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SOBRE LA REFORMA AGRARIA

(Discursos pronunciados en el Parlamento el 23 y 24 de julio de 1935)

23 DE JULIO DE 1935

El señor PRIMO DE RIVERA:

A estas horas señores diputados, hay la obligación de ser lacónico, y lacónicamente... (El señor Rodríguez Jurado: "Pero ¿hay más turnos, señor presidente?") Aguántese el señor Rodríguez Jurado...

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El señor PRIMO DE RIVERA:

Aunque le pese al señor Rodríguez Jurado... (El señor Rodríguez Jurado: "Al señor Primo de Rivera, personalmente, le escucho con mucho gusto".) Mejor si no le pesa al señor Rodríguez Jurado. El tema de toda esta discusión creo que puede encerrarse en una pregunta: ¿Hace falta o no hace falta una Reforma agraria en España? Si en España no hace falta una Reforma agraria, si alguno de vosotros opina que no hace falta, tened el valor de decirlo y presentad un proyecto de ley, como decía el señor Del Río, que diga: "Artículo único. Queda derogada la ley de 15 de septiembre de 1932". Ahora, ¿hay alguno entre vosotros, en ningún banco, que se haya asomado a las tierras de España y crea que no hace falta una Reforma agraria? Porque no es preciso invocar ninguna generalidad demagógica para esto; la vida rural española es absolutamente intolerable. Prefiero no hacer ningún párrafo; os voy a contar dos hechos escuetos. Ayer he estado en la provincia de Sevilla: en la provincia de Sevilla hay un pueblo que se llama Vadolatosa; en este sitio salen a las tres de la madrugada las mujeres para recoger los garbanzos; terminan la tarea al mediodía, después de una jornada de nueve horas, que no puede prolongarse por razones técnicas, y a estas mujeres se les paga una peseta. (Rumores. El señor Oriol: "Mejor sería denunciar el hecho concreto, con nombres".)

Otro caso de otro estilo. En la provincia de Avila –esto lo debe saber el señor ministro de Agricultura– hay un pueblo que se llama Narros del Puerto. Este pueblo pertenece a una señora que lo compró en algo así como ochenta mil pesetas. Debió de tratarse de algún coto redondo de antigua propiedad señorial. Aquella señora es propietaria de cada centímetro cuadrado del suelo; de manera que la iglesia, el cementerio, la escuela, las casas de todos los que viven en el pueblo, están, parece, edificados sobre terrenos de la señora. Por consiguiente, –ni un solo vecino tiene derecho a colocar los pies sobre la parte de tierra necesaria para sustentarle, si no es por una concesión de esta señora propietaria. Esta señora tiene arrendadas todas las casas a los vecinos que las pueblan, y en el contrato de arrendamiento, que tiene un número infinito de cláusulas, y del que tengo copia, que puedo entregar a las Cortes, se establecen no ya todas las causas de desahucio que incluye el Código Civil, no ya todas las causas de desahucio que haya podido imaginarse, sino incluso motivos de desahucio por razones como ésta: "La dueña podrá desahuciar a los colonos que fuesen mal hablados". (Risas y rumores.) Es decir, que ya no sólo entran en vigor todas aquellas razones de tipo económico que funcionan en el régimen de arrendamientos, sino que la propietaria de este término, donde nadie puede vivir y de donde ser desahuciado equivale a tener que lanzarse a emigrar por los campos, porque no hay decímetro cuadrado de tierra que no pertenezca a la señora, se instituye en tutora de todos los vecinos, con esas facultades extraordinarias, facultades extraordinarias que yo dudo mucho de que existieran cuando regía un sistema señorial de la propiedad.

Pues bien: esto, que en una excursión de cien kilómetros se encuentra repetido por todas las tierras de España, nos convence, creo yo que nos convence a todos, de que en España se necesita una Reforma agraria. Ahora, entiendo que, evidentemente, la Reforma agraria es algo más extenso que ir a la parcelación, a la división de los latifundios, a la agregación de los minifundios. La Reforma agraria es una cosa mucho más grande, mucho más ambiciosa, mucho más completa; es una empresa atrayente y magnífica, que probablemente sólo se puede realizar en coyunturas revolucionarias, y que fue una de las empresas que vosotros desperdiciasteis a vuestro tiempo. (El señor Guerra del Río: "Exacto".)

