Aquí nos conocemos
todos muy bien, y sabemos quiénes son los que se quedan en el muelle, frotándose las
manos cuando zarpa hacia la aventura, escaso en vituallas y en condiciones marineras, un
viejo lanchón con tripulantes reclutados por igual entre la piratería desocupada y el
patio del Monipodio.
Los conocemos hace muchos años. Son los que no se embarcaron nunca, en parte por
pereza y en parte por miedo; pero salieron más aficionados que nadie a armar
expediciones. Mientras las expediciones salían por esos mundo a la buena de Dios, los
armadores explicaban confidencialmente a unos cuantos amigos la agudísima maquinación de
que aquello formaba parte. No se sabe de que llegara a puerto jamás ningún buque lanzado
por ellos; pero como tienen fama de tan listos, aun hacen creer a algunos infelices que la
próxima será la buena y nunca dejan de encontrar quienes les confíen, con su
sustancioso porque, la organización de nuevas aventuras.
Empresarios de piratas, también ellos viven de esta especie de terrestre piratería,
un poco aspeada y ajetreado. También a ellos les cuesta su cocido alguna que otra bajeza
y alguna que otra trampa. Pero procuran conservar la buena ropa: se disfrazan de gente
respetable y de buen consejo. Ahora, que como toda su vida se han ejercitado en
disfrazarse, cuando alguien los ve disfrazados tan a lo vivo que no cabe más, se dice sin
ningún titubeo. "Este no puede ser sino Fulano."
(Arriba, núm. 2, 28 de marzo de 1935)