Don José Antonio Primo de Rivera comienza su discurso con estas
palabras:
"Mi padre murió en París de soledad; soledad, por estar
lejos de los suyos; soledad, por sentir que su obra no le acompañaba.
Empezaban entonces los ataques, ahora recrudecidos por quienes durante
más de seis años toleraron calladamente la Dictadura. Apenas llegó
a París la voz de los leales; llegaba, en cambio, la algarabía de
los enemigos. Así, mi padre, que era joven cuando subió al Poder,
envejeció en seis años.
Una señora, puesta en pie, grita: "Las madres españolas
ofrecemos nuestro cariño al hijo de quien evitó que los nuestros
muriesen en Marruecos." (Grandes aplausos.)
Recordando aquellas tristezas -sigue diciendo Primo de Rivera- no
podéis imaginar cómo siento en el corazón estos aplausos. Sois los
que estabais con él, y también me alegra ver que hay aquí enemigos.
Mi padre nunca los consideraba como tales, porque era un corazón
abierto a todos. También yo quisiera hacerme oír por ellos para
convencerlos o para que me convencieran.
Se refiere después al carácter eminentemente democrático de la
Dictadura. que vivió siempre en contacto con la opinión y que
recibía los anhelos de toda España, estudiándolos y atendiéndolos.
Termina pidiendo a todos que no desfallezcan ni dejen de ayudar a
los gobernantes para desvirtuar aquella famosa frase en que se pinta a
Castilla como una madre que eleva a sus hijos y luego los abandona:
"¡Ay, Castilla, que faze los homes e los quiebras"
Una estruendoso ovación acoge estas palabras (1).
La Nación, 1 de septiembre de 1930.