La Reforma agraria española ha de tener dos partes, y si no, no será más que un remedio parcial, y probablemente un empeoramiento de las cosas. En primer lugar, exige una reorganización económica del suelo español. El suelo español no es todo habitable, ni muchísimo menos; el suelo español no es todo cultivable. Hay territorios inmensos del suelo español donde lo mismo el ser colono que el ser propietario pequeño equivale a perpetuar una miseria de la que ni los padres, ni los hijos, ni los nietos se verán redirnidos nunca. Hay tierras absolutamente pobres, en las que el esfuerzo ininterrumpido de generación tras generación no puede sacar más que cuatro o cinco semillas por una. El tener clavados en esas tierras a los habitantes de España es condenarlos para siempre a una miseria que se extenderá a sus descendientes hasta la décima generación.

Hay que empezar en España por designar cuáles son las áreas habitables del territorio nacional. Estas áreas habitables constituyen una parte que tal vez no exceda de la cuarta de ese territorio; y dentro de estas áreas habitables hay que volver a perfilar las unidades de cultivo. No es cuestión de latifundios ni de minifundios; es cuestión de unidades económicas de cultivo. Hay sitios donde el latifundio es indispensable –el latifundio, no el latifundista, que éste es otra cosa–, porque sólo el gran cultivo puede compensar los grandes gastos que se requieren para que el cultivo sea bueno. Hay sitios donde el minifundio es una unidad estimable de cultivo; hay sitios donde el minifundio es una unidad desastrosa. De manera que la segunda operación, después de determinar el área habitable y cultivable de España, consiste, dentro de esa área, en establecer cuáles son las unidades económicas de cultivo. Y establecidas el área habitable y cultivable y la unidad económica de cultivo, hay que instalar resueltamente a la población de España sobre esa área habitable y cultivable; hay que instalarla resueltamente, y hay que instalarla –ya está aquí la palabra, que digo sin el menor deje demagógico, sino por la razón técnica que vais a escuchar en seguida– revolucionariamente. Hay que hacerlo revolucionariamente, porque, sin duda, queramos o no queramos la propiedad territorial, el derecho de propiedad sobre la tierra, sufre en este momento ante la conciencia jurídica de nuestra época una subestimación. Esto podrá dolernos o no dolernos, pero es un fenómeno que se produce, de tiempo en tiempo, ante toda suerte de títulos jurídicos. En este momento la ciencia jurídica del mundo no se inclina con el mismo respeto de hace cien años ante la propiedad territorial.

Me diréis que por qué le va a tocar a la propiedad territorial y no a la propiedad bancaria –a la que va a llegar su turno en seguida–; que por qué no le va a tocar a la propiedad urbana, a la propiedad industrial. Yo no soy el que lleva la batuta del mundo. (El señor Oriol de la Puerta: "La propiedad bancaria será la causante de eso".) Esa es la que vendrá en seguida. Pero yo no llevo la batuta del mundo. En este instante, la que está sometida a esa subestimación jurídica ante la conciencia del mundo es la propiedad territorial, y cuando esto ocurre, queramos o no queramos, en el momento en que se opera con este título jurídico subestimado, hay que proceder a una amputación económica cuando se quiere cambiar de titular. Esto ha ocurrido en la Historia constantemente; el señor Sánchez Albornoz, con mucha más autoridad que yo, lo decía. Hay un ejemplo más reciente que los que ha referido el señor Sánchez Albornoz: es el de la esclavitud. Nuestros mismos abuelos, y tal vez los padres de algunos de nosotros, tuvieron esclavos. Constituían un valor patrimonial. El que tenía esclavos, o los había comprado o se los habían adjudicado en la hijuela compensándolos con otros bienes adjudicados a los otros herederos. Sin embargo, hubo un instante en que la conciencia jurídica del mundo subestimó este valor, negó el respeto a este género de título jurídico y abolió la esclavitud, perjudicando patrimonialmente a aquellos que tenían esclavos, los cuales tuvieron que rendirse ante la exigencia de un nuevo estado jurídico.

