No podrás, aunque quieras, ser sordo y ciego como te aconsejó cierta
inesperada gloria nacional ante la apremiante angustia de España. Dentro de unas
semanas acaso tendrás de nuevo que llamar a tu Compañía para tomar las armas en
discordia civil. Y por mucho que acalles las inquietudes de tu propio espíritu, no
podrás eludir, en las largas vigilias del servicio, estas preguntas inaplazables: ¿qué
es lo que está ocurriendo? Este Estado en cuya defensa arriesgo la vida, ¿es el servidor
del verdadero destino patrio? ¿O estaré perpetuando con mi esfuerzo una organización
política muerta, desalmada y esterilizadora?
Quien ninguna noche se siente libre de las mismas incertidumbres quiere que le
acompañes, al través de esta carta, en una silenciosa meditación.
1. LA QUIEBRA DEL ORDEN CONSTITUCIONAL.
La solución de la última crisis viene a confesar que el orden constitucional vigente
ya no puede soportarse a sí mismo. El Estado, para vivir, tiene que acogerse a
subterfugios que lo instalen fuera del normal funcionamiento de las instituciones. Ya no
es sólo el estado de guerra, convertido en endémico, con su secuela de clausuras,
intervención de Prensa, prisiones gubernativas y todo lo demás; es la formación de un
Gobierno nacido en sistema parlamentario, pero que no podrá vivir media hora en el
Parlamento; de un Gobierno que para gozar una pasajera ilusión de vida tiene que mantener
las Cortes cerradas hasta el límite que autoriza la Constitución. Así viviremos un mes
bajo la dictadura ya sabemos cuán justa y austera del partido radical, sin
que nos falten los diarios alicientes del asesinato, el atraco y la amenaza de quienes,
aparentemente vencidos en octubre, ya se jactan de estar preparando el desquite, y pasado
este mes, ¿qué nos aguarda? Rota toda posibilidad de convivencia, habrá que disolver
las Cortes. Unas elecciones será la entrega del país a la pugna entre dos mitades
encarnizadas: derechas e izquierdas. ¿Quién tendrá razón en esa pugna? Para saberlo
hay que examinar qué son las izquierdas y qué son las derechas en España.
2. LAS IZQUIERDAS.
Las izquierdas son más numerosas (no se olvide que en la izquierda está comprendida
la casi totalidad de la inmensa masa proletaria española); más impetuosas, con más
capacidad política ... ; pero son antinacionales. Desdeñando artificiales denominaciones
de partido, las izquierdas están formadas por dos grandes grupos:
a) Una burguesía predominantemente intelectual. De formación extranjera,
penetrada en gran parte por la influencia de instituciones internacionales, esta parte de
las izquierdas es incapaz de sentir a España entrañablemente. Así, todas las tendencias
disgregadoras de la unidad nacional han sido aceptadas sin repugnancia en los medios
izquierdistas.
b) Una masa proletaria completamente ganada por el marxismo. La política socialista,
extremadamente pertinaz v hábil, casi ha llegado a raer de esa masa la emoción
española. Las multitudes marxistas no alojan en su espíritu sino una torva concepción
de la vida como lucha de clases. Lo que no es proletario no les interesa; no pueden, por
consiguiente, sentirse solidarias de ningún valor nacional que exceda lo estrictamente
proletario. El marxismo, si triunfa, aniquilará incluso a la burguesía izquierdista que
le sirve de aliada. En esto la experiencia rusa es bien expresiva.
