Por poco parlamentarios que
seamos tiene que sobrecogemos esta coyuntura electoral. Más todavía desde que uno de los
ejércitos contendientes, el de izquierda, ha perfilado ya su formación de lucha en el
manifiesto reciente. Quienes hayan leído ese manifiesto habrán observado en él cuatro
partes: una de puro señuelo electoral, promesas arcaicas de bienandanzas para todos, sin
que se diga por qué caminos van a venir esas bienandanzas: rebajas de impuestos, aumentos
de escuelas, de hospitales, de obras públicas... Otra, la parte social, conservadora y
cicatera; nada de nacionalización de la Banca; nada de nacionalización de la tierra;
nada de control obrero... Otra, que es un puro anuncio de guerra civil:
represalias, persecuciones, inquisición de la "lealtad al régimen" en los
funcionarios... Por último, otra parte del halago al separatismo: será restablecido el
régimen autonómico que implantaron las Constituyentes y que ha dado los resultados
conocidos.
Con tal espíritu viene el que, bajo el nombre de bloque de izquierdas, es pura y
simplemente el frente marxista. Y ante su amenaza, ¿qué es lo que se alinea para
afrontarla? Se alinean unas masas cuya única consigna parece ser la del miedo. Ved los
carteles por las calles: ."¡Que viene el marxismo!" "¡Que viene el
separatismo!" "¡Que viene la masonería!"... En torno de este terror se
nos convoca, se nos llama apremiantemente a las urnas, porque hay que salvar a España, en
peligro, y a la civilización occidental, en riesgo de hundimiento. Pero ante tales
llamadas preguntamos todos: ¿Cómo? ¿Pues no habíamos ya salvado a España y a la
civilización occidental en 1933? ¿Es que cada dos años se va a repetir esta broma?
La victoria de 1933 fue una victoria sin alas, porque fue, como la que se quiere
obtener ahora, hija del miedo. Los partidos sólo se agruparon por temor al enemigo
común; no vieron que frente a una fe atacante hay que oponer otra fe combatiente y
activa, no un designio inerte de resistencia. Faltó esa fe en 1933, y por eso las Cortes
que se eligieron entonces fueron estériles. Sólo hubo en ellas coincidencias para no
hacer. Examinad su obra: el primer bienio había hecho una Ley de Reforma Agraria.
Respondía a una tendencia falsa: no creaba patrimonios humanos, familiares, sino que se
ajustaba a un patrón colectivista. Era, en algún detalle, injusta. Pero el segundo
bienio no la mejoró: la suprimió por completo bajo la púdica envoltura de una reforma.
Con la ley de las Cortes fenecidas no se instalará nadie sobre el suelo de España.
Era una congoja que no se sabe cómo deja dormir a nadie en paz el paro
forzoso. Entre los partidos triunfantes el 33 empezó un pugilato de promesas: uno
ofreció cien millones para el paro; otro mil millones. A última hora, cuando apremiaba
la proximidad electoral, se hizo una ley contra el paro. Por virtud de ella se están
edificando en Madrid más casas de las precisas, con lo que dentro de un año se
presentará un paro mucho más duradero, aterrador... Y, además, para el mayor número de
obreros parados, que son los campesinos, no ha habido remedio alguno.
Estaba en vigor un Estatuto de Cataluña. Que la Administración esté más o menos
descentralizada es cuestión de pura técnica, en la que no se cruza ninguna
consideración esencial; lo que importa, cuando se quiere conceder a una región
facultades descentralizadas, es comprobar que no hay en ella el menor germen de
separatismo. En Cataluña lo había, y la rebelión de octubre vino a ponerlo de
manifiesto. Entonces las Cortes disueltas, ¿derogaron un Estatuto que sólo pudo
concederse, sin traición, sobre el supuesto de no existir separatismo? No; las Cortes
suspendieron tímidamente el Estatuto y los Gobiernos se fueron encargando de restaurarlo
poco a poco, para que sirva de instrumento a otra tentativa de secesión.
No se emprendió a fondo la reconstrucción de nuestro Ejército y de nuestras fuerzas
navales y aéreas. Nuestra frontera y nuestras costas siguen desguarnecidas y el heroísmo
secular de nuestros oficiales y soldados expuesto a la estéril gloria de las empresas
desgraciadas.
No se ha reinstalado el sentido nacional y espiritual de la escuela, materializada por
el marxismo. No se ha hecho justicia por los sucesos de octubre. El Estado, cobarde y
cruel, como todo Estado débil que no se siente justificado, su rigor por el servicio a un
gran destino, fue excesivo en la represión con los humildes y claudicante en el castigo
de los grandes culpables. Se dijera que los gobernantes, inseguros de su razón y de su
permanencia, querían granjearse la benignidad futura de quienes, si ahora eran reos,
podían ser jueces mañana. Así, mientras fue ejecutado, tras de saludar a la bandera, el
sargento Vázquez, pronto veremos al traidor Pérez Farrás reír sobre la tumba del
heroico capitán Suárez, a quien asesinó.
