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LOS PARTIDOS SE PREPARAN PARA EL SORTEO EL SOCIALISMO, SIN CARETA
Ya son conocidos los diversos incidentes ocurridos en las últimas fechas dentro del
partido socialista. Su Comité decidió, contra el parecer de Largo Caballero, avenirse a
la alianza electoral con las izquierdas burguesas. Largo Caballero, en vista de tal
resolución, dimitió irrevocablemente de su puesto presidencial. Y ahora resulta que el
partido da la razón a Largo Caballero contra el resto del Comité. Por de pronto,
mientras la conducta de Largo es aprobada y ratificada solemnemente por los órganos de
representación del partido, sus masas, sin más trámites, abuchean en el Cinema Europa
al camarada Cordero que figura entre los contemporizadores y le impiden
terminar su discurso.
Todos estos episodios señalan de un modo terminante el final de una etapa en la
historia del socialismo español, la que pudiera acaso llamarse la etapa del socialismo
abierto.
En sus comienzos, el partido obrero socialista se nutrió ideológicamente de dos
tendencias ingenuas: de un lado, la justa conmiseración por las condiciones intolerables
en que vivía gran parte del pueblo; de otro lado, la inclinación de los obreros más
distinguidos hacia las ideas avanzadas. Eran todavía los años felices de La
verbena de la Paloma, cuando los honrados cajistas apenas tenían tiempo para otra
cosa que para sus trabajos y sus amores, mientras los zapateros de portal, considerados
como más sesudos, compartían con "Don Francisco" las ideas federales. Nada se
oponía, en las costumbres de aquellos tiempos, a que uno de los primeros obreros
socialistas, al cabo de un rato de conversación con algún patrono circunstancial,
llegara a la conclusión bonachona matizada con fina y españolísima punta de
ironía tolerante de que si todos los patronos pensaban como aquél las cosas podrían
arreglarse amigablemente.
Aquellos comienzos de un socialismo tan admirable se prestaban a las mil maravillas
para que unos cuantos profesores y escritores, inclinados a pasar por revolucionarios a
poca costa, se incorporasen al partido. Fueron acogidos con todos los honores, porque
en los obreros, por su parte, estaba demasiado viva una conciencia jerárquica tradicional
para no sentirse orgullosos de tener a catedráticos por camaradas. Como es lógico, las
alianzas electorales con los partidos de izquierda se concertaban sin repugnancia; en los
partidos de izquierda habían militado muchos de los obreros, y en cuanto a los dirigentes
y candidatos, tanto los de los partidos de izquierda como la mayor parte de los
socialistas pertenecían a la misma burguesía avanzada y eran de temperamentos
políticos parecidísimos.
Esa etapa del socialismo abierto puede darse por definitivamente cancelada. El
alma rencorosa de Largo Caballero, que hoy orienta al partido, detesta todo lo que
represente el menor tinte burgués. Dicen que ni aun en las relaciones privadas ha tenido
nunca la menor frase cordial para quien no sea proletario o, al menos, socialista. Largo
aspira al socialismo cerrado, inexorable, donde no se penetre sino al través de
los sindicatos obreros. Besteiro, De los Ríos, Negrín, irán sintiendo que la atmósfera
se hace cada vez más irrespirable a su alrededor. Sólo algún que otro intelectual, como
Jiménez de Asúa, que es un caso de sectarismo patológico, podrá vivir en el partido
socialista. Largo Caballero será pronto su dictador omnímodo y sabrá llenar de rabia
las almas de los obreros, de las juventudes, de los maestros elementales que educan a los
niños en las escuelas. No habrá cuartel, ni puntos de contacto, ni tolerancia, ni
convivencia. Pero, en cambio, nadie podrá fingir que se engaña frente al socialismo: lo
tendremos sin máscaras, con su verdadero rostro al aire.
LAS IZQUIERDAS BURGUESAS
El rumbo del partido socialista compromete de manera dramática el porvenir de las
izquierdas burguesas. Son conocidas las condiciones exigidas por Azaña para ir a la
alianza electoral con los partidos obreros: las candidaturas se formarían a base de seis
candidatos burgueses (Izquierda Republicana, Unión Republicana y Partido Republicano
Nacional) por cada dos socialistas, fuese cual fuese la proporción entre la masa
electoral socialista y la republicanoburguesa, y el socialismo no tendría
intervención en el Gobierno, sino sólo la fiscalización parlamentaria de la actuación
gubernamental, que sería ejercida exclusivamente por burgueses.
Aspiraba Azaña, sin duda y el realizarlo, si lo lograba, hubiera revelado
indudable talento político, a desplegar desde el Poder, sin directa mediatización
socialista, una política de tipo nacional que le permitiera sustituir un poco más
adelante el incómodo apoyo socialista por el de otras masas recuperadas. Bajo los
auspicios de este arriesgado experimento se presentaba el año 1936, y contando con la
alianza electoral republicanosocialista, algunos perspicaces observadores políticos
auguraban para este año la segunda oportunidad de Azaña.