3. LAS DERECHAS.
¿Y las derechas? Las derechas invocan grandes cosas: la patria, la tradición, la
autoridad ... ; pero tampoco son auténticamente nacionales. Si lo fueran de veras, si no
encubriesen bajo grandes palabras un interés de clase, no se encastillarían en la
defensa de posiciones económicas injustas. España es, por ahora, un país más bien
pobre. Para que la vida del promedio de los españoles alcance un decoro humano, es
preciso que los privilegiados de la fortuna se sacrifiquen. Si las derechas (donde todos
esos privilegios militan) tuvieran un verdadero sentido de la solidaridad nacional, a
estas horas ya estarían compartiendo, mediante el sacrificio de sus ventajas materiales,
la dura vida de todo el pueblo. Entonces sí que tendrían autoridad moral para erigirse
en defensores de los grandes valores espirituales. Pero mientras defiendan con uñas y
dientes el interés de clase, su patriotismo sonará a palabrería; serán tan
materialistas como los representantes del marxismo.
Por otra parte, casi todas las derechas, por mucho empaque moderno que quieran
comunicar a sus tópicos (Estado fuerte, organización corporativa, etc.), arrastran
un caudal de cosas muertas que le priva de popularidad y brío.
4. LO DECISIVO.
Ni en la derecha ni en la izquierda está el remedio. La victoria de cualquiera de las
dos implica la derrota y la humillación de la otra. No puede haber vida nacional en una
patria escindido en dos mitades inconciliables: la de los vencidos, rencorosos en su
derrota, y la de los vencedores, embriagados con su triunfo. No cabe convivencia fecunda
sino a la sombra de una política que no se deba a ningún partido ni a ninguna clase; que
sirva únicamente al destino integrador y supremo de España; que resuelva los problemas
entre los españoles sin otra mira que la justicia y la conveniencia patria.
Ahora bien: una tendencia así, desligada de apetitos, es difícil que cuente, en el
breve plazo que la exigencia nacional impone, con la posibilidad de conquistar el Poder.
Ni por vías legales ni por vías ilegales. No podrá por vías legales, porque las
elecciones son, mucho más que un pugilato de ideales, un juego de intereses; cada elector
vota por el candidato que considera le conviene más. Y no podrá por vías ilegales,
porque los Estados modernos, guarnecidos de formidables fuerzas armadas, son
prácticamente inexpugnables. Sólo en un caso triunfaría el movimiento nacional en su
intento de asalto al Poder: si las fuerzas armadas se pusieran de su parte o, al menos, no
le cerraran el camino.
Y he aquí, supuesto el caso, la grave perplejidad que se os va a plantear a los
militares españoles. Si un día, fatigados todos de derechas e izquierdas, de Parlamento
gárrulo y vida miserable, de atraso, de desaliento y de injusticia, una juventud
enérgica se decide a intentar adueñarse del Poder para inaugurar, por encima de clases y
partidos, una política nacional integradora, ¿qué haréis los oficiales? ¿Cumplir a
ciegas con la exterioridad de vuestro deber y malograr acaso la única esperanza fecunda?
¿O decidimos a cumplir con el otro deber, mucho más lleno de gloriosa responsabilidad,
de presentar las armas con un ademán amigo a las banderas de la mejor España?
5. ESCRÚPULOS.
Adivino el escrúpulo de muchos militares. "Nosotros dirán no podemos
tener opiniones políticas. En trance de cumplir con el deber, no nos toca juzgar si tiene
razón el Estado o los que lo atacan: hemos de limitamos a defenderlo en silencio."
¡Cuidado! Normalmente, los militares no deben profesar opiniones políticas; pero esto
es cuando las discrepancias políticas sólo versan sobre lo accidental; cuando la vida
patria se desenvuelve sobre un lecho de convicciones comunes que constituye su base de
permanencia. El Ejército es, ante todo, la salvaguardia de lo permanente; por eso no se
debe mezclar en luchas accidentales. Pero cuando es lo permanente mismo lo que peligra;
cuando está en riesgo la misma permanencia de la Patria que puede, por ejemplo, si
las cosas van de cierto modo, incluso perder su unidad, el Ejército no tiene más
remedio que deliberar y elegir. Si se abstiene, por una interpretación puramente externa
en su deber, se expone a encontrarse, de la noche a la mañana, sin nada a qué servir.
