Anoche íbamos tranquilamente a echar una carta en el Correo
Central. Al pasar entre las mesas de un café instalado al aire libre
resonó cavernosamente tras nosotros -y nos hizo volvernos- un grito
ronco:
-¡Rebelión! ¡Compre usted Rebelión!
Quien lo profería no era un vendedor profesional de periódicos.
Era un hombre cetrino, greñudo, de hosco semblante. La voz salía de
no se sabe qué misteriosa profundidad, y era baja, ululante,
sombría:
-¡Compre usted Rebelión!
Se dijera que en el humor con que aquel individuo pregonaba iba
amasado con el odio a las instituciones un inextricable complejo de
contrariedades privadas: la de ser feos (como nos ocurre a muchos), la
de ser célibe, la de estar atropellado de dinero y la de verse
obligado a soportar en Madrid, sin pasatiempo ni alivio, toda la
calentura canicular.
Si hubiéramos tenido confianza con él nos hubiéramos permitido
aconsejarle:
– Hombre, no pregone usted así. Le da usted a su grito como una
resonancia agorera de calamidades. Y si la gente se acostumbra a ver
como calamidad la rebelión que usted anuncia, ¿quién va a mirarla
con simpatía? No imprima a su voz cavernosidades de responso; dele un
sonido vibrante de clarín de triunfo. Y en vez de gritar
imperativamente: "Compre usted Rebelión" (a lo que todo
español, instintivamente, responde: "¡No me da la gana!"),
insinúe con atractiva malicia: "¿Quién me compra Rebelión?
¡Hoy viene güena!".
No nos decidimos a dar estos consejos al vendedor, cuyos
misteriosos ronquidos aún resonaban en el paseo. Dos o tres niños,
despavoridos, rompieron a llorar en brazos de sus niñeras. Después
de todo, si los niños pequeños no se asustan, ¿quién se va a
asustar de Rebelión?
La Nación, de 28 de julio de 1930. Por su transparente
estilo y temática, este escrito coincide literalmente con el
artículo "Las ventajas de ser pistolero", de 17 de
noviembre de 1931, que incluimos en esta obra.