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1931 - 1935

El 14 de abril de 1931 sobraron por las calles camiones, trapos rojos y gritos. Pero, bajo el mal gusto exterior, cantaba la esperanza de un pueblo; acaso ese pueblo, entregado desde hace siglos a su pereza al sol, no conserva viva del todo más aptitud que la de esperar. Sin mucha fe, pero espera. 0 más bien, aguarda con la escéptica expectativa del que ha comprado un número para la lotería y no desecha del todo la posibilidad de que le toque. El pueblo sabía que con el régimen monárquico le iba mal, y, sin más se abrió al barrunto alegre de que con la República le iba a ir mejor. Así –quitado el mal gusto–, las jornadas de abril del 31 resultaron ejemplares: la multitud fue dueña de las calles, y, sin embargo, no se registró ni un solo acto cruento. Las masas obreras, educadas en el agrio sindicalismo socialista, renunciaron a su gesto propio para sumarse a una festividad total, en la que obreros y burgueses ahogaban sus discordias. ¿Cuál podía ser la clave secreta de aquellos resultados imprevisibles? La clave de lo nacional y lo social unidos; España creyó encontrar de golpe las dos cosas inesperables: un alma histórica, colectiva, y unas bases justas de convivencia humana: la Patria y el pan, que forman, juntos, la justicia.

El balance de los cuatro años transcurridos es bien poco consolador. El 11 de mayo de 1931 unos grupitos vergonzosamente tolerados – ¿o protegidos?– se fingieron turbas indomables y pegaron fuego a los conventos. En las ciudades españolas, vandalizadas aquel día, ardió, más pronto que las paredes religiosas, la concordia nacional. A poco empezaba una política sectaria, de exclusión, que colocó fuera de la comunidad civil a millones de españoles. Se jugó al esteticismo revolucionario sin fecundidad ni finalidad. El momento de casi unanimidad espiritual del 14 de abril pasó a ser un recuerdo.

La otra tarea de la revolución consistía en alterar las bases económicas de la vida popular. Había en España demasiados parias, desprovistos de todo, y demasiados zánganos sostenidos por el trabajo de los demás. Aquello necesitaba una transformación enérgica y austera. El bienio no la hizo: se afanó en imitar y vejar a los privilegiados, pero no mejoró en nada el infortunio de los humildes; desquició un sistema de Economía sin iniciar fecundamente la construcción de otro. ¿Y después? Las elecciones de noviembre del 33 impusieron un cambio de rumbo a la política. El cambio ha consistido en un estancamiento, Ya no se cometen tropelías religiosas, pero todo se deja como estaba. Como estaba en 1931, corregido y empeorado por la furia del bienio. Los privilegios antiguos, la miseria antigua, menos disciplina social y muchos más miles de guardias.

Así, el 14 de abril de 1935 ya no se ha parecido en nada al de 1931. Le ha faltado color popular y frescura de esperanza nueva. Unas cuantas ceremonias, uniformes, condecoraciones, y unos millares de curiosos en cuyas caras se leía: "Inutilidad por inutilidad, aquella era más decorativa, por lo menos."

AMÉRICA

Ha pasado casi inadvertida entre las deformaciones de la Prensa diaria una noticia harto dolorosa: la última línea de barcos españoles ha emprendido su postrer viaje a América.

Si la sensibilidad de nuestro público no estuviera justamente absorbida por las peripecias de nuestra alta política nacional; si no tuviéramos el espíritu totalmente ocupado por la congoja de saber si el señor Gil Robles y el señor Lerroux harán las paces, gracias a los buenos oficios del señor Martínez de Velasco, sería cosa de dedicar unos instantes de meditación a este corte dramático de nuestras comunicaciones marítimas con América.

América es, para España, no sólo la anchura del mundo mejor abierta a su influencia cultural, sino, como dicen los puntos iniciales de la Falange, uno de los mejores títulos que puede alegar España para reclamar un puesto preeminente en Europa y en el mundo. Todo esfuerzo por mantener tensos los hilos en comunicación con América deberían parecemos escasos, sobre todo cuando la influencia española riñe allá con la competencia de tantos influjos organizados e inteligentes.

En vez de eso, y probablemente con razones financieras considerables (pues nuestro desbarajuste interior también es fértil en ofrecer apremios financieros con que aguantar), España se ha resignado a dejar libres los caminos atlánticos a las quillas de otras naciones. Paso a paso, España va dimitiendo su puesto en el mundo.

CAMBÓ

El señor Cambó ha disertado en el cine Goya. Si alguien en España representa con marca excelente las características de la política europea occidental, es el señor Cambó. Hay un estilo político, brillante en otro tiempo, que aún se resiste, como todas las cosas que fueron realmente interesantes, a desaparecer. Es aquella vieja escuela liberal y capitalista que logró su exacta madurez en la era victoriana inglesa, y que imprimió sello y estilo a la política del Continente.

Entre nosotros, la vida parlamentaria y gubernamental se desenvolvió casi siempre con aire palurdo. Dos o tres excepciones pueden señalarse entre la zafiedad de unos ejemplares políticos para quienes el vestirse de levita ya era, por lo desacostumbrado, un acto que se realizaba con empaque grotesco. Una de esas dos o tres excepciones, y, sin duda, la más relevante, es el señor Cambó.

Su conferencia en el cine Goya fue una delicia evocativa, como los sombreros de la reina Mary de Inglaterra. Estos sombreros, como la elegancia polémica del señor Cambó, recuerdan aquellos años gratos que precedieron al 14; aquellos años en que el cinematógrafo aún no había destronado al teatro, ni el automóvil competía con les grands expres européens. Pero ¡qué le vamos a hacer, si desde entonces han ocurrido cosas como la Guerra Europea, la Revolución rusa, la marcha sobre Roma y el triunfo de Hitler! Sería de desear que nada de eso hubiera venido a agitar una atmósfera que ya se siente un tanto discorde con los sombreros de la reina Mary.

Y así, la conferencia del señor Cambó, llena de aguda sabiduría humana y de libre casualismo, sólo se nos puede presentar como la bella despedida de un sistema que se resiste a sucumbir, pero que deja el paso a las legiones juveniles que, a toque de cornetas, se aprestan a salvar y a rehacer a Europa.

(Arriba, núm. 5, 18 de abril de 1935)


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