A continuación publicamos un breve extracto de la interesante
conferencia, modelo de claridad y exposición, perfecta dicción y
acertado desarrollo.
El ambiente que Impera es puramente democrático
Al sentido etimológico de la palabra "democracia" ha
llegado a sobreponerse en el espíritu de nuestra época un sentido
ético: el que nos representa un estilo de vida pacífico, armonioso y
tolerante; un tono de educación –Como ha dicho Pemán– "que
se impone por sí mismo en los días adultos y civilizados de los
pueblos". La aspiración a una vida así debió ser la primera
que movió al pensamiento y la actividad política de los hombres
cuando aún padecían a los tiranos.
Frente a esos tiranos se alza la primera, resueltamente, la
teología medieval. De los conventos salen las primeras voces que
preguntan a los que gobiernan cuál es el origen de su poder y con
qué títulos pueden imponer su voluntad a los gobernados. Santo
Tomás contesta a la pregunta con su admirable concepción del Estado,
que se anticipa a muchas adquisiciones de la ciencia moderna, como ha
reconocido el propio Ihering.
La doctrina de Santo Tomás
Santo Tomás centra su doctrina del Estado en la idea de fin. El
fin es el "bien común", la vida pacifica, feliz y
virtuosa. Son justas las formas de gobierno (de uno, de varios o
de muchos), en tanto se ordenan a ese fin, e injustas cuando lo
menosprecian. El gobernante que no gobierna hacia el bien común, sino
en provecho propio, es un tirano, contra el cual es lícito alzarse,
siempre que la rebelión no traiga males mayores; es decir, no vaya en
detrimento del "bien común", que nunca se pierde de vista.
Santo Tomás prefiere la Monarquía, no por razones dogmáticas, sino
porque entiende que la unidad de mando es favorable para el bien
común.
He ahí señalado como aspiración de la ciencia jurídica un
"contenido de vida" que pudiéramos llamar, en el sentido
ético que se dijo al principio, democrático. Vida en común no
sujeta a tiranía, pacífica, feliz y virtuosa.
Desviaciones
Pero cuando ya iba tan adelantada la ciencia en el logro del
"contenido" de una vida política justa, surgen dos
desviaciones para las cuales es dogma de fe que la vida justa se
produce necesariamente por la sola virtud de una forma determinada;
que hay seres o máquinas políticas con poder "soberano",
cuyas decisiones se justifican por razón de su origen: es decir, son
legítimas, independientemente de su contenido, por emanar del
Soberano. La vida pacífica, feliz y virtuosa no se espera ya de un
contenido político, sino de una forma política.
El derecho divino de los Reyes
Una de estas dos desviaciones es la del derecho divino de los
Reyes, expuesta, sobre todo en Francia, en los siglos XVI y XVII, y
formulada por Luis XV en el preámbulo del edicto de 1770. Los Reyes
se suponen investidos de poder directamente por Dios, sin mediación
del pueblo. Contra lo que se ha dicho, no es la doctrina católica la
que lo propugna. Están en contra textos de Suárez, Belarmino, Santo
Tomás, León XIII y el Código social de Malinas (art. 37), iniciado
por el cardenal Mercier. Nadie defiende ya esa doctrina.
La soberanía popular
Pero igualmente dogmática es la de la "soberanía
popular", cuya expresión más acabada, resumen en parte de otras
ideas corrientes en su época (Hobbes, Jurieu), se halla en el Contrato
social, de Rousseau.
Para Rousseau la sociedad no puede tener más origen que el
contrato en el que cada uno renuncia a su independencia, a cambio de
la libertad civil que adquiere. El conjunto de las voluntades engendra
un "yo común" diferente de los agrupados, una
"voluntad general" distinta de la suma de voluntades
particulares. Este "yo común" es el Soberano, y su
soberanía, inalienable e indivisible. Sólo el Soberano puede
legislar sin conferir su representación a nadie. El Gobierno (cuya
forma puede variar según los países) es simplemente comisario del
Soberano.
