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  EXTRACTO DE LA CONFERENCIA PRONUNCIADA EN MADRID, EN EL LOCAL DE LA UNIÓN PATRIÓTICA, SOBRE EL TEMA "LA FORMA Y EL CONTENIDO DE LA DEMOCRACIA",EL 16 DE ENERO DE 1931

A continuación publicamos un breve extracto de la interesante conferencia, modelo de claridad y exposición, perfecta dicción y acertado desarrollo.

El ambiente que Impera es puramente democrático

Al sentido etimológico de la palabra "democracia" ha llegado a sobreponerse en el espíritu de nuestra época un sentido ético: el que nos representa un estilo de vida pacífico, armonioso y tolerante; un tono de educación –Como ha dicho Pemán– "que se impone por sí mismo en los días adultos y civilizados de los pueblos". La aspiración a una vida así debió ser la primera que movió al pensamiento y la actividad política de los hombres cuando aún padecían a los tiranos.

Frente a esos tiranos se alza la primera, resueltamente, la teología medieval. De los conventos salen las primeras voces que preguntan a los que gobiernan cuál es el origen de su poder y con qué títulos pueden imponer su voluntad a los gobernados. Santo Tomás contesta a la pregunta con su admirable concepción del Estado, que se anticipa a muchas adquisiciones de la ciencia moderna, como ha reconocido el propio Ihering.

La doctrina de Santo Tomás

Santo Tomás centra su doctrina del Estado en la idea de fin. El fin es el "bien común", la vida pacifica, feliz y virtuosa. Son justas las formas de gobierno (de uno, de varios o de muchos), en tanto se ordenan a ese fin, e injustas cuando lo menosprecian. El gobernante que no gobierna hacia el bien común, sino en provecho propio, es un tirano, contra el cual es lícito alzarse, siempre que la rebelión no traiga males mayores; es decir, no vaya en detrimento del "bien común", que nunca se pierde de vista. Santo Tomás prefiere la Monarquía, no por razones dogmáticas, sino porque entiende que la unidad de mando es favorable para el bien común.

He ahí señalado como aspiración de la ciencia jurídica un "contenido de vida" que pudiéramos llamar, en el sentido ético que se dijo al principio, democrático. Vida en común no sujeta a tiranía, pacífica, feliz y virtuosa.

Desviaciones

Pero cuando ya iba tan adelantada la ciencia en el logro del "contenido" de una vida política justa, surgen dos desviaciones para las cuales es dogma de fe que la vida justa se produce necesariamente por la sola virtud de una forma determinada; que hay seres o máquinas políticas con poder "soberano", cuyas decisiones se justifican por razón de su origen: es decir, son legítimas, independientemente de su contenido, por emanar del Soberano. La vida pacífica, feliz y virtuosa no se espera ya de un contenido político, sino de una forma política.

El derecho divino de los Reyes

Una de estas dos desviaciones es la del derecho divino de los Reyes, expuesta, sobre todo en Francia, en los siglos XVI y XVII, y formulada por Luis XV en el preámbulo del edicto de 1770. Los Reyes se suponen investidos de poder directamente por Dios, sin mediación del pueblo. Contra lo que se ha dicho, no es la doctrina católica la que lo propugna. Están en contra textos de Suárez, Belarmino, Santo Tomás, León XIII y el Código social de Malinas (art. 37), iniciado por el cardenal Mercier. Nadie defiende ya esa doctrina.

La soberanía popular

Pero igualmente dogmática es la de la "soberanía popular", cuya expresión más acabada, resumen en parte de otras ideas corrientes en su época (Hobbes, Jurieu), se halla en el Contrato social, de Rousseau.

Para Rousseau la sociedad no puede tener más origen que el contrato en el que cada uno renuncia a su independencia, a cambio de la libertad civil que adquiere. El conjunto de las voluntades engendra un "yo común" diferente de los agrupados, una "voluntad general" distinta de la suma de voluntades particulares. Este "yo común" es el Soberano, y su soberanía, inalienable e indivisible. Sólo el Soberano puede legislar sin conferir su representación a nadie. El Gobierno (cuya forma puede variar según los países) es simplemente comisario del Soberano.

