No pocas, no, sino veintinueve cartas y telegramas del general
Burguete se conservan en el archivo del general Primo de Rivera.
Veintinueve documentos de esta clase para quien, según propia
declaración, no cultiva el género epistolar profuso, y apenas si
escribe cartas a los amigos y a la familia, son buena prueba de
amistad constante. Además, que las tales cartas abundan en frases
extremosas; es corriente en ellas la terminación con fuertes y
cariñosas abrazos, así como las protestas de fraternal y leal
amistad. Y hay párrafos como los siguientes:
De una carta de 15 de agosto de 1915: "Fiel a mi propósito,
en cuantas fiestas concurra de la General (se refiere a la Academia)
haré presente que a ti debemos dirigirnos y en ti debemos unirnos
todos, porque a ti deparó la suerte ser el primero a quien
'incondicional' y 'ciegamente' debemos seguir... Un cariñoso abrazo
de tu leal amigo y subordinado, Ricardo Burquete.
De otra, escrita cuando el general Burguete era gobernador militar
de Oviedo: "Somos muchos los que contamos los días pensando en
que llegues pronto a teniente general y ocupes el puesto que te
corresponde en Buenavista. Para cuando ese día venturoso llegue, ya
sabes que me tienes incondicionalmente a tus órdenes para
ayudarte."
Después de haber escrito cosas como esas, resulta que el general
Burguete, así lo dice ahora, mantenía apenas con mi padre un
rescoldo de la amistad nacida en la Academia. Bueno.
Pero hablemos del tiempo de la Dictadura. ¿Quién no recuerda la
asiduidad del general Burguete en el palacio de Buenavista? Prevalido
de esa amistad, que ahora niega, era frecuente verle entrar de mañana
en el propio cuarto del dictador y mantener con él cordiales
coloquios. A veces, una pasajera enfermedad se lo impedía, y entonces
expresaba su inaplazable fervor en cartas como ésta: "Hoy pierdo
la esperanza de ir pronto a verte. Según Gómez Ulla, tengo, además
de lo pasado, un absceso que me obliga a ir de un sillón a la cama, y
como no puedo ir ahora a verte, no demoro la felicitación y te envío
un cariñoso abrazo de admiración de tu viejo amigo y subordinado,
Ricardo.
Quien consideraba a la Dictadura –ahora lo ha dicho– como una
calamidad para España y una vergüenza para el Ejército, ¿podía,
decentemente, escribir en esos términos al dictador?
He publicado los anteriores párrafos porque nada dicen deshonroso
para el general Burguete. Quiéralo o no, me ha tocado ser depositario
de uno de los archivos más copiosos de nuestros días. En él no hay
sólo documentos abundantísimos del segundo marqués de Estella, sino
del primero también. ¡De cuántas personas puedo conocer historias
reservadas! ¡Cuántos que ahora gallean deben su honor a la
discreción y a la generosidad de mis dos antecesores, especialmente a
la de mi padre, que fue incapaz toda su vida de hundir a nadie
definitivamente! Pero, como es lógico, esas historias reservadas no
dejarán de serlo por obra mía. Cartas de amistad, como las
transcritas en parte, pueden lanzarse al público sin remordimiento.
Pero revelaciones escabrosas, no. Esas se quedan para los cultivadores
de la difamación y del chantaje.
Mi contradictor parece seguir otra táctica. Por asombroso que
parezca, el general Burguete, que me ha contestado en carta
difamatoria, envuelve en un párrafo la siguiente amenaza: "Bien
será que exhiba usted esa carta en tiempos de exhibición,
indispensables a la verdad, y ya en ese trance yo exhibiré también
cartas gravísimas, que la memoria de su amistad me obligó a
guardar."
¿Qué quiso lograr con esto? ¿Intimidarme? Pues por mí el
general puede publicar lo que le venga en gana. En la gestión
presidencial de mi padre hay, como en todas, desaciertos; pero ninguna
vergüenza. Todo lo suyo puede aparecer a la luz del día. Ningún
abuso de confianza es temible con las cartas de mi padre. No tendría
inconveniente en proporcionárselas al más redomado chantajista, al
chantajista que se sintiera menos sujeto por las leyes del honor.
