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EL PACTO DE LOS CUATRO

¿Creen ustedes que nos referimos a una posible entrevista entre Mussolini, Simon y Laval, con la asistencia de Hitler? Pues no; no nos referimos a esa menudencia, en la que acaso pretendiera organizarse la paz de Europa: aludimos a la reunión que el sábado próximo, si el tiempo no lo impide, celebrarán en esta villa don Alejandro Lerroux, don José María Gil Robles, don José Martínez de Velasco y don Melquiades Alvarez.

Algunos abrigan la consoladora esperanza de que esa reunión nos devuelva la armonía familiar rota entre los mismos señores a raíz del indulto de González Peña. De ser así, recobraríamos el indecible contento de tener sentado por varios meses en el banco azul a un Gobierno semejante al que hizo hasta la última crisis la felicidad de España.

No fuimos remisos en aplaudir al señor Gil Robles por el acierto de retirar su apoyo al anterior Gobierno del señor Lerroux. Alabamos en su decisión el intento de recobrar un sentido nacional desde bastante atrás desatendido. Nos duele, si "el pacto de los cuatro" concluye en nueva alianza, tener que arrepentirnos de nuestros precipitados elogios. Todo entonces tendría el aire de una farsa: el señor Gil Robles habría fingido una incompatibilidad de principios para, retirándose, dejar el campo libre al señor Lerroux, y una vez que el señor Lerroux hubiera cultivado ese campo a sus anchas, incluso con labores irremediables, como la restauración del Estatuto, el señor Gil Robles se habría reintegrado, con aire de hipócrita inocencia respecto de lo ocurrido en el intervalo, al goce de las delicias del poder.

La cosa sería demasiado burda para tolerarla. Pero ya está visto que nuestro pueblo tiene que ir acostumbrándose a la idea de tolerarlo todo. De tolerar incluso que transcurran los meses y los años sin que nadie acuda a remediar sus males, mientras los partidos sacrifican todo al juego pícaro de sus componendas.

EL BLOQUE SE LIQUIDA

Sentimos comunicar a nuestros lectores que la fornida masa de cemento presentada al mundo, hace meses, con el sonoro nombre de Bloque Nacional, empieza a presentar impresionantes resquebrajaduras.

Todos recuerdan cómo nació el Bloque Nacional: Unas declaraciones en A B C del señor Calvo Sotelo dieron al aire su opinión, acorde con la do Spengler, de que la hora en que vivimos no es para hombres como el señor Gil Robles, sino que es "la hora de los Césares". Modestamente, el señor Calvo Sotelo parecía ofrecerse a asumir el papel de César. Al servicio de tal propósito redactó una recia pieza literaria, llamada manifiesto, donde embutió considerables reservas de esa prosa alada con que acostumbra producirse. En seguida comenzó a recoger firmas para el monumento. Su primer propósito fue obtener, sencillamente, las de cuantos encarnaban toda tendencia aprovechable en sentido nacional. Pero éste tropezaba, naturalmente, con el obstáculo de que si entre los hombres de esas tendencias había alguna que otra aspiración común (al menos de palabra), muchos discrepaban en otras cosas profundas; por ejemplo, en la manera de entender la justicia social. Como era de prever, las firmas del manifiesto quedaron reducidas a las de las figuras relevantes en dos partidos de ultraderecha y a las de unas cuantas personas de esas que no faltan en ninguno d los sitios donde se firma, sea la petición del premio Nobel para algún ilustre compatriota, sea la convocatoria a un banquete en honor del señor Salazar Alonso. El único efecto del nacimiento del Bloque fue complicar hasta el jeroglífico la filiación política de algunas estimables personas. Antes, por ejemplo, un afiliado a Renovación Española, era además, miembro de la T.Y.R.E. (Tradicionalistas y Renovación Española); pero en los últimos tiempos agregaba a esas dos filiaciones la filiación al Bloque Nacional. Con lo cual el Bloque, a pesar de su imponente denominación, se limitaba a ser un modo de decir, ya que sus masas estaban alistadas en grupos previamente existentes y dotados de disciplina propia.

En el fondo, el Bloque quedó reducido a una incómoda invasión, por parte del señor Calvo Sotelo, de las jefaturas desempeñadas por dos personas tan irreprochablemente prudentes y correctas como el señor Goicoechea y el conde de Rodezno. Singularmente por la proximidad, el primero era quien con más elegante discreción soportaba los empellones de impaciente ex desterrado de París. Pero si el señor Goicoechea no era capaz de provocar desagradablemente una cuestión de límites, en las filas de Renovación Española, especialmente en su juventud, la tirantez ha llegado a términos de rompimiento. En una palabra: la juventud de Renovación Española se ha declarado incompatible con el señor Calvo Sotelo, en parte por razones de insuperable antipatía personal, en parte por tener noticias que de allende las fronteras ha venido en contra del señor Calvo Sotelo una determinante desautorización.

¿No han notado los lectores cómo en el último mitin celebrado por el Bloque, en Sevilla –tan cacareado por dos o tres periódicos– no ha tomado parte ningún orador de Renovación Española?

(Arriba, núm. 6, 25 de abril de 1935)


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