Pero es que, además de este fundamento jurídico de la necesidad de operar la Reforma agraria revolucionariamente, hay un fundamento económico, que somos hipócritas si queremos ocultar. En este proyecto del señor ministro de Agricultura se dice que la propiedad será pagada a su precio justo de tasación, y se añade que no se podrán dedicar más que cincuenta millones de pesetas al año a estas operaciones de Reforma agraria. ¿Qué hace falta para reinstalar a la población española sobre el suelo español? ¿Ocho millones de hectáreas, diez millones de hectáreas? Pues esto, en números redondos, vale unos ocho mil millones de pesetas; a cincuenta millones al año, tardaremos ciento sesenta años en hacer la Reforma agraria. Si decimos esto a los campesinos, tendrán razón para contestar que nos burlamos de ellos. No se pueden emplear ciento sesenta años para hacer la Reforma agraria; es preciso hacerla antes, más de prisa, urgentemente, apremiantemente, y por eso hay que hacerla, aunque el golpe los coja y sea un poco injusto, a los propietarios terratenientes actuales; hay que hacerla subestimando el valor económico, como se ha subestimado el valor jurídico.

Vuestra revolución del año 31 pudo hacer y debió hacer todas estas cosas. (Asentimiento.) Vuestra revolución, en vez de hacerlo pronto y en vez de hacerlo así, lo hizo a destiempo y lo hizo mal. Lo hizo con una ley de Reforma agraria que tiene, por lo menos, estos dos inconvenientes: un inconveniente, que en vez de querer buscar las unidades económicas de cultivo y adaptar a estas unidades económicas las formas más adecuadas de explotación, que serían, probablemente, la explotación familiar en el minifundio regable y la explotación sindical en el latifundio de secano –ya veis cómo estamos de acuerdo en que es necesario el latifundio, pero no el latifundista–, en vez de esto, la ley fue a quedarse en una situación interina de tipo colectivo, que no mejoraba la suerte humana del labrador, y, en cambio, probablemente le encerraba para siempre en una burocracia pesada.

Eso hicisteis, e hicisteis otra cosa: hicisteis aquello que da más argumentos a los enemigos de la ley Agraria del año 32: la expropiación sin indemnización de los grandes de España. No todos los grandes de España están tan faltos de servicios a la patria, señor Sánchez Albornoz. (El señor Sánchez Albornoz: "Lo he reconocido".) Tiene razón el señor Sánchez Albornoz; pero repare, además, en esto: lo que era preciso haber escudriñado no es la condición genealógica (El señor Sánchez Albornoz: "Estamos de acuerdo, y he presentado una enmienda".) sino la licitud de los títulos, y por eso había en la ley un precepto que nadie puede reputar de injusto, que era el de los señoríos jurisdiccionales. Yo celebro que el señor Sánchez Albornoz haya explicado, mucho mejor que yo, la transmutación que se ha operado con los señoríos jurisdiccionales. Traía apuntado en mis notas lo necesario para decirlo. Los señoríos jurisdiccionales, por una obra casi de prestidigitación jurídica, se transformaron en señoríos territoriales; es decir, trocaron su naturaleza de títulos de Derecho público en títulos de Derecho privado patrimonial. Naturalmente, esto no era respetable; pero no era respetable en manos de los grandes de España, como no era respetable en otras manos cualesquiera. En cambio, fuisteis a tomar una designación genealógica y a fijaros en el nombre que tenían derecho a ostentar ciertas familias, e incluisteis junto a algunos que tenían viejos señoríos territoriales a algunos de creación reciente, a algunos que paradójicamente habían sido elevados a la grandeza de España precisamente por sus grandes dotes de cultivadores de fincas.

