Los solitarios sin amor y sin humildad
Hace veintitrés siglos, bajo los árboles de Academo, habló
plácidamente de Filosofía cierto intelectual. Le llamaban Platón.
No hubo menester para sus estudios de laboratorios complicados ni
recargó sus libros con intrincadas subdivisiones y prolijas notas;
antes le bastó el cobijo de unas copas sombrías y la fluidez de un
lenguaje fresco como el agua para dejar encendida con claridad perenne
la luz de las verdades esenciales.
Había para Platón una virtud de virtudes, que llamaba la
justicia. Pero no era la justicia cualidad simple, sino armonioso
resumen de otras tres cualidades: sabiduría, fortaleza y templanza.
De ahí que ni la sola sabiduría, ni la sola fortaleza, ni la
templanza sola, por excelentes que fueran, bastasen para alcanzar la
cumbre perfecta, completa, de Injusticia.
De Platón aquí la historia del mundo guarda los nombres de muchos
intelectuales. Por fortuna para nosotros los españoles del siglo XX,
nunca hubo tantos ni tan ilustres como aquí ahora. Detrás de cada
esquina, en cada Redacción de periódico, en cada ajado y maloliente
saloncillo del Ateneo, damos con dos docenas de Platones. Tampoco ha
habido tiempos en que se alcance la omnisciencia tan fácilmente como
en nuestros días. Antes era preciso quemarse las pestañas, sangrar
por los codos sobre los duros ejercicios, encanecer en las
Universidades y no desmayar en la frecuencia de los textos. Hoy, todo
estudiante que sepa rudimentos de alemán puede aspirar a
catedrático, y sin más que un misterioso gesto taciturno, unas gafas
de concha, cierto lenguaje ampuloso, con mucho ademán y mucho
transido, y tal cual somera lectura de los ensayistas de moda, le es
lícito a cualquier jovenzuelo alistarse en esta muchedumbre que se
conoce con el vago apelativo de la Intelectualidad.
Pero nuestros intelectuales de ahora, enmendando la plana
merecidamente a aquel pobre griego de Platón, ya no consideran que la
virtud suprema se halle en un compuesto de sabiduría, fortaleza y
templanza, sino que, prescindiendo de las otras dos, deifican sólo a
la sabiduría, a la inteligencia. Olvidan que es muy poco ser
inteligente cuando no se es, además, bueno y valeroso.
De ahí que el intelectual se convierta en monstruo; en hombre tan
incompleto como pueda serlo un boxeador falto de las primeras letras.
Este habrá sacrificado al desarrollo del músculo incluso el cultivo
de la inteligencia; se habrá convertido en una máquina de golpear.
Pero aquél no sólo habrá desdeñado la atención del cuerpo, sino
que habrá Regado a extirpar todos los brotes del espíritu no
escuetamente intelectuales; se habrá trocado en un artificio de
discurrir. Tan lejos están el uno como el otro del armonioso
equilibrio de virtudes.
Por ese camino han llegado los intelectuales, tras del
encanijamiento físico y el desaseo, a la más desoladora aridez
espiritual; se han vuelto fríos, inhospitalarios. Insociables
también, porque los cenáculos en que de cuando en cuando se
congregan no les sirven, como los suyos a los hombres normales, para
el sereno comercio de la amistad, sino para verter los humores
hostiles almacenados contra todo lo existente durante las horas de
reclusión.
Los pobres intelectuales son solitarios sin cordialidad.
Impenetrables a todos los afectos; no vibran como nosotros ante las
mujeres, ante los niños, ante las alegrías y los dolores humanos. No
participan en los movimientos elementales de los demás hombres. Se
deshumanizan. Para un intelectual nada es respetable fuera de sus
pensamientos. Sí, por ejemplo, un niño -compendio de lo bello- llora
pared por medio de un intelectual, estorbándole en su trabajo, el
intelectual, irritado, deseará la muerte del niño. ¡Como si un
niño no importara mucho más que todos los ejercicios del
entendimiento!
Y como estarnos hechos para vivir socialmente, para aprender unos
de otros e irnos puliendo con el roce, los intelectuales solitarios
acaban por llenar la soledad de ellos mismos; se endiosan, se enamoran
de sí propios y menosprecian a todo lo que esté fuera. Lo
menosprecian con ira. En vez de disfrutar ese tranquilo goce de la
verdad ganada, viven en continuo recelo, en continuo rencor, como si
adivinasen que sus flamantes doctrinas se van a marchitar tan pronto
como las recién desechadas.
La pacífica posesión de la verdad es premio reservado a los
humildes. Casi todos los grandes hallazgos vinieron por sorpresa,
cuando menos estaba la mente envanecida: por el soberbio barrunto de
la cima próxima. Y estos intelectuales no saben ser humildes. Por eso
han de pasar la tortura de ver deshojarse una tras otra todas sus
conquistas, y la humillación de sentirse desdeñados por sus propios
discípulos. Y por eso parece que toman anticipada venganza
despreciando enconadamente a quienes les precedieron.
No hay nada tan efímero como las modas intelectuales. Ni tan
contagioso como la pedantería con que se adoptan. Todos hemos sentido
el influjo de ese mal, poco más o menos a la edad del pato. Pero así
como hay quien no sale nunca de la edad del pato, hay quien se queda
contaminado de pedantería hasta la muerte, Me acuerdo de mi
sarampión: lo pasamos juntos casi todos los que estudiábamos Derecho
en la Universidad de Madrid allá por el año 1920. Acabábamos de
descubrir a Duguit, el desenfadado profesor de Burdeos, cuya sola
cita, transcurridos apenas diez años, ya suena a vieja. Duguit, en
unos libritos y unas conferencias que se leen en tres horas, hacía
tabla rasa de todo lo edificado hasta entonces en las ciencias
jurídicas. ¡Para qué queríamos nosotros más! Tres horas de
lectura bastaban para estar al cabo de la calle y desdeñar con
definitiva suficiencia incluso a los maestros. Sin más esfuerzo: como
si las meditaciones- y los estudios que convencieron a Duguit hubieran
sido minuciosamente contrastados por nosotros mismos. Así, cuando
algún veterano profesional, con afectuoso interés por nuestros
estudios, nos preguntaba si conocíamos tal o cual libro, nunca
faltaba entre mis compañeros quien contestara dignamente: "No lo
conozco." Pero no con rubor de su ignorancia, no, sino con altiva
conmiseración hacia aquel pobre anticuado que aún tomaba en serio
las obras anteriores a Duguit. La divina misericordia, infinita para
los que no saben lo que hacen, nos habrá perdonado ya la necedad de
entonces.
Pidámosle también que perdone a los que no se han curado de ella,
a los solitarios sin amor y sin humildad. A las pobres almas sobre
cuya aridez no ha pasado nunca, fecundante, la brisa de los jardines
de Atenas.
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 29 de julio de 1930.