(Extracto de la conferencia pronunciada por José Antonio Primo
de Rivera en la inauguración del curso del Sindicato Español Universitario, el día 11
de noviembre de 1935)
Ha hecho muy bien el S.E.U. en organizar este curso que hoy se inaugura. España
necesita con urgencia una elevación en la media intelectual: estudiar es ya servir a
España. Pero entonces, nos dirá alguno, ¿por qué introducís la política en la
Universidad? Por dos razones: la primera, porque nadie, por mucho que se especialice en
una tarea, puede sustraerse al afán común de la política; segunda, porque el hablar
sinceramente de política es evitar el pecado de los que, encubriéndose en un
apoliticismo hipócrita, introducen la política de contrabando en el método científico.
Este riesgo es mayor para quienes se consagran al estudio del Derecho, ya que el Derecho,
como vamos a ver esta tarde, recibe sus datos de la política. Por eso se impone una
limpia delimitación de fronteras, para que cuando de una manera franca y bajo la
responsabilidad de cada cual, nos movamos en el campo político, nadie intente pasar
disfrazado de jurista.
¿Qué es el Derecho? El Derecho vivió largos siglos entre los hombres sin que nadie
se formulara esta pregunta. Los primeros que se la formularon dato significativo que
debemos retener no fueron los juristas, sino los filósofos. La oscuridad de las
explicaciones sobre lo que el Derecho sea se debe a que se ha tardado miles de años en
separar dos preguntas contenidas en aquella pregunta fundamental.
Stammler esclarece esa dualidad cuando indaga primero el "concepto" del
Derecho (reducción a unidad armónica de todas las características que diferencian a las
normas jurídicas de otras manifestaciones próximas; es decir, algo, el hallazgo de
aquello por lo que un cierto objeto de conocimiento pueda ser llamado "Derecho"
con independencia, todavía, de ninguna valoración desde el punto de vista de lo justo);
y después, la "idea" del Derecho (indagación del principio absoluto que sirve
para valorar en cualquier tiempo la legitimidad de cualquier norma jurídica; esto es,
definición de la justicia).
El concepto del Derecho no lo hallamos entre las cosas determinadas por la ley de casualidad,
sino por la ley de finalidad. El Derecho es, ante todo, un modo de querer,
es decir, una disciplina de medios en relación a fines, ya que todo ingrediente
psicológico de la voluntad es ajeno al concepto lógico del Derecho. Pero los modos de
querer pueden referirse a la vida individual y a la vida social entrelazante. El Derecho
pertenece a este segundo grupo. Sus normas, además, se imponen a la conducta humana con
la aquiscencia o contra la aquiscencia de los sujetos a quienes se refieren; es decir: que
el Derecho es autárquico. Y, por último, ha de distinguirse de lo arbitrario por
una nota que, con ciertos distingos y esclarecimientos, puede llamarse la legitimidad (sentido
invulnerable e inviolable).
Luego el Derecho se nos presenta conceptualmente como un modo de querer,
entrelazante, autárquico, legítimo.
Pero, ¿cuándo será justo? ¿Qué es la justicia? Pavorosa cuestión a la que
sólo se ha dado respuesta trayendo nociones de fuera del Derecho. Así, el criterio de
valoración de las normas jurídicas, a lo largo de la historia del pensamiento, se ha ido
a buscar en cuatro fuentes. Toda la explicación de la idea de justicia se nos ha dado, o
por referencia a un principio teológico, o por referencia a una cuestión metafísica, o
por referencia a un impulso natural, o por referencia a una realidad sociológica.
En el primer grupo, San Agustín y Santo Tomás (aunque éste indirectamente, y en gran
parte adelantándose a los autores del cuarto grupo) señalan como pauta para valorar las
normas de Derecho los preceptos de origen divino. Así, en San Agustín, la Civitas Dei
es el modelo perfecto e inasequible de la Civitas Terrena.
En el segundo grupo descuellan las construcciones de Platón, Kant y Stammler.
Platón, por la teoría de las ideas y por la dialéctica del amor, llega a la Idea de las
ideas: al Sumo Bien. La tendencia hacia este Sumo Bien es la justicia, conjunto de las
tres virtudes de sabiduría, valor y templanza. Kant busca la norma de validez absoluta
sobre un fundamento moral por haber llegado en la Crítica de la razón pura a
descubrir la insuficiencia metafísica de los datos de la experiencia y de las formas a
priori. Así, establece el imperativo categórico que se expresa en la fórmula:
"Obra de modo que la razón de tus actos pueda ser erigida en ley universal".
Stammler, queriendo ser más kantiano que Kant, pretende hallar, no por un camino ético,
sino por un camino lógico, la idea, el ideal formal (no empírico) de todo Derecho
posible; y la resume en aspiración a "una comunidad de hombres libres".