No era buena, por esas cosas, la ley del año 32; pero esta que vosotros (Dirigiéndose a la Comisión) traéis ahora no se ha traído jamás en ningún régimen, y si queréis repasar en vuestra memoria lo que hizo la Monarquía francesa restaurada después de la Revolución, veréis que no llegó, ni mucho menos, en sus proyectos revolucionarios, a lo que queréis llegar vosotros ahora, porque vosotros queréis borrar todos los efectos de la Reforma agraria y queréis establecer la norma fantástica de que se pague el precio exacto de las tierras, pero con todas esas características: justiprecio en juicio contradictorio, pago al contado, pago en metálico, y si no en metálico, en Deuda pública de la corriente, de ésta que va a crear el señor Chapaprieta dentro de unos días, no ya pagando el valor nominal de las fincas en valor nominal de títulos, sino al de cotización, lo cual equivale a otro aumento del veinte por ciento de sobreprecio, aproximadamente, y después con una facultad de disponer libremente de los títulos que se obtengan. Comprenderéis que así es un encanto hacer una ley de Reforma agraria; en cuanto se compre la totalidad del suelo español y se reparta, la ley es una delicia; pero esto termina en una de estas dos cosas: o la ley de Reforma agraria, como dije antes, es una burla que se aplaza por ciento sesenta años, porque se va haciendo por dosis de cincuenta millones, y entonces no sirve para nada, o de una vez se compra toda la tierra de España, y como la economía no admite milagros, el papel, que representa un valor que solamente habéis trasladado de unas manos a otras, deja de tener valor, a menos que hayáis descubierto la virtud de hacer con la economía el milagro divino de los panes y de los peces.

Esto es lo que tenía preparado para dicho en un turno de totalidad a vuestro proyecto. Vosotros pensadlo. Este proyecto se mantendrá en pie, naturalmente, hasta la próxima represalia, hasta el próximo movimiento de represalias. Vosotros, que sois todavía los continuadores de una revolución, aunque esto vaya sonando cada día un poco más raro, habéis tenido que hacer frente a dos revoluciones, y no más que hoy nos habéis anunciado una tercera. Cuando está en perspectiva una tercera revolución, ¿creéis que va a detenerla, que es buena política la vuestra para detenerla haciendo la afirmación más terrible de arriscamiento quiritario que ha pasado jamás por ninguna Cámara del mundo? Hacedlo. Cuando venga la próxima revolución, ya lo recordaremos todos, y probablemente saldrán perdiendo los que tengan la culpa y los que no tengan la culpa. (Muy bien.)

24 DE JULIO DE 1935

El señor PRIMO DE RIVERA:

El señor Alcalá Espinosa ha tenido la amabilidad de decir que mis puntos de vista acerca de la Reforma agraria eran pintorescos, y eran pintorescos, a juicio del señor Alcalá Espinosa (El señor Alcalá Espinosa: "No lo tome a mal su señora".), porque para llevar a cabo una Reforma agraria reclamaba la previa delimitación del área habitable y cultivable del suelo español. Si el señor Alcalá Espinosa hubiese prestado la atención que he prestado yo al discurso del señor Florensa, encontraría la contestación a ese juicio suyo en varios pasajes del discurso del señor Florensa, muy fértiles en enseñanzas. (El señor Alcalá Espinosa: "¿Me permite su señoría? Es que su señoría se contradice al pedir con urgencia una Reforma agraria, y, al propio tiempo, lo otro. Por lo demás, ¿qué duda tiene?")

Yo rogaría al señor Alcalá Espinosa que pusiera en relación algunos pasajes de ese discurso con que nos ha deleitado y aleccionado a todos el señor Florensa. El señor Florensa ha hecho un discurso magnífico; con esa capacidad de expresión en castellano que sólo saben alcanzar los catalanes inteligentes, y en ese magnífico discurso, que yo hubiera aplaudido con fervor si hubiera podido separar la admiración literaria de la coincidencia política, en ese magnífico discurso nos dijo, entre otras cosas, estas dos cosas extremadamente interesantes: nos dijo, con tal fuerza expresiva que hizo pasar ante nuestras mentes incluso el espectáculo físico de lo que describía, que en la cuenca del Ebro hay tierras feraces, extensas tierras feraces, yermas por falta de brazos que las cultiven, y en otro pasaje, que una de las primeras cosas que hay que hacer antes de una Reforma agraria es revalorizar los productos agrícolas.