Lo más importante para nuestro tema de las ideas de Rousseau es la afirmación de que el Soberano no puede querer nada contrario al interés del conjunto de los asociados, ni de ninguno de ellos, por lo cual el particular, al ingresar en la asociación, no se reserva derecho alguno. Esto quiere decir que toda resolución de la voluntad general soberana es legítima por ser suya. En tal principio se inspiran las declaraciones y constituciones revolucionarias (1789, 1791, 1793) y cuantas han seguido sus tendencias fundamentales. Del mismo principio se deduce la implantación del sufragio universal, que no es, para Rousseau, una decisión de la mayoría sobre la minoría, sino un cómputo de conjeturas formuladas por los electores acerca de cuál será la voluntad general: los electores de la minoría, para Rousseau (con sofisma que indigna a Duguit), son, en realidad, personas que "se han equivocado" al suponer cuál era la voluntad general.

He aquí reemplazada la tendencia tomista, que aspira a alcanzar el bien común mediante una política "de contenido", por otra tendencia que espera lograrlo por la sola mágica virtud de una "forma".

Ineficacia de los Parlamentos magníficos

Pero la esperanza no se ha cumplido. Quizá no se ha llegado a lo que profetizó Ganivet, que preveía la caída del poder en manos de los peores. Pero sí se dan dos fenómenos: de un lado, la general ineficacia de los Parlamentos elegidos por sufragio universal, incluso en aquellos países, como Inglaterra y Bélgica, donde ha alcanzado mayor perfección. De otro lado, la tendencia del cuerpo electoral a dejarse arrastrar por los partidos extremos, de guerra, como los comunistas y nacionalistas; es decir, por los partidos "antidemocráticos". Con lo que la democracia "de forma", en vez de dar como fruto la democracia "de contenido", amenaza con alejarnos de ella definitivamente.

No menor que el fracaso práctico ha sido el fracaso teórico de la doctrina rousseauniana. El positivismo rechazó, por metafísica, la existencia de ese "yo común" diferente de los asociados. Singularmente, Duguit ha sido implacable en la crítica: considera la existencia de ese yo como un dogma indemostrable, la teoría del contrato contradictoria, por cuanto no puede haber contrato sino cuando ya existe vida social, e imposible de legitimar, en todo caso, lo que la voluntad general (prácticamente la mayoría de los electores, que no son sino una minoría del país) acuerde, lo cual puede ser tan injusto y tiránico como si lo acordase un hombre solo.

El positivismo está en crisis. La democracia "de contenido" no ha fracasado

Aunque el positivismo está en crisis, por haber querido prescindir de todo concepto lógico y religioso, nos ha dejado, como conquistas definitivas, esa crítica de la superstición rousseauniana y una gran parte de la admirable construcción de Ihering, coincidente en tantos puntos con la de Santo Tomás. Y si hoy el pensamiento jurídico va por otros derroteros (Stammler, Del Vecchio, renacimiento tomista) es para buscar al Derecho una norma de validez absoluta, nunca para recaer en la creencia de que una forma tiene poder taumatúrgico.

Pero si la democracia como forma ha fracasado, es, más que nada, porque no nos ha sabido proporcionar una vida verdaderamente democrática en su contenido. No caigamos en las exageraciones extremas, que traducen su odio por la superstición sufragista, en desprecio hacia todo lo democrático. La aspiración a una vida democrática, libre y apacible será siempre el punto de mira de la ciencia política, por encima de toda moda.

No prevalecerán los intentos de negar derechos individuales, ganados con siglos de sacrificio. Lo que ocurre es que la ciencia tendrá que buscar, mediante construcciones de "contenido", el resultado democrático que una "forma" no ha sabido depararle. Ya sabemos que no hay que ir por el camino equivocado; busquemos, pues, otro camino; pero no mediante improvisaciones (como las del año pasado en la Academia de Jurisprudencia), sino mediante el estudio perseverante, con diligencia y humildad, porque la verdad, como el pan, hemos de ganarla con el sudor de nuestra frente.

La Nación, 17 de enero de 1931.
Unión Monárquica, núm. 105, 1 de marzo de 1931.


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