El señor Primo de Rivera recibe al reportero en su casa. El timbre
del teléfono y el de la puerta van pespunteando –como motitas
saltarinas– el diálogo del político y el periodista. Hay que
aprovechar los minutos, pues el día está lleno de afanes para el
joven diputado. Amable y cordial, dice al reportero:
– Lo acaecido en San Carlos –falangistas y F. U. E.– es el
colofón y remate de una serie de amenazas, de coacciones y ataques
que han soportado los de Falange, y que tuvo su culminación por el
intento de asesinato de Baselga en Zaragoza.
El problema estudiantil es sólo un síntoma del estado de protesta
de este movimiento político, cuya estrangulación se persigue, sin
darse cuenta que la corriente espiritual que lo impulsa tiene hondas
raíces en Europa y ha cuajado en nuestro país. Para acabar con este
movimiento intelectual, político y económico, se nos persigue
implacablemente. Desde el 29 del pasado octubre, que hablamos en la
Comedia, se dedican a cerramos nuestros Centros, a denunciar nuestros
periódicos y a asfixiar cualquier brote de la organización. Y es
claro que ésta –que quiere actuar en la calle, a la luz pública–,
al ver que le cierran todos los caminos lícitos, se ve forzada a
lanzarse por otros derroteros.
La polémica quedaría clara y limpia, y la lucha no tomaría el
carácter de violencia, si no se tuviera esa prevención, propia de
lugareños, de creer que somos una partida de la porra y que sólo
empleamos como argumento el palo. Con eso el enemigo rebaja el tema y
empequeñece nuestro ideal.
En el episodio acaecido en San Carlos dispararon antes los de la
F.U.E. que los nuestros. Tenían preparada una emboscada. De este
asunto, ampliado, hablaré en el Parlamento en la próxima semana.
– Un político monárquico ha dicho hoy que no cree en el
"fascismo español de guante blanco".
– Es que toma el rábano por las hojas –responde el, señor
Primo de Rivera–. Creen que sólo un hombre del pueblo puede ir al
frente de un movimiento de esta clase. No se dan cuenta que existe –como
le he dicho– una corriente profunda, social, de reforma de la
organización económica total, hasta el fondo –que no se puede
escamotear–, y que se manifiesta por la entrada torrencial de la
clase obrera. Hasta ahora el empuje más fuerte ha estado en el lado
obrero; pero piense usted que a nosotros nos llega este movimiento en
estado de madurez mucho más digerido que cuando se abrió paso en
Italia...
– ¿Y no cree usted que el obrero creerá que el llamado
movimiento falangista que pide su colaboración es una añagaza para
atraerle y abandonarlo en el caso que triunfara?
– No, no –arguye rápido–. Cuantas cosas decimos en el
aspecto social no lo hacemos de manera taimada y artera, por captar el
elemento proletario y abandonarlo luego. Está en nuestros programas y
propósitos y en la lealtad de nuestra conducta. Seremos fieles
siempre a nosotros mismos. Además, sería inútil, porque los obreros
nos pedirían luego cuentas feroces.
No llegamos a estas concesiones por creer de antemano que nos
vencen, sino porque desde el principio, y en su totalidad, las
estimamos justas, y, además, porque vemos la producción y los
elementos que la integran como un conjunto al servicio de la
integridad nacional, y no como el espectáculo de unas fuerzas en
lucha, en la que el más poderoso vence al más débil.
– ¿Qué elementos nutren a Falange Española y cuáles se
muestran más propicios a aceptarla?
– La clase media modesta, y yo espero que los obreros –en
cuanto se les pueda explicar nuestro programa– se convencerán de
que con nosotros están sus verdaderos intereses. Las clases
acomodadas son las que tendrán que soportar los mayores sacrificios;
pero tienen necesariamente que pensar que la jerarquía no es un
privilegio, sino una responsabilidad y una misión. Esas clases,
depositarias de calidades espirituales, al tenerlas en desuso han
cometido un pecado de infidelidad con su historia y sus prestigios. Y
tienen que volver a la tarea y recuperar la jerarquía perdida por
medio del sacrificio y del esfuerzo.
Reportaje que incluye el periódico Luz, de Madrid, en su
edición de 27 de enero de 1934. La Nación reprodujo un
extracto del aludido reportaje, declarando que el político
monárquico de la referencia no era otro que el conde de Romanones.