Entre un fárrago de papeles encuentro en su despacho, hoy y toda
la semana convertido en oficina electoral, a José Antonio Primo de
Rivera. Sin cesar abre cartas y sin cesar también estrecha las manos
de los cientos de personas que a todas las horas del día se reúnen
en aquel piso de la calle de Los Madrazo.
Primo de Rivera, el nuevo candidato, casi un niño, asustado ante
la serie de complicaciones que trae consigo preparar una elección y
prepararla en siete días, ha tenido un gesto, que será aplaudido por
todas las personas sensatas, porque es un gesto superior al de un
hombre: es un gesto de hijo. Y precipitadamente, a costa de un trabajo
ímprobo de llenar impresos y firmar poderes, de recibir visitas y
tener una frase distinta de gratitud para cada uno que llega, de
preocuparse de imprentas, de interventores y apoderados, se presenta a
unas elecciones por Madrid, por imperioso deber de su conciencia, por
ineludible obligación que, satisfecho, contrae con su voluntad para
defender la obra de un hombre que luchó durante seis años por el
bien y la prosperidad de España.
Y José Antonio Primo de Rivera –cara afilada, perfil agudo,
pequeño y aniñado rostro para su corpachón de hombre fuerte y bien
musculado– quiere y no puede. Su amabilidad pugna con la obligación
impuesta, y así a cada momento una excusa al reportero que le aguarda
para transmitir una impresión a los lectores y tras de la excusa un
nuevo apretón de manos, un sobre herido de muerte por la plegadera o
una breve excursión para atender a alguien que le requiere por
teléfono. Por fin...
Ante todo y sobre todo independencia absoluta
Estamos solos en una habitación retirada. Llega el murmullo de los
que piden candidaturas, manifiestos, listas de electores...
Primo de Rivera me habla del carácter de plena independencia que
quiere dar a su actuación en la Cámara, si es que llega a ocupar un
escaño. Lo hace con voz suave, templada, sin modulaciones. Se altera
solamente al tocar la cuestión palpitante de la responsabilidad de
gestión, de esas supuestas inmoralidades achacadas al período
dictatorial.
– Me limitaré a defender a los que, al parecer, no encuentran
defensores.
– ¿Conoce usted la obra de la Dictadura durante toda su
gestión?
– Perfectamente. La conozco al detalle. Y espero saber defender
toda su gestión con los mayores argumentos posibles. Claro que en
seis años de Gobierno puede haber algunos errores, muchos si se
quiere; pero es preciso que se destaquen los aciertos, las obras
buenas de esa gestión y luego compulsarlos. Además, hay que aclarar,
dilucidar, recurriendo al detalle, esa serie de problemas que afectan
a la nación entera, como el que se refiere a la Hacienda en primer
término, y tantos otros, de los que ha merecido mayores censuras.
– En debates ajenos a esa cuestión, ¿intervendrá usted?
– No creo; aunque, naturalmente, no es hora de hablar de esto.
Pero no tengo formadas mis convicciones. No me considero todavía lo
bastante documentado en muchas materias para definirme en política.
Si mi padre no hubiera sido jefe de Gobierno, yo nunca me dedicaría a
la política. Mi independencia tiene que ser constante y absoluta.
Defenderé la gestión de mi padre y de los que le ayudaron en su obra
y sabré hacer que sean rectificados muchos conceptos deshonrosos, que
han sido causados de manera soez y sin apoyarlos en nada determinado.
Esa es mi obligación; luego no sé lo que haré.
No acusaré, pero sabré defender
Intento que Primo de Rivera me diga más cosas, que conteste
concretamente a mucho de lo que se ha dicho. El elude la respuesta.
Naturalmente, la guarda para mejor ocasión. Lo comprendo. También
intento saber qué documentos obran en su poder del archivo del
glorioso general Primo de Rivera y que ya ha anunciado su lectura en
las Cortes. Entonces contesta.
– Los verdaderamente importantes, que han de tener, desde luego,
un hueco en la Historia de España, saldrán a la luz, aunque no pueda
precisar cuándo.
– ¿Y los otros?
– No sé. Comprenderá que no es misión de un diputado dedicarse
en unas Cortes Constituyentes a sacar los colores a la cara de sus
compañeros. Son documentos que se refieren a personas aduladoras de
otro tiempo, cuya versatilidad de ideas les resta la importancia que
pudieran tener. Sin embargo, como réplica a cualquier alusión
impertinente... Pero no me gusta acusar a nadie, aunque, naturalmente,
tampoco me agrada escuchar acusaciones que considero falsas. Por eso
quiero ir al Parlamento.
– Ya es bastante la ansiedad que existe para conocer aquellos
escritos de capital importancia.
– Eso creo...
Han descubierto nuestro escondrijo y llegan a preguntarle cosas, a
pedirle que firme unos documentos que hacen falta con urgencia. Es
imposible continuar la conversación. Dejémoslo.
Al salir al pasillo, una de las hermanas del joven y nuevo
candidato, Carmen Primo de Rivera, vestida con gran sencillez, lo que
hace resaltar la belleza dulce de su rostro –esa belleza y esa
dulzura que expresan, sus ojos azules–, pide candidaturas, solicita
manifiestos para llevarlos a sus amigas, repartirlos entre sus
conocimientos... Más allá están los otros hermanos de José
Antonio. Todos laboran intensamente. Han visto una rendija de luz –la
elección de su hermano– por donde puede entrar la que salve y
redima la memoria de su buen padre, y luchan con afán por que no se
les cierre. Los cinco hijos del marqués de Estella tienen la misma
preocupación; y José Antonio será el portavoz de los sentimientos
de todos.
¡Que se cumplan sus deseos y consiga el triunfó apetecido!
Después, lo demás ya vendrá. Todo quedará esclarecido. A más de
que el honor de aquel bravo soldado, luchador incansable, patriota de
verdad, no lo mancha ni ensucia quien quiere, sino quien puede.
LUIS MUÑOZ LORENTE
(Entrevista publicada en La Nación el 30 de septiembre de
1931.)