En presencia de los hundimientos decisivos, el Ejército no puede servir a lo
permanente más que de una manera: recobrándolo con sus propias armas. Y así ha ocurrido
desde que el mundo es mundo; como dice Spengler, siempre ha sido a última hora un
pelotón de soldados el que ha salvado la civilización.
Queráis o no queráis, militares de España, en unos años en que el Ejército guarda
las únicas esencias y los únicos usos íntegramente reveladores de una permanencia
histórica, al Ejército le va a corresponder, una vez más, la tarea de reemplazar al
Estado inexistente.
6. PELIGROS DE LA INTERVENCIÓN MILITAR.
Puestos los destinos de España en manos del Ejército, son de prever dos escollos
contrarios capaces de malograr la prueba. Son estos dos escollos el exceso de humildad y
el exceso de ambición.
1. Exceso de humildad.Es muy de temer que el Ejército se asigne a sí
mismo el papel, demasiado modesto, de mero ejecutor de la subversión y se apresure a
depositar el Poder en manos ajenas. En este caso, son previsibles dos soluciones
igualmente erróneas:
a) El Gobierno de notables, o reunión de eminencias, requeridas por sus respectivas
reputaciones, sin consideración a los principios políticos que profesen. Esto
frustraría la magnífica posibilidad nacional del instante. Un Estado es más que el
'conjunto de unas cuantas técnicas; es más que una buena gerencia: es el instrumento
histórico de ejecución del destino de un pueblo. No puede conducirse a un pueblo sin la
clara conciencia de ese destino. Pero cabalmente la interpretación de ese destino y de
los caminos para su cumplimiento es lo que constituye las posiciones políticas. El equipo
de ilustres señores no coincidentes en una fe política se reduciría a una mejor o peor
gerencia, llamada a languidecer sin calor popular en tomo suyo.
b) El Gobierno de concentración, o reunión de representantes de los diferentes
partidos que se prestaran a participar en el Gobierno. Esta solución añadiría, a la
esencial esterilidad interna de la solución anterior, la de no constituir en la práctica
sino una recaída en la política de partidos; concretamente, en la de los partidos de
derecha, ya que es patente que los de izquierda no iban a querer intervenir. Es decir, que
lo que hubiera podido ser el principio de una era nacional prometedora vendría a quedar
reducido, una vez más, al triunfo de una clase, de un grupo, de un interés parcial.
Estos serían los peligros de un exceso de humildad; pero también lo contrario es
temible. Vamos a considerarlo.
2. Exceso de ambición.No, entendámonos, de ambición personal en los
militares, sino de ambición histórica. Esto ocurriría si los militares, percatados de
que no basta con una buena gerencia, sino que es necesario suscitar la emoción de una
tarea colectiva, de una interpretación nacional del momento histórico, quisieran ser
ellos mismos quienes la suscitaran. Es decir, si los militares, ejecutores o coadyuvantes
en el golpe de Estado, se propusieran descubrir por sí mismos la doctrina y el rumbo del
Estado nuevo. Para un intento así, los militares no cuentan con una suficiente formación
política. Si yo tratara como tantos de adular al Ejército, le atribuiría,
sin más, todas las capacidades. Por lo mismo que sé lo que representa el Ejército, el
inmenso acervo de virtudes silenciosas, heroicas e intactas que atesora, me parecería
indecente adularle. Pienso, en cambio, que es lo leal poner a su servicio un esfuerzo de
lucidez. Por eso digo estas cosas como las pienso: el Ejército, habituado a considerar
que la política no es su misión, tiene en lo político un ángulo visual incompleto.
Peca de honrada ingenuidad al propugnar soluciones políticas. Así, no logra atraer, por
falta de eficacia doctrinal, de sugestión dialéctica, asistencias populares y juveniles
persistentes. No olvidemos el caso del general Primo de Rivera: lleno de patriotismo, de
valor y de inteligencia natural, no acertó a encender entusiasmos duraderos por falta de
una visión sugestiva de la Historia. La Unión Patriótica, escasa de sustancia
doctrinal, se quedó en una vaguedad candoroso y bien intencionada.
