Cuando se levanta a hablar don José Antonio Primo de Rivera,
requerido por la concurrencia, la ovación dura largo rato, y hecho el
silencio, comienza el orador diciendo:
"Esta mañana yo no tenía nada que decir. Nosotros somos,
ante todo, disciplinados. Tenemos un jefe y él ha expuesto
insuperablemente cuanto era necesario. Pero al mismo tiempo, y a pesar
de que no soy el llamado a enseñar nada a nadie, hubiera sentido irme
de Barcelona sin cambiar con vosotros algunas palabras. Yo también he
vivido en Barcelona en aquellos días del año 1923, antes del golpe
de Estado; he sentido, querido, gozado y sufrido en Barcelona, y me
han quitado bastantes noches el sueño algunos ojos catalanes
radiantes, como esos que ahora me miran y que hubieran encendido en
boca de mi pobre padre tres o cuatro floridos párrafos andaluces.
(Risas.)
Aquí, en Barcelona, me cogieron aquellos días, aquellas horas,
aquellos minutos febriles de la noche del 12 al 13 de septiembre de
1923. Nosotros estábamos en Capitanía General. Detrás del edificio
existe un pasillo que, atravesando la calle, llega hasta la iglesia de
la Merced. En la iglesia de vuestra Patrona pasaron aquella noche
rezando mis hermanas y mis tías. Noche angustiosa, que nosotros
pasamos despiertos, porque no sabíamos nada de lo que ocurría fuera,
ya que la primera medida del Gobierno fue cortar las comunicaciones y
se carecía por completo de noticias de lo que ocurría en aquel
momento en España. Noche angustiosa, porque no sabíamos si al día
siguiente nuestro padre iba a formar Gobierno o si llegarían a
Barcelona dos divisiones del Ejército a prenderle y fusilarle, aunque
no era nada probable que viniesen contra él sus compañeros de armas,
tan afanosos como él por que España se salvase.
Y, entre tanto, mi padre era el único que estaba sereno, alegre,
seguro de que España se tenía que salvar, de que nada podrían
contra su decisión todas las fuerzas del Gobierno y que la fecha de
la salvación había de ser precisamente aquélla: el 13 de septiembre
de 1923. (Aplausos.)
A la noche siguiente salió para Madrid. Llenaba el andén la
multitud que se subía a los vagones y aun sobre las vigas de armazón
de las cubiertas...
Y era el clamor de todos:
"General, no desmayes. Sigue adelante."
Y tuteándole, como lo hace el pueblo en las grandes ocasiones:
"General, no desmayes. Todos estamos contigo. No nos
olvides." (Una voz: "¡Yo era uno de ellos!")
En este momento se produce una verdadera explosión de entusiasmo
en el público, y se oyen voces entusiasmadas de "¡Viva el
espíritu, la raza y la sangre de Primo de Rivera!", y
"¡Gloria al salvador de España!".
Después -prosigue don José Antonio Primo de Rivera-, seis años,
cuatro meses y trece días... La mayoría de los periódicos de la
cáscara amarga nos están diciendo a todas horas que no los
olvidemos. Me parece que no los olvidaremos y que nos acordaremos
todos muchas veces de aquellos seis años.
Tras este lapso tengo en la memoria el recuerdo de un viaje
horrible: Irún, San Sebastián, Vitoria... Ruta inacabable, que
recorría la única víctima de la Dictadura. Porque las otras, como
decía un ilustre escritor en El Debate, las otras "pobres
víctimas", que llevaban seis años en París, dándose buena
vida, no pueden mostrar, si acaso, más que algún arañazo, tal o
cual rozadura, alguna multa; pero el único que puede reclamar una
corona de martirio con la elocuencia lívida y muda de su cadáver, es
el que viajaba en un furgón de aquel tren: la única y grande
víctima de la Dictadura, mi padre.
(Las emocionadas palabras del señor Primo de Rivera son acogidas
con un nuevo clamor de adhesión. Muchas señoras se cubren el rostro,
y las lágrimas corren por otras caras varoniles. Se oyen gritos de
"¡Mueran los asesinos!", y "¡Vivas a Primo de Rivera,
al salvador y al mártir!".)
Un espectador dice: " iPrimo de Rivera no ha muerto!
– Ha muerto -dice el orador- dando su vida gota a gota; pero al
morir ha dejado una obra: una España optimista, una España
respetada, una España rica, una España regenerada. Pero lo
fundamental que ha dejado la Dictadura es llevar al pueblo la
seguridad de que España no es un país caduco y viejo. Se le había
dicho tantas veces que España era un país que no podía con su
decadencia, que no tenía espíritu, que era cobarde; habían
infiltrado en la convicción del pueblo tanta desconfianza de sus
medios propios, que la mayoría de los españoles esperaban
pasivamente la muerte y ni aun acudían a las urnas electorales.
¿Para qué -decían-, si vamos a estar lo mismo?
Y España ha visto en seis años que es un pueblo que vence con las
armas, que se ha enriquecido, que ha mejorado, que tiene el respeto
del extranjero y que, si quiere, puede ser tan grande como cualquiera
de las naciones que la consideraban un país pequeño, cobarde y
pobre. (Gran ovación.)
En vosotros está que lo sea. Primero, apoyando a nuestro partido,
a nuestro jefe, el conde de Guadalhorce, que no pide nuestros votos
sólo con promesas, sino con una brillante hoja de servicios, con una
hoja de servicios tan limpia que no quiere ocultarla por temor a
responsabilidades, sino exhibirla corno un timbre de gloria. Pero si
con eso no basta, y si con los pucherazos y los procedimientos de
antes se nos excluye del Parlamento, y si tras de esta maravilla de
Gobierno que tenemos ahora (orgulloso de no haber hecho ni un
kilómetro más de carretera) viene un Gobierno como los de antes, y
si el Parlamento vuelve a paralizar la vida del país y se dedica a
hacer la vida imposible a los beneméritos ex ministros de la
Dictadura, queriendo perseguir con una indigna campaña de
responsabilidades a quienes han hecho grande a España; si todo eso
ocurre... ¡No vaciléis ni tengáis miedo a las palabras! ¡No
dudéis ante ninguna superstición ni ante los chillidos de las
vestales jurídicas! Atreveos con todo, que si hubo quien dijo en
1898: "¡Sálvense los principios y perezcan las naciones!",
nosotros hemos de decir: "¡Sálvese España, aunque perezcan
todos los principios constitucionales!"
En este momento el público, en pie, prorrumpe en emocionados
gritos de recuerdo al llorado general. Numerosos espectadores se
adelantan hacia el estrado y abrazan a don José Antonio Primo de
Rivera.
Al retirarse éste, el público tributó una gran ovación de
despedida al joven orador y repitió sus vivas a la memoria del
general Primo de Rivera y de condenación a los enemigos de España.
La Nación, 4 de agosto de 1930.
Unión Monárquica, núm.13, 4 de agosto de1930.