Pero el golpe de timón dado a última hora en el partido socialista inclina a prever
su presentación ante el cuerpo electoral sin alianzas burguesas y, por consecuencia, ya
que la inmensa mayoría de la masa electoral izquierdista está encuadrada en los partidos
obreros, la derrota de los candidatos burgueses de izquierda en casi todas las
circunscripciones.
Ello vendría a consumar entre nosotros el fenómeno universal de la desaparición de
los partidos liberales. ¿Por qué desaparecen? Simplemente como casi todo lo que se
extingue porque han traicionado su destino. La verdadera forma liberal de gobierno
era el "despotismo ilustrado". Acaso mediante él hubieran conseguido elevar el
tono de vida de las masas, incapaces de redimiese por sí mismas desde el instante en que
necesitan redención. Pero los liberales, para halagar a las masas, transigieron hasta el
punto de entregarse a lo que las propias masas dijeran. Habló el sufragio universal. Y lo
que dijo, naturalmente, fue lo menos parecido al tono ecuánime, tolerante, refinado, de
los revolucionarios burgueses. Las masas no se matizan. En cuanto fueron fuertes se lo
llevaron todo por delante, sin distingos. El mundo ha llegado a la cruda pugna de nuestros
días entre las posiciones extremas. La democracia, hija del liberalismo, ha matado a su
padre. Esto no sería malo; lo malo es que lleva camino de matar también a la libertad.
Para rescatarla hay que volver a las luchas originarias: a la fuerza. Pero para esos
menesteres los partidos liberales no sirven Y así van desapareciendo del mundo.
LA UNIÓN DE LAS DERECHAS
La Prensa de derechas lanza a diario llamamientos apremiantes para la unión electoral.
Pero los partidos de derechas no han pasado aún de los tanteos, las invitaciones vagas
afines y la atenuación notoria del tono polémico con que se zaherían entre sí hasta
hace bien poco.
No obstante las buenas disposiciones para el acercamiento, es fácil percibir entre los
grupos de derechas dos maneras distintas de entender la alianza electoral. Una, la del
señor Gil Robles; se nota que al señor Gil Robles le repugna la expresión "unión
de derechas" y prefiere la de "frente nacional antirrevolucionario". Esta
preferencia en el nombre descubre una más honda preferencia en lo que el nombre ha de
encubrir: después de la experiencia de 1933 a 1935, tan severamente infligida en las
propias espaldas del señor Gil Robles, es bien explicable que no apetezca recomenzar por
aquellos principios que condujeron a la memorable victoria sin alas. El señor Gil Robles
preferiría un ancho frente donde entrasen cuantos quisieran, sobre una coincidencia
mínima en la repulsa de lo que él llama "la revolución y sus cómplices",
pero sin una articulación minuciosa en cuanto a la materia y duración del compromiso. El
señor Gil Robles desearía, en el fondo, pasar lo menos mal posible el trago amargo de
ahora sin sacrificar la posición preeminente de su partido y la libertad maniobrara en
que aún sigue confiando.
Por el contrario, los monárquicos, conscientes del quebranto padecido por el señor
Gil Robles con el fracaso de su táctica, buscan a toda costa la hegemonía, si no de
número, de sentido, en el presunto frente electoral al que, entre monárquicos, se
da sin rebozo el nombre de "unión de derechas" y el aseguramiento de la
permanencia en la unión después de pasadas las elecciones.
Actitudes tan opuestas, siquiera vengan suavizadas por los buenos modales y por el
peligro común, permiten augurar una elaboración nada sencilla de la unión de derechas.
Sin embargo, es seguro que la unión se hará, porque bien saben las derechas lo que les
aguarda si no se hace. Ahora bien: hecha la unión y aun supuesto que ya es
suponer que las derechas ganen las elecciones, ¿qué va a pasar al día siguiente?
Ni más ni menos que esto: los grupos parlamentarios de la derecha se encontrarán con el
gravamen de que uno de sus grupos tal vez acrecentado en las elecciones
próximas no podrá entrar a gobernar con la República porque no la ha aceptado.
Sólo quedará como posible fuerza gobernante la misma de ahora, la de la C.E.D.A., con
menor número de diputados que en las Cortes actuales. De donde la C.E.D.A. tendrá de
nuevo que aceptar en actitud subalterna combinaciones gubernamentales con los partidos
moderados del régimen (y se repetirá el bienio estúpido), o tendrá que gobernar por
sí sola con el apoyo incondicional de los monárquicos. Esto último, ¿parecerá a nadie
realizable? Calcúlese hasta dónde llegarían las exigencias reaccionarias de los
monárquicos sintiéndose árbitros de la política y libres de la responsabilidad directa
del Gobierno. La C.E.D.A. acabaría por sacudir la mediatización intolerable, viniese lo
que viniese, o la política española, desviada por completo de la línea de los tiempos,
se encontraría encerrada en un callejón sin más salida que la catástrofe.
1936
Bajo estos auspicios vamos a entrar en el año 1936. Sus dulces perspectivas de momento
son éstas: elecciones tempestuosas, aumento de las fuerzas socialistas en el Parlamento,
Cortes ingobernables y ausencia en la derecha y en la izquierda de toda gran
política nacional.
(Arriba, núm. 25, 26 de diciembre de 1935) |