Uno de los más curiosos fenómenos de la política es aquel
tantas veces señalado que obliga a los profesionales a tener dos caras: la
que lucen en público y la que ocultan en la intimidad. Es frecuentísimo ver a quienes se
increpan en el hemiciclo saludarse afablemente en el salón de conferencias y reprimir
por cierto resto de pudor, no por falta de gusto ni de apetito los deseos de
merendar juntos en el bar.
Esta disciplina de los movimientos espontáneos es, desde cierto punto de vista,
plausible. La exhibición en público de toda espontaneidad resultaría indecente. Así,
la educación es, un triunfo sobre el humor nativo. Pero estas correcciones de lo
elemental son dignas de alabanza cuando obedecen a un principio superior religioso,
moral, estético acatado en la convivencia. La sujeción impuesta a la sinceridad
salvaje por una razón de moral no es comparable con la insinceridad que no tiene
justificación o que la busca en razones menos respetables: insinceridad misma.
Tal es exactamente el caso de los políticos: deponen sus luchas, ocultan las verdades,
deforman la expresión de su espíritu, no por servir con sacrificio un alto deber, sino
por mantener vivo el juego en que la política medra, sin el cual la mayor parte de sus
actores tendrían que replegarse al oscuro medio familiar de donde no debieron salir
nunca. Porque ésta es la cuestión: quizá el disimulo pudiera tener disculpas si se
encaminara a no comprometer algún grave interés de Estado; pero no es eso lo que ocurre:
los políticos, al observar sus pactos de silencio, no se han propuesto una gran tarea
colectiva, sino sólo pueden asegurar la perduración del juego mismo.
De ahí que quienes están fuera del juego se miren con estupor entre sí, y a menudo
con cólera, cuando observan cómo se volatilizan las grandes palabras por las cuales
ellos, los de fuera, acaso se sintieron enardecidos hasta comprometer su paz, mientras que
los dicentes que las lanzan a voz en, cuello por todos los ámbitos ya han pasado
tranquilamente a hablar de otra cosa. Es decir, han recogido la baraja y se disponen a dar
de nuevo.
Cuando se barrunta vecindad de elecciones, las componendas llegan a lo, inverosímil.
Al gusto habitual por el fingimiento se une, en tales trances, una fuerte dosis de terror.
Todos empiezan a temer quedarse sin los puestos y para conservarlos se sienten capaces de
vender su alma al demonio. Los que se insultaron hasta la víspera empiezan a decirse
cosas tiernas. Otros alaban sin regateo a personas a quienes hubo que desmontar de lugares
de mando por graves sospechas de inmoralidad. Aquellos a quienes se acusó de ladrones
empiezan a ser llamados personas honorables, cuya lealtad y cuyo patriotismo no se pueden
poner en duda. Se cambia hasta el tono de voz como en carnaval. La política se convierte
en un baile de máscaras.
Y así se va estrangulando el alma popular, elemental y fuerte, inclinada a decidir por
razones claras. Las gentes sufridas del pueblo, las que labran y callan, las que huellan
con sus pies los agrios caminos de la tierra, tienen que ceder una vez y otra en su manera
llana de entender para plegarse a explicaciones sutiles. De esta manera no suben a la
política las calidades de la entraña popular, sino que se van introduciendo en el pueblo
los malos usos de la política como un contrabando de estupefacientes. En cada villorrio
se monta como un remedo del gran baile de máscaras nacional.
Y si alguien, de pronto, pusiera fin al baile y empezara a llamar las cosas por sus
nombres, ¿qué pasaría? ¿Que se hundiría quien mereciera permanecer? ¿Y si no pasaba
nada? ¿Y si sencillamente entraba un aire nuevo, incontaminado, a deparamos una
atmósfera respirable? Quizá estemos envenenados de sabiduría y necesitemos una recia
cura de espontaneidad. Tirar las caretas y salir a los campos con las verdaderas caras y
con las palabras verdaderas.
Nosotros lo hacemos y lo haremos más cada día. No nos concederemos descanso en ir de
tierra en tierra, con el oído despierto para las viejas venas sepultadas y vivas. Los
bailes de máscaras no son para nosotros. Quizá falte muy poco para que, cuando los
demás apresten sus disfraces, nosotros, junto a las hogueras campesinas, celebremos la
austera alegría de una libertad recobrada.
(Arriba, núm. 21, 28 de noviembre de 1935)