Todo esto salió de las elecciones del 33, aparte de los asuntos turbios que las Cortes
dejaron impunes y el aparato de sujeción en que España, sin libertad, ha vivido sujeta,
como si se estuviera sosteniendo una comprometida guerra exterior o llevándose a cabo una
ingente empresa interna. ¿Se nos moviliza para sacar otras Cortes iguales? Entonces no
acudiremos. Para cerrar el paso al marxismo no es voto lo que hace falta, sino pechos
resueltos como los de esos veinticuatro camaradas caídos, que por cerrarles el paso
dejaron en la calle sus vidas frescas. Pero hay algo más que hacer que oponerse al
marxismo. Hay que hacer a España. Menos "abajo esto", "contra lo
otro", y más "arriba España", "por España, una, grande y
libre", "por la Patria, el pan y la justicia".
Queremos el orgullo recobrado de una patria descargada de chafarrinones zarzueleros:
exacta, emprendedora, armoniosa, indivisible; unidad de destino superior a las pugnas
entre los partidos, los individuos, las clases y las tierras distintas. La política
internacional de España deberá regirse por su interés y su conveniencia, no por
presión alguna exterior. Para eso, España tiene que ser fuerte; su Ejército y sus
flotas marítima y aérea han de asegurarle en todo instante la independencia y la
jerarquía. La educación ha de encaminarse a formar un espíritu nacional fuerte y unido,
y a implantar en el alma de las juventudes la alegría y el orgullo de la Patria. Todo lo
que sea invocación patriotera sin este sentido, sin este contenido, será una música de
charanga con la que unos cuantos privilegiados traten, en vano, de distraer al pueblo para
que no se acuerde de su hambre.
El hambre del pueblo: he aquí otra angustia apremiante y a la que España puede poner
remedio. La gran tarea de nuestra generación consiste en desmontar el sistema
capitalista, cuyas últimas consecuencias fatales son la acumulación del capital en
grandes empresas y la proletarización de las masas. El capitalismo ya lo
sabéis no es la propiedad; antes bien, es el destructor de la propiedad humana
viva, directa; los grandes instrumentos de dominación económica han ido sorbiendo su
contenido a la propiedad familiar, a la pequeña industria, a la pequeña agricultura...
El proceso de hipertrofia capitalista no acaba más que de dos maneras: o
interrumpiéndolo por la decisión heroica incluso de algunos que participan en sus
ventajas, o aguardando la catástrofe revolucionaria que, al incendiar el edificio
capitalista, pegue fuego, de paso, a inmensos acervos de cultura y de espiritualidad.
Nosotros preferimos el derribo al incendio, y estamos seguros de que ese derribo que
al alumbrar las nuevas formas de vida colocará a la cabeza del mundo a la primera nación
que lo logre es en España más fácil que en parte alguna, porque apenas tropieza
con un gran capitalismo, industrial, que es el más difícil de desarticular rápidamente.
Aquí, con la reforma crediticio, que tiende a la nacionalización del servicio de
crédito en bien de quienes lo necesitan, a quienes hay que redimir de sórdidos usureros
y bancos suntuosos, y con la reforma agraria, que levantase el tono de vida del pueblo
campesino español, estaría casi todo hecho en lo económico.
Explica con detalle la concepción ya conocida de la Falange en orden a la reforma
agraria: delimitación de las áreas cultivables de nuestro suelo; reconstrucción de las
unidades económicas de cultivo; devolución al bosque y a la ganadería de las tierras
ineptas para la siembra, e instalación revolucionaria del pueblo labrador sobre las
tierras cultivables.
Por último dice, necesitamos justicia, que sólo puede dar un Estado
seguro de su propia razón de existencia, de su propia justificación histórica.
Nuestro Estado será más fuerte y menos cruel que el torpe Estado autor de la
represión de Asturias; nosotros hubiéramos sido más rigurosos con los jefes y mucho
menos duros con los mineros alucinados, cuyo ímpetu magnífico, desviado hacia el error,
puede, bajo otro signo, deparar jornadas gloriosas a la revolución nacional de España.
Este es nuestro lenguaje. No vamos por ahí especulando con menudos chismes, sino
llamando a lo más profundo de una España profunda y eterna. Sabemos que esta tierra
entrañable de Extremadura, labradora, conquistadora y doliente, fértil en vanguardias de
camisas azules, entenderá nuestra voz y estará con nosotros.
(Arriba, núm. 29, 23 de enero de 1936)