El Ateneo de Albacete, con benevolencia inolvidable para mí, me
soportó hace unas noches como conferenciante. Para después de mi
conferencia estaban anunciadas otras varias: la primera, del conocido
profesor don Luis Jiménez de Asúa. Cuando he aquí que la Junta
Directiva del Ateneo ha recibido este apocalíptico telegrama:
"Enterado conferencia ese Centro hijo Primo de Rivera, niégome
terminantemente ir yo. Asúa."
Nada menos. El señor Asúa se niega a hablar donde yo he hablado.
Y no así como así, sino "terminantemente". Lo dice –aun
a costa de pagar más caro el telegrama– en previsión, sin duda, de
que la junta del Ateneo viniera a Madrid para llevárselo manu
militari. Ya lo sabe la Junta: todos sus esfuerzos serán
inútiles ante la sentencia del profesor.
¿Y por qué se niega a hablar el señor Asúa? ¿Por
incompatibilidades políticas conmigo? Sería extraño, porque en los
Ateneos suelen hablar personas de todas las tendencias, sin que la
comunidad de tribuna establezca entre los oradores vínculo alguno de
solidaridad. Pero, además, el señor Asúa desconoce mis ideas
políticas. Ya tuve buen cuidado de no mezclarlas con las
conferencias, que fue tan sólo –dentro de lo que mis estudios lo
permiten– una tranquila excursión por los campos del pensamiento en
pos de los filósofos y de los juristas.
No son, pues, mis ideas políticas lo que repugna al conocido
catedrático: es mi apellido. Ya lo descubre en el telegrama cuando me
designa por la condición (para mí incomparablemente honrosa) de
"hijo de Primo de Rivera". El señor Asúa no puede poner
los pies donde los haya puesto un Primo de Rivera, ni hacer oír su
voz donde se haya escuchado la voz abominable de un Primo de Rivera.
Se contaminaría.
Así, pues, lo que pretende el señor Asúa es que los individuos
de la monstruosa familia a que pertenezco renunciemos a toda esperanza
de vida civil. Ya no podremos consagrarnos al derecho, ni a las
matemáticas, ni a la música. Nuestro deber es morir en el silencio,
arrinconados, como los leprosos en los tiempos antiguos.
Claro que esto no es muy fácil de entender. El señor Jiménez de
Asúa, como jurista que es (y muy notable en su especialidad, la
verdad ante todo), debiera celebrar que quienes procedemos de
sanguinarias estirpes dictatoriales nos apartásemos de la tradición
familiar para entregarnos al cultivo del Derecho. ¿Qué sacerdote de
una fe no desea la conversión de los infieles?
Pero, además, el señor Asúa, que como enemigo acérrimo de la
aristocracia detesta los privilegios hereditarios, no parece que pueda
ser tampoco defensor de las persecuciones hereditarias. Si es injusto
que el ostentar un apellido confiera prerrogativas, ¿cómo va a ser
justo que el llevar otro apellido atraiga proscripciones? Maravillosa
manera de crear, por fuero de la sangre, una aristocracia al revés.
En fin: la cosa no es para preocuparse mucho. Estas contradicciones
entre el liberalismo de ideas y la intransigencia inquisitorial de
conducta son frecuentes en las personas nerviosillas. Sólo una duda
me espanta: ¿cuánto tiempo pesara sobre mí la maldición del señor
Asúa? ¿Diez años? ¿Veinte años? ¿Se transmitirá a mis hijos?
¿Tal vez a mis nietos?
¡Pobres de nosotros!
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA
La Nación, 26 de febrero de 1930.