EL SEGUNDO GALÁPAGO
Apenas extinguidos los últimos fulgores del straperlo, y durante el respiro que
nos proporcionaba la espera del sumario instruido por el señor Bellón, he aquí recién
nacido un nuevo straperlo que, como acontece a los hermanos menores en los cuentos
de hadas, va a dejar chiquito a su hermano mayor. Sería ocioso relatar de nuevo los
hechos de la denuncia, ya divulgados en todos los diarios; en síntesis, hubo esto: cierta
Compañía de navegación que daba servicio en nuestras colonias de Africa Occidental vio
rescindido su contrato por decisión del Gobierno. Recurrió al Tribunal Supremo, y éste
declaró que el contrato estaba mal rescindido y condenó al Estado a pagar daños y
perjuicios a la Compañía. No precisó su importe, sino que se limitó a declarar la
legitimidad jurídica de la indemnización. Pasó el asunto de nuevo a la vía gubernativa
para que se tasaran los daños experimentados por los contratistas. Los daños y
perjuicios, como sabe el más lego en materias jurídicas, representan la diferencia entre
la situación patrimonial en que el perjudicado se hallaría si el contrato se hubiera
cumplido y aquella que verdaderamente se encuentre; es decir, que para valorar el importe
de la indemnización habría que escribir en una columna, en nuestro caso, los presuntos
ingresos del servicio prestado por la Compañía en otra columna, los gastos
presuntos del mismo servicio, y restar esta columna de aquélla para obtener el saldo
indemnizable. Sin embargo, la Sociedad en cuestión, por especialísimo favor de la
suerte, cuya explicación es difícil indagar, se encontró con unos funcionarios
propicios para quienes la cuenta de indemnizaciones se componía de una sola columna: la
de los "ingresos" (subvención del Estado, beneficios, etcétera), sin
contrapartida alguna de "gastos". Es decir, que los daños y perjuicios se
calcularon como si en Africa Occidental el sostener un servicio de barcos no costara nada
y produjese descansadamente tal como dicen que caen allá los frutos maduros en
la boca de los indígenas tumbados bajo los árboles sabrosas entradas. Por tan
galano procedimiento, el Estado resultaba deber a la Compañía de navegación varios
millones de pesetas.
No obstante haber informado el Consejo de Estado en contra de la propuesta, el
presidente del Consejo de Ministros y glorioso patriarca don Alejandro Lerroux la hizo
suya y la llevó al Consejo. En él se despachó cualquier día de agobio sin que se
posaran en el expediente otros ojos que los de don Antonio Royo Villanova, de cuya
bizarría mental aumentan a diario las pruebas. Y el Consejo de Ministros acordó el pago
de la indemnización.
Hasta aquí la cosa no es más que extraña; desde el siguiente capítulo ya es algo
peor. Según nuestras leyes, cuando el Estado es condenado a devolver dinero en cantidad
que pase de 300.000 pesetas, tiene que aprobarse en las Cortes un crédito extraordinario.
¿Se hizo esto en el caso denunciado por el señor Nombela? Ni por asomo. ¿No había en
la Presidencia del Consejo de Ministros un sabroso tesoro colonial del que podían
extraerse tres millones y pico sin más que poner a un cheque las firmas del señor
Lerroux y del señor Moreno Calvo, subsecretario de la Presidencia? ¡Pues a hacerlo, que
así se sirve a los amigos! Y la orden de pago fue dada. Sólo que, por desgracia, para
que se cumplimentase tenía que pasar por las manos de un intachable oficial del
Ejército, caballero de San Fernando, que se llama don Antonio Nombela. Y este señor no
sólo se negó en redondo a dar paso al galápago, sino que puso en alarma a otros
ministros y magistrados de altísima jerarquía, provocó una nueva deliberación del
Consejo y dio lugar a que el primer acuerdo se renovase y los intereses del Tesoro
quedaran a salvo' El señor Lerroux, en justo reconocimiento al servicio ejemplar prestado
por el señor Nombela, le destituyó fulminantemente.
