Cerca de veintinueve mil son los acreedores a mi gratitud. ¡Y en
qué medida! Ya saben todo lo que puse en juego en las elecciones del
pasada domingo: mis recuerdos más santos, mis afectos más hondos, mi
deber más estricto. Ese era todo el pertrecho electoral con que
contaba: sólo calidades de espíritu, desprovistas de materiales
instrumentos. Para meterse en elecciones, según siempre oí, era
necesaria una cosa que se llama "organización electoral".
Yo ni la tenía, ni aun estaba seguro de saber en lo que estribaba.
Por tenerla estaba dispuesto a gastar la mayor parte de mis ahorros
(¿a qué empresa más digna iba a consagrarlos?); pero ni esos
ahorros ni muchos más, ni toda la voluntad y la fe que me alentaban,
con sólo siete días para preparar la elección, hubieran servido de
nada sin el concurso cordial, generoso, inolvidable, de centenares de
amigos y de millares de electores.
Bastó un llamamiento impersonal para congregar a los primeros:
unos renglones declarando llanamente el propósito sentimental y la
falta de elementos para darles cima. Y al día siguiente, y en los
cinco que le sucedieron, unas multitudes de mujeres y hombres para
quienes ni el hambre ni el sueño contaban ya. Seis días de trabajo
febril, total, como si ninguno de los que me ayudaban tuviera, fuera
de lo mío, nada que hacer. Seis días que fueron casi un solo día,
porque no hubo entre ellos apenas las pausas de las noches. Y así,
como por obra de milagro, no me faltó el domingo, en las
cuatrocientas y tantas secciones de Madrid, ni un interventor, ni un
voceador de candidaturas, ni un solo detalle de los que acreditan la
más perfecta máquina electoral. Y tampoco fueron remisos en acudir a
las urnas para honrarme con su voto más de veintiocho mil electores.
¿Cómo liquidar esta inmensa deuda de gratitud, si toda palabra
que intento dar en pago palidece, de pobre, en comparación con lo que
pretende retribuir? ¿Y cómo va a bastar una general expresión de
agradecimiento para corresponder a tantos inestimables auxilios
individuales? No basta, desde luego, ni con ello me considero
cumplido. Quiero, al menos, dar las gracias, uno por uno, a cuantos me
han escrito palabras de afecto. Pero la montaña de cartas y
telegramas, que me abruman y me enorgullecen, no puede contestarse en
pocos días, y menos cuando mi despacho, agigantado durante las
elecciones, ha vuelto a reducirse en medios personales y técnicos a
su modestia habitual. A todos contestaré, sin embargo. Sólo pido
ahora, encarecidamente, que nadie atribuya mi tardanza a ingratitud
(como nadie, sin duda, atribuyó a descortesía la imposibilidad de
dirigirme a todos los electores, que son más de doscientos mil,
enviándoles previamente mi candidatura), y que reciba este anticipo
de sincero reconocimiento a cuenta del reconocimiento total.
Y ahora a todos, por las omisiones en que haya podido incurrir y en
que incurra, mil perdones. Consideren que en aquellos seis días
febriles, en que nadie durmió por hacer a paso de vértigo un trabajo
de meses, toda imperfección es disculpable. ¡Y cómo va a achicar el
espíritu en mezquinos resentimientos por imperfecciones involuntarias
nadie que de veras, con el corazón en alto, haya participado en las
hondas y finas emociones que trajo la elección del domingo!
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 10 de octubre de 1931