Si la Providencia pone otra vez en vuestras manos, oficiales, los destinos de la
Patria, pensad que sería imperdonable emprender el mismo camino sin meta. No olvidéis
que quien rompe con la normalidad de un Estado contrae la obligación de edificar un
Estado nuevo, no meramente la de restablecer una apariencia de orden. Y que la
edificación de un Estado nuevo exige un sentido resuelto y maduro de la Historia y de la
política, no de una temeraria confianza en la propia capacidad de improvisación.
7. GLORIA DE LA INTERVENCIÓN MILITAR.
No sólo purgará el Ejército su pecado de indisciplina formal, sino que se cubrirá
de larga gloria si, en la hora decisiva, acierta con la levadura exacta del período que
empieza. Europa ofrece ricas experiencias que ayuden a acertar: los pueblos que han
encontrado su camino de salvación no se han confiado a confusas concentraciones de
fuerzas, sino que han seguido resueltamente a una minoría fervientemente nacional,
tensa y adivinadora. En torno de una minoría así puede polarizarse un pueblo; un amorfo
agregado de personas heterogéneas no puede polarizar nada. El Ejército debe esperar en
aquellos en quienes encuentre más semejanza con el Ejército mismo; es decir, en aquellos
en quienes descubra, junto al sentido militar de la vida, la devoción completa a dos
principios esenciales: la Patria como empresa ambiciosa y magnífica y la
justicia social sin reservas como única base de convivencia cordial entre los
españoles. Así como el Ejército es nacional, integrador y superclasista (puesto
que en él conviven orgánicamente, al calor de una religión del servicio patrio, hombres
extraídos de todas las clases), la España que el Ejército defienda ha de buscar desde
el principio un destino integrador, totalitario y nacional. Eso no es cuestión de recetas
(casi todos los partidos, aun los más fofos, insertan ya en sus programas algún
principio corporativista a la moda), es cuestión de temperatura; las recetas sin
fe no son nada, igual que en el Ejército de nada servirían la táctica y los reglamentos
interiores sin un acendrado espíritu de servicio y de honor.
Poco importaría que los depositarios del Poder fueran pocos y no muy avezados en las
artes de la administración. Las técnicas administrativas son profesadas por expertos
individuales fáciles de reclutar. Lo esencial es el sentido histórico y político del
movimiento: la captación de su valor hacia el futuro. Eso sí que tiene que estar claro
en la cabeza y en el alma de los que manden.
8. ANUNCIO.
Pronto, por mucho que nos retraiga de la decisión última el supremo pavor de
equivocarnos, tendremos que avanzar sobre España. Los rumbos abiertos a otros países
superpoblados, superindustrializados, convalecientes de una gran guerra, se abrirían
mucho más llanos para nuestra España semipoblada y enorme, en la que hay tanto por
hacer. Sólo falta el toque mágico ímpetu y fe que la desencante. Como en
los cuentos, España está cautiva de los más torpes y feos maleficios; una política
confusa, mediocre, cobarde, estéril, la tiene condenada a parálisis. Ya se alistan
paladines para acudir en su socorro, y una mañana oficiales, soldados
españoles los veréis aparecer frente a vuestras filas. Ese será el instante
decisivo; el redoble o el silencio de vuestras ametralladoras resolverá si España ha de
seguir languideciendo o si puede abrir el alma a la esperanza de imperar. Pensad en estas
cosas antes de dar la voz de "¡Fuego!". Pensad que por encima de los artículos
de las Ordenanzas asoman, una vez cada muchos lustros, las ocasiones decisivas en la vida
de un pueblo. Que Dios nos inspire a todos en la coyuntura. ¡Arriba España!
JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA,
Jefe de la Falange Española de las J.0.N.S.
(Madrid, noviembre de 1934)