En el tercer grupo entran las explicaciones, poco exigentes, de los romanos, que
creyeron encontrar unas normas grabadas por la Naturaleza en el alma de todos los hombres.
En la misma creencia descansaban las tendencias iusnaturalistas del siglo XIX y el
romanticismo jurídico, que halló su exponente más alto en el maestro de la escuela
histórica, Savigny.
Por último, el cuarto grupo, de abolengo aristotélico, ve en el Derecho un producto
social. Los positivistas, siguiendo a Compte, rechazaban, por anticientífico, todo
intento de buscar al Derecho fundamentos filosóficos. Para ellos debía reducirse a ser
el guardián de las condiciones de vida de la sociedad, ya que tales condiciones de vida
lo han hecho posible. No obstante, el error inicial del positivismo que desconoce la
realidad positiva del sujeto pensante, la escuela positivista produjo para el
Derecho una obra maestra: la de Ihering.
Ante explicaciones tan varias y traídas de tan lejos, se nos ocurre preguntar: ¿es
que nuestra ciencia, el Derecho, carece de método propio, o es que no tiene linderos?
¿Nos será preciso, para aspirar a ser juristas, extender nuestros conocimientos a todo
lo regido por las leyes de la casualidad y finalidad? La anchura del campo se nos
presentaba como desalentadora. Hasta que la doctrina pura del Derecho expuesta por Kelsen
ha venido a reducir el área de nuestra disciplina a su límite justo.
El problema de la justicia nos ha hecho ver no es un problema jurídico,
sino metajurídico. Los fundamentos absolutos que justifican el contenido de una
legislación se explican por razones éticas, sociológicas, etc., situadas fuera del
Derecho. El Derecho sólo estudia con método lógico las normas. Pero no en cuanto
aconsejan una conducta, sino en cuanto asignan a cierto hecho condicionante cierta
consecuencia coactiva. Las normas legales que imponen un comportamiento determinado no son
aún jurídicas: son normas secundarias que concurren a completar el hecho condicionante.
Así, cuando se dice: "El vendedor deberá entregar la cosa al comprador"
norma secundaria, se establece un supuesto cuya infracción, precisamente, imputará
al sujeto infractor el efecto de la norma propiamente jurídica. Así, cuando el
vendedor no entregue la cosa, el Derecho dirá: "Puesto que Fulano, que debía
entregar tal cosa norma secundaria, no la entregó hecho condicionante
que se le imputa, deberá pagar daños y perjuicios" coacción,
consecuencia jurídica.
En esta operación, puramente lógica, que realiza el Derecho, no se considera para
nada el valor ético, social, etc., que puedan tener las normas secundarias. Ciertamente,
se podrá pensar en esas cosas, pero fuera del método jurídico. Dentro de éste, cada
norma encuentra su justificación formal en otra norma de jerarquía más alta dentro del
sistema que le asignó por adelantado los efectos; así, los reglamentos reciben su fuerza
de obligar de las leyes, y éstas, de la ley fundamental o Constitución. Pero ahí se
acaban los recursos jurídicos. Para juzgar la Constitución, en su manera de expresar un
ideal concreto de vida política, el Derecho carece de instrumentos, y por la misma
razón, para juzgar del contenido ético de todas las normas que componen el sistema
legal. El jurista tiene por única misión manejar el aparato jurídico positivo con el
rigor con que se maneja un aparato de relojería, y sin invocación alguna que sólo
la pereza puede disculpar a principios y verdades pertenecientes a disciplinas
ajenas.
¿Quiere esto decir que el jurista habrá de mutilarse el alma? ¡Claro que no! Podrá,
como todo hombre, aspirar a un orden más justo; pero no como jurista, sino como
partidario de una tendencia religiosa, moral y en lo que se refiere a la
organización de la sociedad en Estado política. He ahí la necesidad que todo
jurista tiene de ser político, ya que, de no serio, se le reduce a la gloriosa y humilde
artesanía de manejar un sistema de normas cuya justificación no le es lícito indagar.
Pero seamos políticos confesando sinceramente que lo somos. No incitemos al fraude de
quien decía profesar como único criterio político la juridicidad. Esto es un
desatino, porque toda juridicidad presupone una política y no suministra
instrumentos metódicos para construir otra. Seamos, pues, políticos, francamente, cuando
nos movamos por inquietudes políticas; y luego, en nuestros trabajos profesionales,
tengamos la pulcritud de no traer ingredientes de fuera. El juego impasible de las normas
es siempre más seguro que nuestra apreciación personal, lo mismo que la balanza pesa con
más rigor que nuestra mano. Cuidemos una técnica limpia y exacta, y no olvidemos que en
el Derecho toda construcción confusa lleva en el fondo, agazapada, una injusticia.
(Arriba, núm. 21, 28 de noviembre de 1935)