Cuando quiere agitarse contra nosotros el repertorio de los insultos se nos
llama señoritos de cabaret. A todos en general, y a cada uno en particular, sobre
todo si ocupa puesto visible en nuestra jerarquía.
Quisiéramos contribuir a la eficacia ofensiva de nuestros adversarios poniendo un poco
en orden sus ideas acerca de los cabarets y disipando la reverente atracción que, sin
querer, denuncian hacia tan discutidas instituciones.
A nuestra edad, queridos adversarios, a nuestra edad y en las circunstancias enérgicas
en que los más de la Falange vivimos, el cabaret no es ningún arcano de tentaciones. Es,
por el contrario, lugar adonde iríamos si el servicio lo exigiera con el ánimo propicio
a la dura prueba del tedio.
Sólo conocemos tres ejemplares humanos atraídos por el cabaret: el viejo verde, el
jovencito que quiere jugar al hombre de aventuras y el candidato a diputado socialista.
Salvo el primero, que suele ser incurable, los otros dos son clientes del cabaret por poco
tiempo: el jovencito se aparta de él cuando cumple unos años más, y el candidato
socialista en cuanto, elegido, logra costearse con un pellizco a la primera mensualidad de
dietas la iniciación en el ámbito misterioso.
Por eso a nadie que no sea viejo verde, jovencito lánguido o candidato socialista se
le ocurre vituperar a nadie llamándole señorito de cabaret. Para que esta palabra
diabólica conserve su prestigio a los ojos del que insulta es menester que éste se halle
dotado de una envidiable ingenuidad, Ya se les quitarán a nuestros ofensores las ganas de
llamarnos señoritos de cabaret cuando algún día, por azar, entren en alguno y
descubran que el mayor de sus atractivos consiste en la sorpresa de averiguar que la
señorita de ojos con rimmel a cuya mesa fue a sentarse el aspirante a libertino
había devorado, antes de su llegada, dos jugosos bistecs y acaba de pedir la
cuenta al camarero.