Tras de las angustias de la
madrugada, amaneció el 7 de octubre sobre el triunfo fresco de las tropas de España
contra la traición separatista. La emoción llevaba camino de quedar oculta, como
atenuada por no se sabe qué timidez. Las calles, desiertas, reclamaban multitudes
enardecidas por la gran ocasión, y sobre las calles resplandecía el sol que otro 7 de
octubre brilló sobre las naves de Lepanto.
Estaba proclamada la ley marcial. El metal de las máquinas de guerra lucía sobre la
vigilia de los pelotones. Un bando riguroso conminaba a los transeúntes para que no se
agruparan. Pocos se aventuraban a salir.
Pero en la calle del Marqués de Riscal se celebraba solemnizado por los
estampidos de fuera el primer Consejo de la Falange Española de las J.0.N.S.
Acababan de aprobarse los Estatutos y de ser elegido jefe. Corrió la misma convicción
por todos los ánimos: Madrid no puede permanecer silencioso en esta fecha de júbilo
nacional. Enarbolamos una bandera y salimos a la Castellana. Al salir éramos unos
centenares. A los pocos pasos, casi mil. Al llegar a la Puerta del Sol, más de veinte
mil.
Madrid, a nuestro paso, experimentaba la sacudida de lo que todos anhelaban sin
formulárselo: gritar, unidos, la fiesta de la unidad celebrada.
Nuestro desfile discurrió entre bocas abiertas de ametralladoras y fusiles. Pero los
militares que las servían no hubieran disparado nunca sobre los que aclamaban a la misma
patria que ellos acababan de salvar. Y en la Puerta del Sol, por la boca de su jefe,
encaramado en las tapias de unas obras, la Falange Española de las J.0.N.S. fue la
primera en enviar hacia los balcones del Gobierno, a pleno pulmón, el parabién de
España.
(Arriba, núm. 3, 4 de abril de 1935)