Queden a un lado, pues, las miserias y volvamos al origen de esta
discusión, tan destemplada por parte de quien me contradice. Yo
afirmé que el general Burguete, hoy escarnecedor de la Dictadura, la
sirvió en diferentes cargos y se mostró siempre para con el dictador
aparatosamente efusivo. Lo he demostrado. Nadie puede negar ya esa
amistad, en la cual, contra lo que el general Burguete dice, puso
bastante más el amigo muerto que el superviviente. Concluida mi
demostración, no tengo por qué enzarzarme en diatribas, insultos y
calumnias. No es ése el estilo que me enseñaron.
Una palabra acerca de cierta injuria. Se dice en la carta del
general Burguete que yo obtuve un destino como abogado de la
Telefónica. Mentira. Fue precisamente lo contrario: la creación de
la Telefónica me hizo perder el ofrecimiento de un destino ventajoso
en América. Me lo iban a dar los elementos americanos unidos luego a
la Compañía Telefónica Nacional.
Y precisamente la primera condición que mi padre puso para que
pudiera la Telefónica aspirar a la concesión de nuestras redes fue
que ni directa ni indirectamente tuviese la menor relación conmigo.
Así concluyó mi deseado destino de América, con su venturosa
lejanía de este avispero de Madrid. Aquí me quedé trabajando sin
sueldo alguno de la Telefónica ni de nadie. Mí padre era así, y es
muy natural que ciertas mentalidades no puedan entender sus actos.
Puede comprobar el general Burguete que la historia de mi destino
como abogado de la Telefónica nació en Madrid en el verano de 1924.
Y que hasta abril de 1925 yo no pude actuar de abogado en parte
alguna, por la sencilla razón de que aún no estaba incorporado a
ningún Colegio.
De todas estas cosas sabrá informarle su amigo don Angel Ossorio,
defensor privilegiado ante el Consejo de Guerra que presidió el
general Burguete, y defensor particular, además, del mismo señor en
un pleito que está tramitándose en cierto Juzgado de Madrid (2).
Nada más. En la carta del general Burguete hay algunos palmetazos
para mí. Su autor, con encantadora modestia, se adelantó a
calificarlos de regocijantes. Pero nadie me llevará a recogerlos en
la Prensa. El poner en claro si soy tonto o listo, si me lo creo o me
lo dejo de creer, es cosa totalmente desprovista de interés público.
Hay general para quien el hecho de viajar sentado de espaldas a la
marcha del tren, o el haber visto amanecer como cuando era teniente
(sin duda, en esto del amanecer se ha adelantado poco) constituyen
páginas de Historia Universal, cuyo conocimiento prolijo no debe
sustraerse a los contemporáneos. Yo estoy muy lejos de creerme tan
importante. Acudo a las columnas de la Prensa cuando me considero
llamado por un deber; de manera especial el de defender la memoria de
mi padre. Al cumplimiento de ese deber pospongo toda consideración de
edad y jerarquía. Pero ¿lanzarme al público para discutir mis
cualidades y defectos? De ninguna manera. Sería tan ridículo como
cuando lo hacen otros.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 1 de abril de 1931.
__________________
(1)
El general Burguete ha dirigido a casi todos los
periódicos, con ruego de que la publiquen, una carta–ciroular
contestando destempladamente al artículo de don José Antonio Primo
de Rivera, que apareció el sábado en estas columnas. Esa carta'–circular,
a la que contesta serena y documentalmente el marqués de Estella, no
la ha enviado a La Nación el general Burguete, y por eso no la
publicamos, con lo que nada pierden los lectores.–N. de la R.
(2)
La difamación tuvo, en efecto, ese origen. A fines del
año 1924, desde el balneario de Alhama, Ossorio escribía a Maura, y
entre varias noticias políticas que le daba, incluía la siguiente:
"Al primogénito del dictador, el pollo José Antonio, recién
salido de la Universidad, le han dado un destino dotado con el lindo
haber de veinticinco mil pesetas como jurisconsulto asesor de la
Telefónica, usufructuaria de una de las concesiones más
escandalosas..." Cfr. Angel Ossorio y Gallardo: Memorias, pág.
77. Buenos Aires, ¡942. A propósito de estas incidencias, José
Antonio había comentado: "Sería situarme en un plano de
envilecimiento moral, si yo, para defender a mi padre de quienes le
denigran, probase que habían mendigado su favor. Me basta con conocer
a muchos de ellos y tenerles a raya con una sonrisa de conmiseración
irónica."