Se conocen dos clases de notoriedad: la que va de dentro a fuera y
la que va de fuera a dentro. La notoriedad de la lámpara, que irradia
luz, y la del reluciente boliche, que si brilla es porque refleja,
pasiva y estúpidamente, la luz exterior. La notoriedad de la estrella
y la del planeta deshabitado.
Hay quien sabe lanzar a tiempo la nota justa y llenar centurias con
su sonido. Y hay otros que, por mera contingencia, vienen a ser en un
momento histórico como los portadores accidentales del interés
externo. Los primeros gozan notoriedad de lámpara: centrífuga; los
segundos, notoriedad centrípeta de boliche.
Hubo quien fue notorio sin ostentar más alto merecimiento que el
de haber fallecido por casualidad en un incendio memorable. Lo sonado
del acontecimiento vino a nimbar de pasajera notoriedad el nombre
insignificante de la víctima. Y hubo también quien alcanzó
notoriedad porque el azar de un sitio o de un momento atrajo sobre
él, como sobre otro cualquiera, algún rigor gubernativo.
Por eso, cuando se pasa por momentánea notoriedad hay que tener
bien firme la cabeza. "¿Será mi notoriedad centrífuga o
centrípeta?", conviene preguntarse: "¿Qué sobrevivirá de
mí cuando pase la contingencia que me realza?". Porque no hay
nada de tan triste ridiculez como imaginarse estrella cuando no se es
más que boliche.
La Nación, 24 de febrero de 1930.