Gran ovación acoge la presencia del señor Primo de Rivera en el
estrado. Se oyen muchos vivas al marqués de Estella.
"Si estos aplausos fueran dirigidos a mí, yo os podría dar
las gracias con el desembarazo que dejan los honores inmerecidos; pero
sé que no son para mí; son para el recuerdo que en mí veis y que yo
llevo enraizado en lo más hondo de mi espíritu. Bajo ese recuerdo,
¿con qué palabras podía daros las gracias, si todas las palabras se
ahogan antes de llegar a la garganta cuando suben del corazón?
(Aplausos.)
Gracias a todos con toda mí alma. A los que estáis aquí
despreciando las amenazas que os han dirigido desde fuera (muy bien);
a los que han organizado este acto, el más importante de los que se
están celebrando en España; a las mujeres, que también habéis
venido para honrar y embellecer nuestra solemnidad; a vosotras,
mujeres vascas, que sabéis llenarnos la vida con vuestra belleza, con
vuestra suavidad, con vuestra serenidad, y sabéis ser fuertes y
firmes para la lealtad y para el deber- a vosotros, los que tal vez no
estuvisteis con la Dictadura, pero seguís a estos hombres porque van
por el camino de la verdad; y a los leales -últimos en la
enumeración, pero no en el afecto- que estais aquí y que sois todos.
Porque, ¿qué nos importa que no estén con nosotros los que se
unieron a la Dictadura para adularla al barrunto de las prebendas y
huyeron cobardemente en cuanto se les pidió el menor sacrificio? (Muy
bien. Aplausos.)
La Dictadura avivó la ciudadanía
Yo quisiera que os mirasen con los ojos de la verdad los que
probablemente mañana, desde ciertos periódicos, ocultaran hasta la
realidad de que estamos celebrando este acto. ¿Cuándo un partido
perseguido, calumniado, en oposición hasta sangrienta, ha logrado
reunir en torno suyo tan magnífica manifestación de ciudadanía?
Después de esto, ¿se atreverán a seguir diciendo que la Dictadura
ahogó el espíritu ciudadano? Lo dicen porque suspendió la
celebración de elecciones. Pero precisamente así, con el corte de
aquel simulacro, logró que la verdadera ciudadanía se robusteciera.
Casi todos, muchos por lo menos, sois más viejos que yo y recordáis
lo que eran las elecciones: muchos ya no acudíais siquiera a ellas
porque teníais metido en el alma el desaliento. Notabais que por
grande que fuera vuestro entusiasmo, siempre, por no se sabe qué
artes misteriosas, resultaban triunfantes los mismos hombres; los que
perdieron las Antillas; los que fracasaron en Marruecos; los que
arruinaron nuestra Hacienda; los que conocéis de siempre. Y después,
para colmo de vilipendias, os decían que erais... el pueblo soberano
y que ellos no eran más que vuestros servidores. (Gran ovación.)
Claro que la Dictadura acabó con eso. Pero, en cambio, sacó de sus
casas y movilizó el más copioso y selecto contingente de ciudadanos
que ha movilizado Gobierno alguno. ¿Quién no recuerda la labor
benemérita de esos hombres en las Diputaciones, en los Ayuntamientos,
en tantas Juntas de Base Social, descentralizadoras de servicios, como
creó la Dictadura? Y, sobre todo, renació la ciudadanía, porque
renació en todos la fe en España. La Dictadura nos curó del más
terrible mal, que era el desaliento. La Dictadura nos hizo ver que
España podía ser grande, fuerte, rica, vencedora y respetada. Y así
los que, vueltos de cara a la pared, esperaban de un momento a otro
una muerte miserable, acudieron a los puestos del deber para servir a
España en el ejercicio de la ciudadanía.
Ya veis cómo ha bastado ese espíritu de ciudadanía, difuso, pero
fuerte, para manifestar, sin necesidad de Cortes ni casi de Prensa, la
más viva repulsa contra los conciliábulos de unos cuantos viejos
políticos que de nuevo pretendían repartiese a España.
No hay más que dos caminos: con Moscú o contra Moscú
Pero esta ciudadanía, formada ya, tiene que conocer su camino. Y
no hay más que dos, porque ha pasado la época de distraernos en
gestionar que nos pongan ese alcalde o nos quiten aquel juez
municipal. No hay más que dos caminos en estos momentos
trascendentales: o la revolución o la contrarrevolución. 0 nuestro
orden tradicional o el triunfo de Moscú, que ha abolido la religión,
la familia, el pudor y el amor a la Patria. (Aplausos.) Porque sabed
que la III Internacional ha gastado en Europa, durante uno solo de los
últimos meses, 36 millones de dólares en propaganda.
Sabed que sostiene en España tres periódicos comunistas, y no
menos de doscientos propagandistas del comunismo. Y Moscú será lo
que triunfe si triunfa la revolución. No será una revolución contra
la Monarquía, sino la subversión completa del orden social. La
República conservadora no es más que un paso; los republicanos
románticos, y por lo mismo respetables, de finales del siglo XIX no
tienen masa, necesitan de la que se les preste, y esa fuerza prestada,
¿creéis que se conformará con la sustitución del general Berenguer
por el señor Alcalá Zamora? Después de triunfar echarán a un lado
a los románticos del republicanismo y no se conformarán sino con el
logro completo, con Rusia.
Contra eso ha de organizarse a toda costa la unión de las
derechas. Pero, ¡ay de las derechas si persisten en su vieja
política Pobres de ellas si, frente a Moscú, se entretienen en sus
antiguas habilidades electorales! Así ni servirán de nada ni
lograrán que nadie las siga. Tampoco pueden ser las derechas blandas
y escurridizas de antes. No. Ha de ser una derecha fuerte, resuelta,
intransigentemente derecha.