Yo, que estoy dispuesto a admitir en economía agraria todas las lecciones del señor Florensa (El señor Florensa: "No puedo darle ninguna"), le preguntaría: ¿No atribuye en mucho el señor Florensa la depreciación de los productos agrícolas al hecho de que se destinen a su producción tierras estériles, o casi estériles? (El señor Florensa: "Sí".) ¿No es, en grandísima parte, culpa de que nuestros trigos cuesten a cuarenta y ocho, cuarenta y nueve o cincuenta pesetas el quintal el que se dediquen a producirlos tierras que nunca debieron dedicarse a eso? (El señor Florensa: "Absolutamente de acuerdo".) Pues si hay tierras feraces sin brazos que las cultiven y tierras dedicadas a cultivos absurdos, en una ambiciosa, profunda, total y fecunda Reforma agraria había que empezar por trazar el área cultivable y habitable de la Península española. (El señor Alcalá Espinosa: "Yo no me opongo a eso; pero es que estamos hablando aquí de cortar la propiedad y del inventario".) A esta primera operación, que ahora se encuentra respaldada no menos que por la autoridad del señor Florensa, la llamaba, con risueña facundia, el señor Alcalá Espinosa, literatura pintoresca.

Esta es la primera operación. Y la segunda operación es la de instalar de nuevo sobre las tierras habitables y cultivables a la población española. Decía el señor Alcalá Espinosa: "El señor Primo de Rivera pide que esto se haga mediante una terrible revolución." ¿Por qué terrible? Mediante una revolución. Ahora bien: en esta palabra revolución, que es perfectamente congruente con mi posición nacionalsindicalista, que todos tenéis la amabilidad de conocer, posición que no sé por qué amable licencia situó el señor Sánchez Albornoz a la derecha de la política española, en este concepto de revolución, lo que yo envuelvo no es el goce de ver por las calles el espectáculo del motín, de oír el retemblar de las ametralladoras ni de asistir al desmayo de las mujeres, no; yo no creo que ese espectáculo tenga especial atractivo para nadie; lo que envuelvo en el concepto de revolución, y así tuve el honor de explicar ayer ante la Cámara, es la atenuación de la reverencia que se tuvo a unas ciertas posiciones jurídicas; es decir, la actitud de respeto atenuado a unas ciertas posiciones jurídicas que hace cuarenta, cincuenta o sesenta años se estimaban intangibles.

El señor Florensa, con su admirable habilidad dialéctica, nos ha hecho la defensa del agricultor, la defensa del que se expone a todos los riesgos, a todas las pérdidas, por enriquecer el campo; pero el señor Florensa sabe muy bien que una cosa es el empresario agricultor y otra el capitalista agrario. Estas son funciones muy diversas en la economía agraria y en todas, como puede verse, sin necesidad de más razonamientos, con una sencillísima consideración. El gerente de una explotación grande aplica una cantidad de experiencias, de conocimientos, de dotes de organización, sin los cuales probablemente la explotación se resentiría; en tanto que si todos los capitalistas agrarios, que si todos los propietarios del campo se decidieran un día a inhibirse de su función, que consiste, lisa y llanamente, en cobrar los recibos, la economía del campo no se resentiría ni poco ni mucho; las tierras producirían exactamente lo mismo; esto es indudable.

Pues bien: si todavía en esta revisión de valores jurídicos que yo ayer comprobaba no ha llegado la subestimación en grado tan fuerte al empresario agrícola, al gestor de explotaciones agrícolas, es indudable que por días va mereciendo menos reverencia ante el concepto jurídico de nuestro tiempo el simple capitalista del campo; es decir, aquel que por virtud de tener unos ciertos asientos en el Registro de la Propiedad puede exigir de sus contemporáneos, puede exigir de quien se encuentre respecto de él en una cierta relación de dependencia, una prestación periódica. (El señor Alcalá Espinosa: "¿Por qué disocia su señoría los asientos del Registro de la Propiedad de la gerencia de la empresa agrícola? No veo la incompatibilidad, ni las dos figuras opuestas".) ¡Si esto no lo digo yo! ¡Si, como dije ayer, yo no llevo la batuta del mundo! (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así! Esta es la realidad".) Esto se hace así en el mundo y yo no tengo la culpa. (El señor Alcalá Espinosa: "Pero ¡si es que no pasa así, señor Primo de Rivera!") El señor Alcalá Espinosa considera que esto no pasa así; yo le digo que sí pasa así. (El señor Alcalá Espinosa: "Pasa alguna vez".) Y éste era el sentido de la ley de Reforma agraria del año 32 y el sentido de todas las leyes de Reforma agraria, y esto es así por una razón simplicísima: porque es que esta función indispensable del gerente, esta función que se retribuye y respeta, está condicionada, como todas las funciones humanas, por una limitación física, y si puede discutirse si el gerente es necesario en una explotación de quinientas, de seiscientas, de dos mil, de cuatro mil hectáreas, es evidente que nadie está dotado de tal capacidad de organización, de tal acervo de experiencias y de conocimientos como para ser gerente de ochenta, noventa, cien mil hectáreas en territorios distintos. (El señor Alcalá Espinosa: "Repare su señoría en que...") Déjeme hablar su señoría para que concluya mi argumentación. Y como, queramos o no queramos, cada día será más indispensable cumplir una función en el mundo para que el mundo nos respete, el que no cumpla ninguna función, el que simplemente goce de una posición jurídica privilegiada, tendrá que resignarse, tendremos que resignamos, cada uno en lo que nos toque, a experimentar una subestimación y a sufrir una merma en lo que pase de cierta medida en la cual podamos, evidentemente, cumplir una función económica; de ahí en adelante, el exceso ha de ser objeto de una depreciación considerable.