Lo más importante para nuestro tema de las ideas de Rousseau es la
afirmación de que el Soberano no puede querer nada contrario al
interés del conjunto de los asociados, ni de ninguno de ellos, por lo
cual el particular, al ingresar en la asociación, no se reserva
derecho alguno. Esto quiere decir que toda resolución de la voluntad
general soberana es legítima por ser suya. En tal principio se
inspiran las declaraciones y constituciones revolucionarias (1789,
1791, 1793) y cuantas han seguido sus tendencias fundamentales. Del
mismo principio se deduce la implantación del sufragio universal, que
no es, para Rousseau, una decisión de la mayoría sobre la minoría,
sino un cómputo de conjeturas formuladas por los electores acerca de
cuál será la voluntad general: los electores de la minoría, para
Rousseau (con sofisma que indigna a Duguit), son, en realidad,
personas que "se han equivocado" al suponer cuál era la
voluntad general.
He aquí reemplazada la tendencia tomista, que aspira a alcanzar el
bien común mediante una política "de contenido", por otra
tendencia que espera lograrlo por la sola mágica virtud de una
"forma".
Ineficacia de los Parlamentos magníficos
Pero la esperanza no se ha cumplido. Quizá no se ha llegado a lo
que profetizó Ganivet, que preveía la caída del poder en manos de
los peores. Pero sí se dan dos fenómenos: de un lado, la general
ineficacia de los Parlamentos elegidos por sufragio universal, incluso
en aquellos países, como Inglaterra y Bélgica, donde ha alcanzado
mayor perfección. De otro lado, la tendencia del cuerpo electoral a
dejarse arrastrar por los partidos extremos, de guerra, como los
comunistas y nacionalistas; es decir, por los partidos
"antidemocráticos". Con lo que la democracia "de
forma", en vez de dar como fruto la democracia "de
contenido", amenaza con alejarnos de ella definitivamente.
No menor que el fracaso práctico ha sido el fracaso teórico de la
doctrina rousseauniana. El positivismo rechazó, por metafísica, la
existencia de ese "yo común" diferente de los asociados.
Singularmente, Duguit ha sido implacable en la crítica: considera la
existencia de ese yo como un dogma indemostrable, la teoría del
contrato contradictoria, por cuanto no puede haber contrato sino
cuando ya existe vida social, e imposible de legitimar, en todo caso,
lo que la voluntad general (prácticamente la mayoría de los
electores, que no son sino una minoría del país) acuerde, lo cual
puede ser tan injusto y tiránico como si lo acordase un hombre solo.
El positivismo está en crisis. La democracia "de
contenido" no ha fracasado
Aunque el positivismo está en crisis, por haber querido prescindir
de todo concepto lógico y religioso, nos ha dejado, como conquistas
definitivas, esa crítica de la superstición rousseauniana y una gran
parte de la admirable construcción de Ihering, coincidente en tantos
puntos con la de Santo Tomás. Y si hoy el pensamiento jurídico va
por otros derroteros (Stammler, Del Vecchio, renacimiento tomista) es
para buscar al Derecho una norma de validez absoluta, nunca para
recaer en la creencia de que una forma tiene poder taumatúrgico.
Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada,
porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente
democrática en su contenido. No caigamos en las exageraciones
extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en
desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida
democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la
ciencia política, por encima de toda moda.
No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales,
ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia
tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido",
el resultado democrático que una "forma" no ha sabido
depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado;
busquemos, pues, otro camino; pero no mediante improvisaciones (como
las del año pasado en la Academia de Jurisprudencia), sino mediante
el estudio perseverante, con diligencia y humildad, porque la verdad,
como el pan, hemos de ganarla con el sudor de nuestra frente.
La Nación, 17 de enero de 1931.
Unión Monárquica, núm. 105, 1 de marzo de 1931.