Desde hace varias semanas viene discutiéndose en la Academia de
Jurisprudencia un tema, designado con el epígrafe –no muy elegante
por cierto– de "La constitución que precisa España".
El nombre sonoro de Academia, con que la institución se adorna,
parecería prometer altura en la controversia. El derecho público es
una ciencia con su método y su bibliografía. En el cultivo de ella
–como en el de toda ciencia– es indispensable la serenidad e
inadmisible la improvisación.
No obstante, el debate académico a que aludimos viene
desenvolviéndose, según nuestras referencias, en el más
democrático plano de alegría. Allí, cada señor luce los recursos
naturales con que le dotó la providencial magnificencia, y desdeña
los vulgares caminos del estudio, reservado, sin duda, para gente
mediocre. Un pueblo tan virtuosamente rico en oradores como el nuestro
no necesita consumir sus fuerzas en las rutinas de la investigación.
Claro que, en conjunto, el torneo académico de los supuestos
jurisperitos podría compararse con una reunión pública de profanos,
llamados a decidir sobre los remedios contra el cáncer, en la cual
los aplausos se otorgan, por ejemplo, en proporción a la estatura del
orador. No muy distinto criterio siguen los académicos de
Jurisprudencia cuando disciernen sus aprobaciones con arreglo al color
político de quienes hablan, no a la profundidad de lo que dicen.
Con todo, no van a ser estériles en resultados las sesiones. Por
lo menos vamos a comprobar que lo primero que precisa España es que
cada cual, dentro de su profesión, estudie.
La Nación, 25 de abril de 1930.