Pero éste es el fundamento de la ley de Reforma Agraria del 32 y de todas las leyes de Reforma Agraria. Esto es lo que traía a la Cámara, con una cierta ingenuidad, en el supuesto de que se pretendía reformar una ley defectuosa de Reforma Agraria para hacer otra; es decir, creyendo que en el ánimo de la Cámara flotaba como primera decisión la de llevar a cabo una Reforma Agraria. Hoy me he convencido de que no, y tiene muchísima razón el señor Alcalá Espinosa cuando me tacha de pintoresco. No se trata, ni en poco ni en mucho, de hacer una Reforma Agraria. Este proyecto que estamos discutiendo, en medio de todo su fárrago, de toda su abundancia, de todo su casusmo, no envuelve más ni menos que un caso en que se permite al Estado la expropiación forzosa por causas de utilidad social. ¡Para este viaje no se necesitaban alforjas! Porque la declaración de utilidad pública –y eso lo saben todos los abogados que forman parte de esta Cámara– es incluso una de las facultades discrecionales de la Administración, una de las facultades contra las cuales no se da el recurso contencioso-administrativo; de manera que, realmente, con que para cada finca de éstas que se van a incluir se hubiera dictado una disposición que le declarara de utilidad pública en cuanto al derecho a expropiaría, estábamos al otro lado y nos hubiéramos ahorrado todos los discursos.

Esta no es una Reforma Agraria: es la anulación de toda Reforma Agraria, de todo propósito de Reforma Agraria, y su sustitución por un caso más privilegiado que ninguno de expropiación forzosa por causa de utilidad pública o social; un caso especial de expropiación, en que va a retribuirse al expropiado sin consideración alguna a si la finca que se expropia sirve o no para la Reforma Agraria, porque no ha sido precedida de ninguna suerte de catálogo o de clasificación respecto a si era expropiable, cultivable y habitable.

Este era el problema, y yo, ayer, después que tuvisteis la benevolencia de escucharme y el gusto de escuchar a los demás señores diputados que hablaron en este mismo sentido, después que nos escuchasteis y nos felicitasteis en los pasillos con una efusión que no olvidaremos nunca, creí que nuestras razones os habían hecho algún efecto. Esta tarde he comprobado que no ha sido así. La ovación que habéis tributado al señor Florensa no era como aquella a que yo hubiera tenido el gusto de sumarme, de admiración a sus dotes oratorias, literarias, de inteligencia y de dialéctica; eran unos aplausos de total conformidad política. Y después el espectáculo de vuestras risotadas, de vuestros gritos y vuestras interrupciones demuestran que no tenéis en poco ni en mucho la intención de hacernos caso a los que venimos con estas consideraciones prudentes.

Haced lo que os plazca, como ayer os dije. Si queréis anular la ley de Reforma Agraria, hacedlo bajo vuestra responsabilidad. Y ateneos a las consecuencias. (Rumores. El señor Rodríguez Jurado: "Su señoría olvida las ocupaciones temporales mantenidas en el proyecto". Siguen los rumores.)


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