La derecha y los obreros
Quiero explicar esto de "intransigentemente". Estoy muy
lejos de pensar que las derechas deban oponerse a los legítimos
avances de la clase trabajadora. Al contrario, nunca ningún Gobierno
pensó tanto en los trabajadores como la Dictadura. No los adulaba
para obtener votos, y, sin embargo, ¿cuándo tuvieron los
trabajadores más respeto y más bienestar? Por eso muchos obreros que
hoy, por temor o por mal entendido compañerismo, se ven arrastrados a
protestas contra lo que cayó, en la sinceridad de su familia, donde
se sienten padres, añoran -ya con nostalgia- los días pacíficos y
fecundos de la Dictadura. (Grandes aplausos.) Lo que se dé
merecidamente a la clase obrera no es transigir, no es ceder en un
regateo: es hacer justicia. Por consecuencia, debe hacerse de una vez
todo lo necesario para llevar una vida armoniosa, alegre y desahogada,
en la que no falte el pan ni la seguridad del ocio a los hijos durante
la infancia, para que puedan educarse, ni el descanso y la alegría,
que los pobres tienen tanto derecho como los ricos a concederse una
copa de vino o una diversión; todo eso ha de darse a los obreros, y
todo hay que darlo de una sola vez, sin que pueda interpretarse como
una transacción. (Grandes aplausos.)
Fe en la propia doctrina
La intransigencia ha de mostrarse en la doctrina. Los antiguos
conservadores tenían a gala ser más liberales que los liberales.
Sería como si un propagandista de la abstinencia alcohólica tuviera
a gala emborracharse mejor que nadie. Aquellos conservadores parecían
descubrir la interior convicción de no estar en lo firme. Era como si
dijeran: "Ya sabemos que no tenemos razón; pero mientras nos
sostenemos con concesiones y transacciones, veremos lo que dura
esto." ¡Lejos ese espíritu de la nueva derecha! Hemos de tener
fe resuelta en que de nuestra parte está la verdad, e iluminados con
la verdad, en la que no se cede, batir resueltamente al enemigo.
El enemigo está en las Universidades. En nuestras Universidades no
intervenidas, sino monopolizadas por el Gobierno, y en las cuales, no
obstante, tienen su nido los adversarios más activos y peligrosos de
cuanto es fundamental para el Estado. En ninguna parte como en España
es más fuerte la intervención del Estado en las Universidades.
Parece que un Centro del Estado no puede ser hostil a aquello que es
fundamento y sustentación de aquél. Defendamos a la juventud.
Vosotros sois padres; si queréis que vuestros hijos sigan una
profesión facultativa tendréis forzosamente que entregárselos al
Estado por las puertas de la Universidad. Con ellos debierais
descansar seguros. ¿Quién parece que pueda tener mayor interés que
el Estado en formar ciudadanos que lo sostengan? Pues no; vuestros
hijos encontrarán, sí, maestros sabios y venerables -yo soy
discípulo de una Universidad y me honro en tributarles desde aquí mi
respeto-; pero pasarán también por las manos de una serie de
extravagantes que les enseñarán a perderos el respeto a vosotros, a
la religión, a la Patria, al Ejército, al honor nacional... Y cuando
el Estado os devuelva a vuestro hijo, si Dios no le ha protegido
mucho, os lo devolverá descreído, irreverente, descastado, cobarde,
enemigo de todo lo que vosotros más respetáis, y quién sabe si
incluso -porque hasta de eso habrá oído hablar con benévola
simpatía- entregado a los vicios más, abominables y vergonzosos.
(Gran ovación.)
También está el enemigo en la Prensa; en esa Prensa que sirve
cada día a sus lectores, por una perra gorda, la cotidiana ración de
embustes, calumnias y veneno. Estamos manteniendo con nuestro propio
dinero y nuestra propia organización a aquellos que quieren
derribarnos y echar por tierra nuestra Patria.
El pecado de estupidez
Si la futura derecha no va contra todo eso será, más que mala,
imbécil. (Aplausos.) Porque, como nos dijo hace unos días don Ramiro
de Maeztu, todo Estado que aspira a perpetuarse forma a sus
generaciones en los principios mismos que lo sustentan: así el Soviet
forma comunistas, y el Fascio, fascistas; sólo nosotros cometemos la
incomparable estupidez de abrir por nuestras propias manos la puerta
de la casa a quienes 'sólo quieren entrar para arrojarnos de ella con
sangre y vilipendio. (Ovación.)
La abstención no es lícita.
Así, pues, hay que decidirse: o con la revolución o contra la
revolución, en una fuerte unión de derechas. Es esto tan importante,
que la Unión Monárquica Nacional, para la que el único interés es
que España sea bien gobernada, cedería cuanto fuera preciso.
¿Quién puede entretenerse en regateos en estos instantes? Pero
oídlo todos y decirlo a todos los que están fuera: nadie puede
excusarse de acudir a su puesto. No sirve decir: "A mí no me
interesa la política"; lo mismo que ante el incendio del propio
hogar no cabe cruzarse de brazos con el pretexto de que a uno no le
interesan las llamas. Si triunfa la revolución, los arrastrará a
todos: a los que lucharon y a los que no lucharon. Pero mientras los
primeros caerán cara a cara, con el goce del que cumple con su deber,
los tibios, los tímidos, caerán heridos por la espalda, llevando
sobre sí el estigma de los cobardes. (Ovación.)
La Nación, 6 de octubre de 1930.
Unión Monárquica, núm. 98, 15 de octubre de 1930.