a la vista es otra cosa. Eso ya no
es el movimiento obrero, sino el intento de asalto del Poder por
gentes políticas rencorosas y odiosas, algunas que tienen tan poco
que ver con los obreros, como Azaña y Casares Quiroga. Estas gentes,
por un afán satánico de desquite, están pactando incluso con los
separatistas de toda especie. Su rencor vale más que España; poco
importa para ellos que España se hunda o se destroce con tal de ver
satisfecho su rencor.
Contra tales gentes no puede haber cuartel. Son la antipatria y el
antiespíritu. La ferocidad materialista, seca, inhumana y despiadada.
¡Todos contra ellos!
Pero ¡ay otra vez si las clases acomodadas quieren poner en juego,
como únicos estímulos antirrevolucionarios, su comodidad, su
egoísmo y su nostalgia de perdidos privilegios! Frente a la
antipatria, hecha mito actuante, no puede alzarse más que la empresa
limpia de la Patria. La Patria sin segunda idea, con todo lo que tiene
de directamente atractivo, pero, justamente, con todo lo que exige de
abnegado. La Patria de todos, no la de los privilegiados. La Patria
fuerte y unida, militante y justa. La que soñamos para el esfuerzo y
para la muerte los que formamos en la Falange.
Nada, pues, de heladas milicias rompehuelgas. Nada de equipos
mixtos, sin emoción, de muchachos más o menos combatientes. ¡Todos
a las mismas filas y a la misma señal de mando! Los cobardes y
cicateros –aquellos que, a falta de otra cosa, deben dar su dinero
generosamente– saldrán malparados triunfe quien triunfe. No es hora
de dudas. Ha sonado –el enemigo está a la puerta– el toque de
alarma.
FE, núm. 7, 22 de febrero de 1934.