EL VICIO DE BORDAR
Que el señor Gil Robles es persona intachable, nadie lo duda; pero por esa
extraña deformación psicológica que acaba por imprimir la política a quienes le toman
afición, el señor Gil Robles ha perdido la aptitud, por lo visto, para asquearse y
encolerizarse contra lo que pasaba en sus inmediatas cercanías. No sólo no denunció
públicamente el intento de asalto al Tesoro colonial que acababa de realizarse, sino que
cuando el señor Cano López habló de él en el Congreso, fue el propio señor Gil Robles
quien, con destreza y desparpajo, afirmó que la conducta del presidente había sido
intachable. Y no más que el viernes de la semana pasada, ya con el cadáver del galápago
en pleno hemiciclo, lo ha vuelto a decir.
¿En qué postura va a encontrarse el señor Gil Robles cuando, dentro de muy pocos
días, se haga la autopsia pública y convincente del apestoso animal? Esta pregunta anda
ya en todos los labios, y quienes la formulan con mayor angustia son los diputados de
Acción Popular, nunca como ahora ganados por la falta de fe. ¡Veneno de la política! El
señor Gil Robles va a verse envuelto, por encubridor, en un asunto que le produce, esto
no lo niega nadie, la más auténtica repugnancia. ¿Y por qué? Sencillamente, por no
haberse encarado con el asunto de un modo elemental y sincero, como lo hubiese hecho si no
fuera político o si lo fuera de mayor altura. Por la deformación psicológica
profesional de que antes se hablaba, el señor Gil Robles ha perdido la visión clara,
directa, del impresionante tema moral, porque entre el tema y él se han interpuesto,
hipertrofiadas, todas las argucias técnicas, todas las habilidades políticas, todas las
cautelas y previsiones. En vez de haber cortado por lo sano, el señor Gil Robles se ha
enfrascado en bordar, se ha enviciado en bordar. Y mientras bordaba se preparaba fuera el
huracán que acaso le arrastre.
DESORIENTACIÓN Y VARIETÉS
Las Cortes ofrecen el espectáculo de un sanatorio de neurasténicos: todos pasean
arriba y abajo desasosegadamente. Nadie sabe qué es lo que se está haciendo ni adónde
se va. El señor Chapaprieta se obstina en hablar de sus proyectos económicos, para hacer
creer que confía lo más mínimo en su aprobación. Pero no le cree nadie. Ni los nervios
enfermos de los acogidos al sanatorio están para esas cosas. No pasan de diez los
diputados capaces de remendar un interés verdadero por el proyecto de reforma del
impuesto de Derechos reales. Bien que, eso sí, los voluntarios cumplen su misión con
tenacidad ejemplar. Algunos, como los señores Izquierdo Jiménez y Manglano, han ganado
trofeos valiosos por las horas de duración material de sus discursos y por los siglos a
que han extendido singularmente el primero su erudición.
De los presupuestos, ni hablar. Ya no quedan sesiones suficientes para aprobarlos, y
mucho menos en su cotejo de leyes complementarias. En vista del apremio, ¿qué hacen las
Cortes? ¿Habilitar sesiones extraordinarias? ¿Intensificar su labor? No; emplear las
tardes en varietés, tales como proposiciones incidentales e intermedios cómicos a cargo
del antiguo jabalí y hoy inofensivo tozudo doméstico señor Pérez Madrigal.
ABSOLUCIÓN
Largo Caballero ha sido absuelto. El Tribunal Supremo ha puesto en claro que no
tuvo nada que ver con la revolución de octubre. ¿Pues no había desaparecido el día 2 y
estuvo sin aparecer hasta machos días más tarde? No; estaba en su casa. ¿En su casa?
¿Y cómo no lo encontró la Policía? Porque no lo buscó. ¡Ah! Pero, ¿no le buscaba
durante los sucesos? ¿No se estuvo diciendo que se le buscaba durante todos aquellos
días? ¡Que no, hombre; no insistan ustedes en preguntar! Ahí están los resultandos y
los considerandos.
(Arriba, núm. 22, 5 de diciembre de 1935)